Llorar en todas las playas de México

Paula Soler Laveaga

Durango, 1996. Su publicación más reciente es el artículo «Five Objects» (Brock University, vol. 11, 2022).

Llegamos con un optimismo ingenuo. Aventamos nuestras maletas en el cuarto y caminamos a un restaurante de mariscos cruzando el hotel, el más barato. Después, al Oxxo. Nos surtimos de chelas y Bacardí, pero se nos olvida comprar agua. Le aviso a mi novio por celular que ya llegamos y Sabina, al suyo. Nada más me contestan a mí. Con la cara chueca del coraje, Sabina se arregla para bajar a la playa, donde sugiere mi novio que nos veamos. En el elevador me dice que me veo buenísima con el pareo, suena a insulto.

—¿Por qué no podemos ir con ustedes? —le pregunto a mi novio mientras nos instalamos en una toalla del hotel.

—Pues es que allá nadie está haciendo nada…

—Algo pasó, de seguro —dice Sabina tan pronto como él se aleja para nadar en el mar.

—¿Entre él y su amiga? Ay, no creo, la verdad…

—No, pendeja. Olvídalo. —Se unta bloqueador.

Observamos a mi novio en silencio. Él camina hasta que el agua le cubre la cintura y luego se mete de lleno. Sabina se ríe cuando una ola le pega en la cara y le vuela un mechón hacia un lado. Voy a alcanzarlo. Casi había olvidado lo pesada que es el agua de mar, cómo se te entierran los pies. El sol de las dos de la tarde crea un reflejo cegador. Su cabeza es un punto que desaparece con cada ola y llegar a donde está es eterno. Lo sigo aunque la corriente me empuja hacia el otro lado.

—Él no quiere ver a Sabina —me dice muy serio, sin que yo le pregunte nada, como regaño. Yo nado de perrito para alcanzarlo, él se sumerge entre frase y frase.

—¿Sabes por qué?

—Sí, pero no puedo decirte.

—Ay, no seas gacho…

—Es que no puedo andar contándole los business de mi compadre a todo el mundo. —Y luego con su inglés horroroso—: Bros before hoes.

—¡Yo no soy una hoe!

—Sabina sí. No puedo traicionar así a un hermano, mi niña.

Me dan tantas ansias cuando me llama «mi niña». Se me hace naquísimo. Me sumerjo para peinarme hacia atrás y Sabina nos echa un grito:

—¡En dieeeez!

Mi novio sale del mar arrastrando las piernas flacas y le pregunta a Sabina:

—¿Te contestó?

—Están aquí al ladito, diez minutos caminando. Me dijeron que les caigamos.

Uno saca una lata de Margarita New Mix mientras «La buena y la mala» revienta la bocina. Mi novio canta a todo pulmón y yo le reclamo de broma que quién es la otra. Pone su mano en mi cintura, luego en la nalga y me da un beso pegosteoso detrás de la oreja.

Reviso el celular, tiene arena entre el protector y la funda. Checo la mitad de las aplicaciones, intento tomarme una foto. Quería traerme un libro que ya leí seis veces, pero me dio pena que fuera de puberta.

No sé cómo se enteró Sabina de que todo el grupo de amigos se está quedando aquí si su novio ni le ha contestado. Es el único que falta y ella está con una jetota. El calor es sofocante. Uno cuenta que la noche anterior intentó ligarse a una morra ofreciéndole un cigarro, pero la chica no fumaba.

—Y que le digo: Yo tampoco, y aviento el cigarro prendido. ¡Le quemé el brazo a otra vieja! Jajaja. —Se sienta al lado de Sabina.

Pienso en cómo antes había más mujeres en este grupo y ya no, sólo queda una, que nos observa molesta. Le ofrezco una sonrisa y me la devuelve con la misma falsedad. Nada más antinatural que un grupo de amigos donde sólo hay una mujer. Sabina y el amigo platican en voz baja. Ella muy seria, casi mamona, casi sonriendo. A él no le puedo ver la cara, se acerca para escuchar por encima de la música. Mi novio me soba la espalda y habla fuerte:

—Amor, ya se te va a bajar la presión otra vez. ¿Por qué no mejor te vas a la sombrita? —Señala unos camastros y, sin darse cuenta, también a unos weyes fumando mota. Reconozco a algunos que van a la misma prepa, aunque no nos llevamos. Mi novio me planta otro beso en la oreja, me hace sentir segura tenerlo pegado como molusco.

Sabina ya no está.

