Barrancabermeja, Colombia, 1963. Su novela Tríptico de la infamia (2014) le valió el premio Rómulo Gallegos en 2015. Este texto forma parte del libro inédito Postales sonoras.

Hay un primer Liszt que impresiona por su precocidad. Es como una continuación del pequeño Mozart. Sólo que han cambiado algunas circunstancias. Al clavicordio ilustrado sucede el pianoforte romántico y el prodigio ahora viaja por Europa con su padre, y no lo acompaña ninguna hermana que alivie con juegos y cuentos la difícil sucesión de los días y las noches. El pequeño Liszt también es un poco enfermizo. Una exhalación pálida que atraviesa los salones y las cortes de Europa, dejando tras de sí aplausos perplejos. El niño seduce de inmediato cuando se sienta frente al teclado. Es desde entonces una corriente de fuego trasladada a las manos.
Hay un segundo Liszt que es, sin duda, el primer dandy del piano. París, hacia 1830, se erigía como el centro cultural de Europa y desde allí habría de iniciarse una radical transformación de los gustos artísticos que marcarán el horizonte del siglo XIX. Liszt, junto a Berlioz y Chopin, en el plano de la música, se encargará de llevarla hasta extremos insospechados. Tanto es así que serán necesarias varias generaciones de compositores y musicólogos para comprenderlos del todo. De hecho, fueron Bartók y sus contemporáneos quienes sopesaron verdaderamente los aportes de Liszt, opacados por la excesiva luz de Wagner. Pero por ahora el pianista es un joven apasionado que sigue los acontecimientos de julio de 1830. La primera fotografía de Liszt data de esos días. Es una imagen que refleja con nitidez ese carácter de la elegancia romántica en que morbidez y ensimismamiento, volcanismo contenido y anatomía seca, se confunden. Ignoro quién es el autor de la imagen, pero corresponde al periodo en que el músico inicia la vida trashumante del virtuoso. Es también el periodo en que Liszt ha entendido que la música sin la literatura es como una estatua sin pedestal, como las olas de un lago desprovistas del viento que las mueve. Sucedida la primera crisis amorosa, hacia 1828, Lizst se refugió en la religión —siempre será un católico con ideas irreverentes— y en la literatura. Va a la iglesia todos los días y el resto del tiempo se introduce en los grandes autores de antes y después. Lee a Homero, a Dante, a Shakespeare, a Goethe, a Chateaubriand, a Victor Hugo. Con estas lecturas no faltará mucho tiempo para que irrumpa en el panorama de la música con una invención que es completamente suya: el poema sinfónico.
Gracias a sus giras internacionales el piano se moderniza. Como decía Berlioz, Liszt era ya por esos años el pianista del porvenir. De la mano de Sébastien Érard, quien construye el primer pianoforte francés en 1777, Liszt será el emisario de esta nueva sensibilidad que es fogosidad y desmayo, demasiadas notas a través de la cuales el público cree entrever los infortunios y los éxtasis. En realidad, él es el primero que inaugura el recital de piano tal como lo entendemos ahora. Una suerte de acróbata de las teclas, egocentrismo puro, sentado delante de la gente a interpretar las obras de un solo compositor. Liszt lo hace con Beethoven, Schubert, Chopin y Schumann, y luego dará los recitales con sus propias obras. Con él se empieza, igualmente, a democratizar un tipo de música que antes estaba destinada a los gustos de los económicamente elegidos. No sólo los aristócratas y los burgueses aclamaron a Liszt. El pueblo también se inclinó hechizado ante sus manos capaces de extraer manantiales, suspiros de amor, lagos encantados, tormentas espantosas, campanas agrestes, cabalgatas revolucionarias, misticismos medievales y alucinaciones en las que se ahogaba la tonalidad y la música del futuro se asomaba con claridad inquietante.
