La literatura siempre se ha movido cerca de la usurpación, tal vez porque el discurso, como el capital simbólico, termina siendo material, sí, pero sólo en última instancia, y, entre tanto, parece que los límites del discurso son elásticos, que en ellos cabe una cosa y su contraria sin que el conflicto aflore y resulte, por tanto, más sencillo llevar a cabo el delito de apoderarse violentamente o con intimidación de un derecho que, al menos en teoría, correspondería a otra persona. Quiero abordar aquí tres formas, entre muchas, diferentes de usurpación, llevadas a cabo en tres novelas distintas: Stoner, de John Williams; Lo real, que yo misma he escrito, y Tea Rooms, de Luisa Carnés.
Stoner se publicó por vez primera en 1965 y no tuvo apenas repercusión. Reeditada, no obstante, en nuestro siglo, se ha convertido en un éxito de crítica y público. En la página web de su editorial aparecen estas declaraciones de Enrique Vila-Matas: «Impresiona el modo de contar de John Williams, su fuerza inusitada para los dramas minúsculos y para el recuento cotidiano de nuestras resignaciones y decepciones, y sorprende que Stoner, siendo la obra maestra que es, haya podido ser ignorada durante tanto tiempo». Uno más entre los numerosos escritores y críticos que, en diferentes países, la han saludado como una obra perfecta. Señalo esto porque la novela, siendo a veces conmovedora y estando escrita con indudable talento —desde la idea más convencional de esta palabra—, se sostiene sin embargo y sobre todo en una usurpación, o una carencia, o un terrible bienentendido, a saber: el apoderamiento violento de los derechos de un personaje, la esposa de Stoner, Edith, quien es presentada como un ser incomprensible, cruel, desvalido, sí, pero tan infame que al punto se olvida ese desvalimiento. Edith existe sólo para realzar el personaje de Stoner, para que podamos comprenderle, admirarle, sentir interés hacia una vida más o menos común como la suya. Si Stoner, un profesor universitario sin ningún brillo particular, hubiera tenido una esposa cordial, inteligente, situada a su misma altura, la novela se vendría abajo. Porque el propósito de la novela, parece, es honrar la vida de alguien que, sin haber hecho nada especial, tuvo sus deslumbramientos, dio sus batallas, enseñó y padeció y nunca se permitió un grito o una queja. Sin embargo, como quien sólo logra resaltar la altura de una figura situándola junto a otra mil veces más baja, el narrador construye una Edith estridente, espantosa, frente a la cual la figura de Stoner cobra relieve y dignidad.
La novela está escrita en 1965, tal vez entonces el procedimiento no llamase tanto la atención. Hoy, sin embargo, ¿cómo no pensar en Edith? ¿Quién es esa mujer? ¿Cómo es posible que unos rasgos tan caricaturescos pasen hoy, en 2016, por maestría, fuerza, perfección? Es posible, claro, porque se trata del personaje de una mujer, y podría haber sido el de cualquier otro subalterno. La usurpación en las historias de los reyes tiene lugar entre iguales, miembros de una misma clase que se disputan un título. Pero la usurpación generalizada es la de los sectores dominantes que usurpan el poder, los rituales, las tierras, el nombre y aun la voz de quienes poseen muy poco. Así la persona subalterna, al hilo de la hiriente paradoja evangélica —«al que tiene, se le dará; pero al que tiene poco, aun eso poco se le quitará»—, es despojada por los usurpadores. En el caso de Stoner la cuestión no es cómo la literatura aborda ese conflicto, sino cómo se produce el conflicto dentro de la propia ficción.
Esa Edith, para siempre mutilada, permanecerá confinada en el mundo de los personajes literarios, obligada a realizar acciones que no le son propias una y otra vez, no ya siquiera como mujer más o menos oprimida de su tiempo, sino como personaje literario oprimido, estereotipado, expoliado. No podremos ver a esa Edith en situaciones diferentes, no podrá contarnos por qué hizo lo que hizo, contra quién batallaba, cuáles fueron sus molinos y sus gigantes. Ha habido, como ella, millones de personas vivas a lo largo de los siglos, historias que no tuvieron historia, que fueron acalladas, que padecieron un sufrimiento real. A su lado, el trato injusto recibido por un personaje literario es menos que nada. Pero el sufrimiento que no duele de las criaturas que no existen tiene, sin embargo, repercusiones. Contribuye, de nuevo, a que la partida siga desequilibrada, igual que Edith: pues desequilibrarse no es sólo, como parecen querer contarnos, que se desordenen los niveles de algún componente químico en el cerebro, no es tampoco perder las riendas de la propia vida por incompetencia o debilidad; es, además, es, casi siempre, que el desequilibro real, el provocado por quienes abusan de la fuerza, ocupe cuerpos y cabezas, los invada, los saquee.
