Se han hecho ya mayores, de repente, apenas
me imagino sus ojos cuando festejaban. Me están
mirando desde la terraza con un amor
que no merezco; se les juntan, lo intuyo,
las lágrimas, que evitan la mesura
y la templanza, cosas, en fin, de castellanos
viejos. Puesto que no heredé vuestra paciencia
ni aquella austeridad de a perra gorda —el frío
que pasasteis, cartillas de racionamiento, manteca
y orinales— que hablaba de los muertos
en el frente, quizá debiera, al marcharme,
aporcar algo a vuestras arrugas, a los achaques
que os fueron consumiendo. Llevarme al menos
remolinos de espigas decapitadas
por el nublado y el dolor de la vida
en los pueblos, deciros que al enseñarme
pobreza y humildad lo supe todo. Y ser
capaz —pero no puedo— de expresarlo.
No escribir padres sino entrega.