Mi novio me pide subir al cuarto con un susurro húmedo, me toca el cabello y me embarra de arena. No hemos tenido relaciones todavía.

—No tenemos que coger, podemos hacer otras cosas y ya.

La situación es esta: él no sabe que ya no soy virgen. No quiero ni imaginar su reacción si supiera, y que justo fue en otra playa. Le digo que sí porque necesito sacarme la arena del traje.

Al entrar, vemos a Sabina en el balcón. La muy ridícula abrió nuestra botella de Bacardí y lleva casi la mitad. Se derrite en una silla de madera que venía con el escritorio, una que no está hecha para exterior. Se hace la que no nos ha visto. Sirve otro vaso, lo levanta y, antes de beber, vuelve a dejarlo en el piso. Suelta una exhalación que pareciera que se va a convertir en llanto.

Mi novio se recarga en el balcón de cemento, se prepara una cuba y llora con Sabina. Me meto a bañar lo más rápido que puedo. Ahora resulta que le tiene muchísima compasión, según él, porque ambos tienen madres imperfectas, enojonas y dejadas. Si tan sólo supiera que Sabina se burla de la mamá de él. O si ella supiera que mi novio cree que es una puta. Hoy ambos deciden fingir complicidad. Se quejan de sus padres ausentes y de sus hermanos menores. Yo nomás sostengo la toalla de baño alrededor del cuerpo y me quedo viendo el atardecer con el pelo escurriendo. Los marihuanos de hace rato están en los camastros al lado de la alberca.

—¿Y si bajamos a saludarlos?

—Qué hueva, no mames.

La piel quemada me pide nadar en cloro para descansar de la sal. Un marihuano me cacha observándolos y saluda con la cabeza.

—Si quieres baja tú, amor —ofrece mi novio.

Aprieto las manos en el borde del balcón, en la textura rasposa de la pintura. Me está tendiendo una trampa por la que acabaremos peleando. Disfruto pelear con él. Hasta me emociono cuando siento que viene un problema porque siempre hay una reconciliación llena de apapachos, de sentir que nuestro amor es inevitable y que todo lo puede superar.

Sabina da un trago brusco, el ron hace una ola que golpea el fondo de la botella. Se mete el sol. Mi novio se acuesta todo arenoso en mi cama tendida y prende la tele. Me pongo un traje de baño limpio antes de bajar a la alberca con los marihuanos.

Sin decirme nada, uno me ofrece un Farito y unos tragos de caguama.

Reviso si mi novio o Sabina me han mandado mensajes. Y no. ¿Qué estarán haciendo sin mí? ¿De qué platicarán cuando no estoy? Los marihuanos se burlan de todo: de sus compañeros de universidad, de los profes obsesionados con Pedro Páramo, de la gente que no lee más que Las batallas en el desierto y no sé qué. Son primos del que conozco. La marea subió, lo noto porque las olas se estrellan contra el límite de la alberca y nos salpican. Una morra intenta encender un cigarro. Otra le hace casita con las manos para proteger la llama. Cómo extraño a las amigas que tenía antes de Sabina.

Mi celular vibra pero no es nadie. En el balcón del cuarto hay una luz amarilla y dos sombras que caminan por todo el lugar. ¿Cuál será Sabina? Una de las figuras comienza a desvestirse, la otra desaparece. Estoy a punto de salir disparada cuando me doy cuenta de que ese es otro cuarto, dos pisos más arriba. Tardo en encontrar el mío, lo confirmo al ver la silla de escritorio que Sabina dejó afuera en el balcón.

No hay nada que le esté ocultando a mi novio ni a ella, sólo siento que si hablan demasiado, se van a enterar de versiones de mí que no conocen. Alguien detrás brinca a la alberca y hace que todos volteen. Es un viejito que se pone a nadar como rana, los de seguridad no lo corren por ser gringo, a pesar de que cierran a las nueve. Los marihuanos se quedan escuchando los chapoteos llenos de eco, apenas iluminados por la misma alberca.

—Ese profe leyó Putas asesinas por error y ya se siente sobrino de Bolaño.

Me río demasiado fuerte.

—¿Has leído algo de Bolaño?

La respuesta sencilla es no; la que quiero dar es que técnicamente sí, un cuento. Comenzaba con un «la situación es esta», dos puntos, y te explicaba toda la situación. No recuerdo haberlo terminado.

—Muy poco, creo que nada más «Llorar en todas las playas de México».