Sucede así que ni siquiera la lectura es territorio de libertad, sucede que además de que las palabras tengan dueño, incluso en el mundo de la ficción hay seres despojados, por el autor, en definitiva, pero también por el narrador y por los otros personajes, y por los lectores y lectoras que callan, pues ¿por qué habrían de reparar en ello? Pienso en la fiesta salvaje de Edith, trato de imaginar en qué momento y cómo podría ella vivir con alegría, trepar medio desnuda para tomar las frutas de los árboles, desarrollar su inteligencia en el trato cotidiano de un trabajo con sentido, gozar luego del silencio tibio de la biblioteca sin saberse menospreciada, examinada, sentenciada de antemano a ser un personaje subordinado, histérico y rapaz. Qué sencillo debía de ser para quienes un día creyeron en la restitución imaginaria del cielo y la vida eterna. Quienes no creemos pensamos en la historia, y la historia sólo avanza hacia delante, tal vez por eso nos exalta.
Paso ahora a contar la usurpación que quise contar en mi novela Lo real junto con una breve genealogía. La escritura se está haciendo, la escritura no está hecha y en la escritura de mi tercera novela, La conquista del aire, se empezó a hacer Lo real. Trataba aquella novela, a través de la historia de un préstamo de dinero entre tres personajes, de que tal como la pequeña tienda de la esquina no puede elegir libremente la tasa de beneficio que sacará de vender un paquete de galletas, pues esa tasa se fija socialmente, tampoco los personajes pueden elegir el valor que otorgarán a una casa, a un viaje o a un sueldo. Cuando en La conquista del aire uno de los personajes, Carlos, despide a un trabajador, Esteban, ese despido no es una consecuencia evitable, no querida, de una serie de elecciones, como tampoco, salvando las enormes distancias, la muerte de los hijos de Madre Coraje en la obra de Brecht es una consecuencia evitable, no querida, de la guerra. La guerra produce la muerte de los hijos de la cantinera, y el ascenso social de los personajes de La conquista del aire produce el despido de Esteban. Aquella novela intentaba mostrar las estructuras inadvertidas por las cuales el ascenso de Marta, de Santiago, de Carlos, no era fruto de su carácter individual. ¿Quería con ello decir que los personajes no eran responsables de sus acciones? No. Quería decir que los personajes no eran, no tenían acceso al enunciado «ser uno mismo» y, más humildemente, añadir: los personajes son responsables, pero ante quién, ¿quién va a pedirles cuentas de lo que hicieron, quiénes tendrán la fuerza y el valor para pedirles cuentas?
Me preguntaba allí cuánto vale el significado de algunas palabras. No cuánto estamos dispuestos a pagar, sino a cuánto se vende. Ningún miembro de la clase media, también llamada pequeña burguesía, narraba, dispone del capital necesario para apropiarse, para usurpar, el significado de palabras que no le pertenecen, pongamos lealtad, amistad o conciencia. Son otros los que van decidiendo el sentido que la persona de clase media podrá darles. De manera que o bien el pequeño burgués renuncia a una parte sustancial de su vocabulario, lealtad pero también amor, justicia, ideales, o bien deja de preciarse de llamar al pan, pan y al vino, vino, y aunque dice amor dice en realidad amor a quienes puedan compensar sus tensiones sociales. Dice tener conciencia, sí, pero sólo de aquello que le permita vivir sin odiarse; dice amistad, pero siempre que el amigo no se convierta en rémora ni en testigo de un triunfo nunca merecido, pues triunfo no es tampoco una palabra a cuyo significado tenga derecho el pequeño burgués: no tiene derecho, no suele ejercer tampoco la violencia de la usurpación, por eso termina comprándolo a costa de su vida.
Después de esa historia, el único paso posible era renunciar al nombre que nos dan, partir ya no del «somos» o del «yo soy» sino del «somos llamados». Y es que aquellas personas a quienes les ha sido arrebatado, o quizá nunca en verdad dispusieron del uso de algunas palabras, ¿cómo habrían de poseer el uso de su nombre? No podemos llamarnos, nombrarnos, a nosotras mismas, no tenemos palabras con qué definirnos, ni libertad, amistad o conciencia, entonces sólo podemos hacer un llamamiento, una convocatoria de lucha contra la autoridad. ¿Contra qué autoridad? La autoridad que quise poner en cuestión en Lo real es la autoridad de los relatos dominantes.