Esta antorcha musical —Liszt era flaquísimo, como una figura del Greco pintada por Delacroix, y sólo hasta la vejez su peso aumentó un poco, y tenía unos cabellos bravíos que mantuvo siempre largos— no pasó desapercibida para los medios de comunicación de la época. Las caricaturas que le hicieron son uno de los episodios más divertidos de la representación musical de todos los tiempos. La figura del dandy se ridiculiza. Adquiere los contornos de una elasticidad grotesca. Una plasticidad hecha de unas manos que arrasaban cualquier piano. Y no era una exageración de los caricaturistas, pues en esos recitales Liszt salía a un escenario donde lo esperaban dos o tres pianos que, al cabo de las horas, terminaban pulverizados. Las caricaturas muestran a un palo con pelo, una sonrisa de brujo, las dos manos inmensas sobre un piano diminuto y los sonidos, como hormigas o mariposas o alacranes, huyendo del teclado. Hay una en la que el hombre ataca al piano con dos martillos. En otra, un Liszt extático en su propia interpretación no se da cuenta de que se le han encaramado varias damiselas al instrumento. En otra más, el viejo compositor, ya convertido en abate, se despliega sobre el instrumento con sus dos manos que tienen un no sé qué de criaturas energúmenas.
Pero, pese a este encanto que deja el intérprete entre los oyentes, Liszt es quizás el compositor más atacado del Romanticismo. Pasada la temporada del concertista que dura hasta 1847, surge el periodo de director de orquesta en Weimar y su carrera como sinfonista. Todos los sectores musicales se lanzaron entonces contra esta obra bizarra y anticipatoria que tiene en los trece poemas sinfónicos, en las dos sinfonías y en su música religiosa los momentos más complejos. En tal sentido, como dice Émile Haraszti, Liszt fue el músico más solitario del siglo XIX. En Francia sólo veían en él al virtuoso circense. En Alemania la cruzada contra Liszt la organizó el círculo próximo a Robert Schumann. Desde su esposa Clara hasta su discípulo Brahms arremetieron contra esta plaga sonora. Berlioz terminó pensando que la música de Liszt era la máxima degradación del arte. Los wagnerianos lo consideraron persona non grata. No solamente la correspondencia del mismo Wagner está salpicada de comentarios mezquinamente negativos sobre la obra de su suegro, sino que la hija querida de Liszt, Cosima, le prohibió a su padre ir a Bayreuth, el templo de la ópera nacionalista alemana. Liszt, promotor como pocos de la obra de su yerno, nunca fue invitado como director y, por supuesto, ninguna de sus obras, que influyeron y moldearon la música del nibelungo, fue tocada allí.
En una carta a Mihalovich, Liszt explica esta coyuntura de unánime rechazo: «Todo el mundo está contra mí. Católicos, pues consideran profana mi música de iglesia; protestantes porque para ellos mi música es católica; masones porque sienten que mi música es clerical; para los conservadores soy un revolucionario; para quienes creen en la música del futuro, soy un falso jacobino. En cuanto a los italianos, sin son garibaldianos, me toman como un mojigato; si están del lado del Vaticano, me acusan de llevar la gruta de Venus al altar. Para Bayreuth, no soy un compositor, sino un agente publicitario. A los alemanes les repugna mi música porque es demasiado francesa, a los franceses porque es demasiado alemana, para los austriacos yo hago música gitana; para los húngaros, música extranjera. Y en cuanto a los judíos, me detestan, tanto a mí como a mi música, sin ninguna razón».