La mitad de ellos se me queda viendo, la otra ni me pela. Las luces de la alberca bailan sobre sus caras y parece que apagan y prenden los ojos. Uno de ellos pregunta:

—¿Cuál es ese o qué?

—Sí, el de… que va con su papá a una playa.

—¿El de «Los últimos atardeceres de la tierra»?

 La luz de mi cuarto se enciende. Otro menciona que a aquel profe ya lo andaban corriendo porque le cacharon fotos de alumnas. Aguanto la respiración sin saber hacia dónde van con eso, siento que me observan de reojo. El celular vuelve a vibrar como si me llamaran, otra vez no es nadie.

—Esos eran rumores. —El metal de la silla me pellizca las piernas.

—No, yo vi a algunas. No sólo las tenía él.

Tengo hambre y allá arriba no hay nada más que una cama llena de arena.

—Es que estaban en un grupo de Whats, ¿no?

Por un segundo, Sabina me observa desde el balcón. Desaparece al tiempo que una ola estalla y nos cubre como un bombardeo. Luego sólo es agua tibia. Apaga los cigarros y los porros, y me llena de espuma la nariz y la boca. Los marihuanos explotan de risa. Sabina no vuelve a aparecer, se fue con la ola.

Salgo corriendo escaleras arriba.

Hace unos meses, los amigos de mi novio compartieron fotos de una de mis amigas, desnuda. Y, como yo no quise cortarlo, todas me dejaron de hablar. Sabina fue la única que se quedó conmigo. O yo con ella. Las escaleras del hotel están llenas de eco aunque estoy sola, subiendo de dos en dos. Por fin, el celular me muestra siete mensajes de ella, en el último dice: «Eres una víbora que manda a sus amigas a la verga por cualquier verga».

Encuentro a mi novio solo en mi cuarto. Se tropieza con sus propias mentiras. En el balcón está la botella rota de Bacardí y casi nada de ron en el piso. Él se quiere defender, pero no sabe cómo sin echar a sus amigos de cabeza.

—Si Sabina le puso el cuerno a su novio con uno de tus amigos —le digo—, ¿por qué la confrontas a ella, y a ellos no?

—¿Para qué la defiendes? Ella se la pasó hablando pestes de ti. 

—Ya dime bien qué pasó. —Si es una infidelidad, no podría importarme menos, pero si es lo que creo que es…

No puede admitir nada. Siento los granos de arena bajo mis pies. Me doy cuenta de que no hemos encendido la luz en el cuarto. Mi novio se va a su hotel, todo histérico. ¿A qué le tendrá miedo este imbécil? ¿A que me entere de que compartió fotos mías con sus amigos? Miedo tengo yo, ¿él qué? Es tan estúpido que no ve la ventaja que me lleva, que sin esas fotos en su celular lo traería de mi pendejo o incluso ya sería mi ex.

Me pongo unas chanclas para salir al balcón. Los marihuanos también se han ido. El mar revienta contra la alberca una vez más y el agua se desborda y se extiende por los pasillos.

A la mañana siguiente, Sabina ha borrado los mensajes de voz. Es difícil entender qué pasó y por qué ella y mi novio se enojaron tanto. Sabina descubrió un secreto en el que prefiero no pensar.

Cuando las fotos de mi amiga salieron a la luz, todos los hombres que conozco las compartieron. Mis amigas no podían creer que siguiera con un pendejo que tuviera que ver con eso. No quise explicarles la verdad, que para mí era demasiado tarde, que si lo cortaba me iba a pasar lo mismo. Preferí quedarme sola y cerca del enemigo. Por un rato, la presencia de Sabina me hizo sentir mejor. No creo que volvamos a hablarnos nunca.

Dejo que pase una señora de limpieza y finjo no darme cuenta de los vidrios en el suelo. Nunca voy a leer al tonto de Bolaño, ni al Pedro Páramo. Lo único que tengo que saber es que al final todos estaban muertos. Que todos siempre habían sido fantasmas. Ojalá esto también termine así. Ojalá me convierta en un fantasma para los que pisaron la playa y jamás me recuerden.

Mi celular vibra dos veces. Al revisar, me doy cuenta de que se apagó. La señora de la limpieza recoge los vidrios. Observo mi teléfono apagado, después el ventilador. Se escucha el mar, las gaviotas y una ambulancia a lo lejos. El aire pesado me presiona el pecho.

Con la pobre mujer haciendo su trabajo aquí al lado, me pongo a llorar. Sabina tiene los boletos de camión para el regreso.

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