¿Recuerdan el cuento La pastora de ocas, recogido por los hermanos Grimm? Es la historia de una usurpadora. Hay una princesa prometida a un príncipe que vive muy lejos. El padre de la princesa ha muerto y su madre, cuando se acerca el día de la boda, prepara la dote de su hija con muchas cosas valiosas: muebles elegantes, vasijas de oro. Y proporciona también a la princesa una sirvienta que se compromete a llevarla sana y salva hasta su novio el príncipe. Además, la madre le da a su hija un caballo que habla y un pañuelo encantado que la protegerá.
Después de largas horas de viaje, la princesa se detiene en un arroyo y le pide a la sirvienta que se apee del caballo y le traiga agua. Pero la sirvienta se niega: «Apéate tú», le dice. «Si tienes sed, ponte de rodillas e inclínate a beber. Yo no elegí servirte y no seré tú esclava». La princesa está muerta de sed y no tiene más remedio que desmontar. Esta secuencia se repite tres veces. La tercera vez, cuando la princesa está inclinada sobre el arroyo, el pañuelo cae de su pecho y queda flotando. La princesa, sumida en sus tribulaciones, no se da cuenta, pero la sirvienta sí. Se alegra porque sabe que ahora la princesa está indefensa. Y cuando la princesa intenta montar su caballo, la sirvienta le arrebata las riendas: «Ahora tu caballo me pertenece y mi rocín será lo adecuado para ti». La sirvienta obliga también a la princesa a cambiarse las ropas y le amenaza con matarla si cuenta lo que ha pasado.
Cuando ambas llegan al palacio del príncipe todos ven en la sirvienta a la verdadera novia. A la princesa en cambio la envían a cuidar ocas con un pastor. La sirvienta manda matar al caballo que habla, pero la princesa se entera y pide al matarife que cuelgue su cabeza en la puerta de la ciudad. Y cuando la princesa pasa, el caballo habla, y así ocurren otros extraños sucesos que llegan a conocimiento del rey. El rey habla con la princesa, averigua la verdad y concede a la princesa la mano de su hijo. En cuanto a la sirvienta, es castigada a «meterse desnuda en un barril tachonado por dentro de clavos afiliados, y que dos caballos blancos la arrastren por las calles hasta que muera».
Este cuento de hadas, en las actuales recopilaciones que he consultado, figura como un cuento sobre la mentira, un cuento para enseñar a las niñas que no hay que mentir. No necesito añadir que en ninguna de esas recopilaciones se dice que el cuento sirva para aumentar el control de los señores ni para persuadir por el miedo a los criados, persuadirles de que no deben querer ser otra cosa. Pues al fin la cuestión con la usurpación es afirmar o negar que exista la libertad de explotar, y por tanto la supuesta legitimidad para exigir servidumbre. Con Lo real quise escribir una novela en donde las palabras de la supuesta usurpadora, «Yo no elegí servirte y no seré tu esclava», recibiesen por fin alguna recompensa.
Lo diré de otro modo: desde mi punto de vista, el personaje de Lo real, Edmundo Gómez Risco, quiere disputar la hegemonía de uno de los relatos fundadores de la sociedad capitalista, el relato de la ambición. Este relato construye no sólo el imaginario presente, sino también el imaginario futuro de los individuos. Y este relato dice, sigue diciendo a pesar de las crisis interminables, que las personas pueden ambicionar subir de un puesto a otro, que mejoren sus sueldos, que sus sueldos les permitan tener una casa para vivir y, si son muy afortunados, comprarla para que la hereden sus hijos. Es el relato hegemónico, un relato que encubre el mecanismo real del capitalismo. Porque la ambición del capitalista no ha sido nunca un trabajo con un buen sueldo, ni siquiera un trabajo con un sueldo millonario y un contrato blindado, etcétera. La ambición cumplida del capitalista es la propiedad de un gran medio de producción. Si las luchas en la escala social se organizaran de acuerdo con esta ambición, si desde el primer pistoletazo de salida el objetivo de cualquiera fuera adquirir la propiedad de un gran medio de producción, entonces esta sociedad capitalista se desintegraría. Por eso se ha construido el otro relato, el de ser una buena persona y mantener bien a la familia y adquirir una buena reputación. Edmundo Gómez Risco quiere romper ese relato, poner en evidencia la figura ausente, aquello de lo que no se habla, a saber: ¿quién decide y en qué momento que el destino de una persona sea aspirar a un trabajo y a la cadena de aspiraciones que el trabajo trae consigo, en vez de aspirar a un medio de producción? O, dicho de otra forma, la contradicción principal no estriba en que haya o no haya trabajo para todos, sino en que haya medios de producción para todos, y si no los hay, diría Edmundo, entonces rompamos la baraja y pongamos en marcha la usurpación. En efecto, Edmundo no consigue su medio de producción por méritos, lo consigue porque usurpa otras identidades y no acepta las reglas del juego. Pero ni siquiera entonces es libre: sigue siendo obligado a explotar a otros. Tal como ha escrito Juan Carlos Rodríguez en De qué hablamos cuando hablamos de literatura, «en realidad, lo que el capitalismo ofrece es la libertad de explotación: libres para explotar, libres para ser explotados. Sólo que con ello aparece también un hecho asombroso: el sueño de una libertad sin explotación que ha venido deslizándose hasta hoy».