Por una silbatina que le hace el público en el teatro musical de Weimar, ante una obra que decide estrenar (El barbero de Bagdad de Cornelius), Liszt renuncia al cargo de director de orquesta en 1858. Entonces se consagra completamente a su obra. De ese año son las fotografías que le toma Franz Hanfstaengl en Múnich. El dandy aún está fresco en estas dos imágenes. Es un hombre interesante, como dicen las jóvenes a propósito de quienes franquean los cuarenta años. En ambas vemos el porte refinado del cuerpo, las manos sólidas y hermosas; en la izquierda, un anillo que no puede ser de matrimonio porque para entonces Liszt estaba con su amante, la princesa Caroline Zu Sayn-Wittgenstein, y no podían casarse porque el marido, un noble ruso celoso hasta la desesperación, lo impedía a toda costa. En la segunda de las fotografías nos enfrentamos directamente a la mirada del compositor. Parece nimbada de amargura y de resentimiento. Pero, a la vez, no puede haber mayor seguridad que la reflejada por esos ojos. Es como si Liszt estuviera pensando, y nosotros pudiéramos oír sus pensamientos, que en los caminos de la composición musical lo suyo se asoma definitivamente a lo que vendrá después. Y es que los aciertos de la obra de Liszt se aprecian de forma casi natural hoy en día. Pero en esos años pasaban por meras ridiculeces, por caos incomprensible, por poses mundanas. Cuando se escucha progresivamente en el tiempo de su composición esta música, se concluye que su objetivo fue liberar a la melodía de las cadenas de la tonalidad, poner en cuestión el dualismo mayor-menor, desbarajustar las formas y desintegrar los temas. Por ello, y aunque durante años se creyó que había sido Wagner el padre de semejantes rupturas —piénsese en el cromatismo del preludio de Tristán e Isolda o en las raras modulaciones de su melodía infinita desparramada en sus últimas óperas—, es en Liszt, y por claras razones cronológicas, en donde hay que buscar la fuente de estas transgresiones. En verdad, Liszt se adelantó demasiado a todo y por tal razón demoró tanto en comprendérsele. Como paisajista que es en sus Años de peregrinaje, ese formidable compendio del piano romántico, se acomoda sin problema entre los impresionistas Debussy y Ravel. Como buscador de las raíces musicales de su Hungría natal, prepara el camino de los nacionalismos de la segunda mitad del siglo XIX europeo y de los que luego se explayarán por los territorios de América. Con Liszt, es cierto, estamos ante una apoteosis, a veces desesperante, de ese Romanticismo vistoso y maromero. Pero hay otro Liszt que se encargará de desromantizar la música. Y no hay nada más saludable en el itinerario de un artista que ver cómo él mismo se critica y cómo logra superarse. Sólo basta escuchar el abanico de sus Rapsodias húngaras para darse cuenta de cómo una música va desprendiéndose poco a poco de las cadenas tonales de una época para nombrar ya el abstraccionismo de un arte que todavía demoraría en consolidarse. Sólo un rebelde auténtico pudo haber hecho una música de estas características donde aparecen con claridad los rasgos de la música modal, de la música impresionista, de la música cubista, de la música politonal y atonal y de la música del subconsciente. Como lo afirma Haraszti, Liszt será siempre el gran músico del mañana.