Tres formas, entre muchas, decía al principio, de usurpación. Usurpar, desde el poder, la voz del subalterno; usurpar, desde la ficción, el poder de «quien manda». Entro en la tercera y última que abordaré: usurpar desde la historia de la literatura. Se trata de lo sucedido con la novela Tea Rooms, de Luisa Carnés, una escritora republicana, comunista, dejada fuera, durante décadas, de la historia de eso que llaman literatura. Es un libro moderno en su escritura… Detengámonos aquí, pues cada vez que la crítica, los reseñistas, quienes han querido rescatar esta novela, hablan de ella, deben acudir a esta palabra, moderno, porque intuyen que si empiezo contando de qué trata sin decirla primero, nadie escuchará. No lo hará aunque sea cierto que su escritura es moderna, el manejo de los tiempos verbales, las descripciones, cómo vuela el punto de vista. La novela cuenta la vida de varias empleadas de un salón de té en el Madrid de los años treinta. Si bien se centra sobre todo en Matilde, una empleada que va adquiriendo conciencia política, el libro planea por otros personajes, repara con talento en los detalles —esos detalles que tanto le gustaban a Nabokov cuando se trataba de describir el brillo del pastel de frambuesa en una merienda campestre, pero no si lo que se describe son los gestos de la empleada mientras prepara la bandeja que después alguien compra para llevar a la cínicamente ingenua merienda campestre— y dibuja una tercera salida de la encrucijada, la guerra revolucionaria.
Si la llamada Guerra Civil Española la hubiera ganado la República, si en la encrucijada descrita por Luisa Carnés se hubiera tomado otro camino, hoy su libro se estudiaría en los institutos. Su libro sería una de las palancas en las que se habría apoyado el cambio revolucionario que desde los años treinta habría por fin logrado sacar a las mujeres de la gravosa disyuntiva entre la prostitución y el matrimonio entendido como otra cárcel, como otro lugar donde vivir la explotación y la abnegación, dejar de ser para que otros sean y no hacerlo por voluntad sino por necesidad.
Luisa Carnés construyó su historia para que fuese posible imaginar, y estuviera así más cerca la posibilidad de emprender un camino distinto, la lucha consciente y revolucionaria. Pero esa lucha se perdió y hubo que esperar años y años para que lo que habría podido suceder al año siguiente sucediera en cambio décadas después, llevándose por delante varias generaciones de mujeres sin estudios, sin autonomía, y a todas las que aún hoy viven aturdidas, asustadas, sin medios para defenderse. Por eso las derrotas no son pausas, son retrocesos. Porque no podemos volver a empezar desde lo que hubo sino desde sus ruinas, y el tiempo de la reconstrucción se va llevando nuevas vidas por delante. Por eso es necesario no arroparse con el idealismo que nos permitiría olvidar esas ruinas y creer que algo permanecerá siempre mágicamente vivo. Está bien que hoy la novela de Luisa Carnés se haya reeditado, que reciba atención mediática y —esto aún queda pendiente— la suficiente atención académica como para entrar en la historia de la literatura por derecho y no por la condescendencia de quienes, hoy por hoy, asumen, vale decir detentan, la propiedad de esa historia. No obstante, que algo permanezca vivo no depende siquiera de que alguien lo rescate y vuelva a darle aliento. Porque durante un tiempo no lo estuvo. Y la carne no resucita. Y el tiempo se va.