Y está la fotografía de Nadar. Se trata del Liszt postrero, que es el más total de todos y acaso el que más me apretuja el corazón de emoción admirada y agradecida. Porque ese rostro es el de los resistentes y los dignos. La imagen es de 1886, último año de vida del compositor, y no se sabe muy bien en dónde se tomó porque su cosmopolitismo fue tan intenso que podría decirse que no hay mejor modelo para la Europa libre y abierta de entonces —de esa Europa que acaso inicia con Erasmo de Róterdam y se prolonga hasta la de George Steiner— que este andarín incansable, este políglota seductor, este sibarita con aires de monje y gitano que por un tiempo fue el mayor pianista, el mejor director de orquesta y el más audaz compositor de su época. Ahí está entonces el viejo bondadoso, de ojos todavía verdes, que ha dejado la Roma de su retiro de abate, y está de paso por París. Su estadía es corta, del 20 de marzo al 3 de abril. París por fin lo recibe, ya no como el saltimbanqui del piano de los años en que Berlioz, Delacroix y Hugo eran la vanguardia revolucionaria. Ahora en la iglesia de Saint-Eustache se tocan con gran éxito la Misa de Gran, Los preludios y Orfeo. Liszt ha hecho las paces con su hija Cosima y, muerto Wagner, ha prometido ir a Bayreuth al matrimonio de su nieta y a la representación de Parsifal. Cuando piensa en ese retorno al santuario de su yerno, es muy posible que siga albergando la esperanza, en lo más hondo de sí, de que su tiempo vendrá y que puede seguir esperando y que por ahora los laureles son para ese genio teutónico que una vez, al menos una vez, tuvo la sensatez de decir en público que Liszt era el más músico de todos los músicos. Es el último año de una vida agitada en la que los debates artísticos, el espionaje político y las tormentas del amor estuvieron a la orden del día. En enero deja Roma y en el camino a Budapest se hace leer pasajes de un escritor ruso muy de moda llamado Tolstói y con quien simpatiza inevitablemente. Luego pasa por Viena, que fue la ciudad en donde estudió piano con Czerny, bajo continuo con Salieri y en la que, según una versión no del todo verificable, fue besado por Beethoven. Beso que fue el bautizo dado por aquel Romanticismo que inició con el sordo y que Liszt mismo llevaría hasta las postrimerías del siglo.
El catolicismo de Liszt fue veraz, pero no exento de los toques sensacionalistas de su tiempo. La noticia de la investidura de las cuatro órdenes menores, en julio de 1865, fue recibida entre la estupefacción y la burla. Pero sea esto una postura típica de la época, y un motivo más para volverse tema de actualidad, Liszt salió al paso diciendo que su decisión obedecía no al hastío del mundo, ni al cansancio dejado por una carrera musical llena de sobresaltos, sino a un sedimento místico que desde la infancia habitaba en su espíritu. Que Liszt se hiciera acompañar siempre de sus bellas alumnas, al modo en que Vivaldi lo hizo con las suyas siglos antes, sólo importa para los chismosos malintencionados o para un escritor que quiera hacer un cuento musical tocado con erotismos de otoño. Lo que resulta llamativo, desde el punto de vista de la fe de Liszt, es que su música religiosa es de una autenticidad impresionante y representa el culmen de su obra. El compositor que Nadar fotografió en París es, pues, un hombre célebre, que lee el breviario y asiste a misa cotidianamente en medio de los comentarios insanos que despierta su figura.
Terminada la sesión con Nadar, el compositor sale de París rumbo a Londres en donde es aplaudido su oratorio La leyenda de Santa Elizabeth. Le queda todavía tiempo para hacerse unos exámenes médicos en Halle. Allí le diagnostican una hidropesía alarmante y unas cataratas avanzadas. Su última aparición en público parece ser que se dio en el Casino de Luxembourg. Allí tocó el Sueño de amor, la pieza para piano más representativa de ese siglo XIX tan vaporoso y lánguido en los lechos y tan explosivo en la política. Liszt estaba cansado y vaciló en ir a Bayreuth a escuchar Parsifal. Pero lo hizo. Le había dado su palabra a Cosima. Días después, el 31 de julio, murió en esa pequeña ciudad donde siempre fue un extraño. Estuvo rodeado de sus alumnos que lo quisieron y lo respetaron y prolongaron su magisterio pianístico hasta bien entrado el siglo XX. El verano era fulgente y el verdor de las enredaderas cubría los escalones de la casa número 9 de la calle Wahnfried. Hans Brand, fotógrafo amateur, se introdujo en la habitación del fallecido y le tomó una fotografía. Muy pronto la imagen le dio la vuelta al mundo. Liszt está vestido de clérigo. Tiene en una de sus manos un manojo de rosas rojas y en la otra, uno de myosotis. Nada más apropiado para este cantor de la naturaleza y del amor. Las flores, dicen, fueron sus compañeras en el féretro.
