(Guadalajara, 1982). Su libro más reciente es «Esto no es una canción de amor» (Paraíso Perdido, 2020).
Cuando me invitaron a participar en esta presentación, lo primero que pensé fue «yei, nuevo libro», no voy a negarlo. Lo segundo que pasó por mi mente es que siempre es una buena noticia cuando se abren espacios para compartir la escritura y que tienen el superpoder de recordarnos que la publicación de nuevas voces no tiene que estar limitada a los espacios Editoriales, con e mayúscula, sino que también puede ser una forma de rebeldía, de disidencia, de resistencia. De fe en la palabra y en el entusiasmo de crear nuevos puentes entre quien escribe y quien lee. Es un esfuerzo que siempre vale la pena y que debemos mantener vivo.
Así que después de que el libro de Roberto Ramírez Flores llegó a mis manos, me sumergí en los confines de sus Líneas imaginarias.
Hace poco alguien compartió en sus redes sociales un decálogo del cuento, escrito por Julio Ramón Ribeyro, y el primero de los mandamientos es que el cuento debe contar una historia. Suena muy obvio, pero en el fondo intuyo que en realidad quiere decir que la historia que narra debe valer la pena contarse, y si lo pensamos desde ese punto de vista ponemos a quien escribe en un embrollo bastante difícil, porque cómo se justifica contar una historia. Yo voy a intentar hacer eso con Líneas imaginarias.
Los cuentos de este libro me dejaron un sabor de boca muy familiar.
Me recordaron a esos acontecimientos clave de la vida de cualquier persona que la empujan a dar un volantazo o que marcan la línea que divide una época de otra, ya sea por el cambio de edad, la pérdida de la inocencia —que es también un poco como perder la esperanza en que algo será mucho mejor de lo que es ahora— o el inicio de una nueva forma de felicidad o miseria.
Lo curioso es que esos acontecimientos no son necesariamente dignos de aparecer en la biografía autorizada de nadie, porque algo sucede entre el momento en que ocurren y la oportunidad de contárselo a alguien más. En la biografía de una persona, el texto diría que el acontecimiento que marcó la vida del protagonista fue, digamos, el abandono de su madre. Ahí se hace la marca: Con la Madre, o CM, y Sin la Madre, SM. Sin embargo, quienes hemos sufrido cualquier pérdida sabemos que el mundo se derrumba no en el momento en que pasa la pérdida (no cuando se da el último aliento en la cama, cuando se dice adiós para siempre en el marco de la puerta o al ver el cadáver descender a la tumba) sino mucho tiempo después —o incluso desde antes. Hay gente que comienza el duelo con anticipación al conocer el diagnóstico pesimista o cuando descubre que ya no ama a su pareja—, en el instante en que quisimos hacer algo que siempre hacíamos con esa persona y nos dimos cuenta que ya no podíamos, por ejemplo. O cuando nos vuelve a decepcionar, por décima ocasión, de la forma menos dramática posible.
Explicarle eso a otra persona que no se abruma de tristeza no siempre es fácil. No es lo mismo decir «Mi madre me rompió el corazón el día que me abandonó» a «Mi madre me rompió el corazón cuando, por enésima ocasión y sin que me sorprendiera, no le cumplió a mi hermana». Ese momento clave no podría contagiar el peso, el dolor o la amargura que invade a quien lo cuenta y a su interlocutor, a menos que hubiera estado ahí.
Otro caso: si les dijera que a mi padre se lo llevó la policía un día que estaba conmigo en el parque, se pondrían en modo reportero de inmediato: por qué, cuándo, dónde, quiénes más estaban ahí, cómo me di cuenta, qué me dijeron, cuál fue su despedida, cuántos policías eran, ¿hubo disparos?, ¿muchas patrullas? Pero lo que yo recuerdo es lo que ocurrió alrededor de ese momento: las resbaladillas altas, el metal caliente de los columpios, la niña que me enseñó a balancearme por mí misma porque a partir de ese día mi papá no iba a poder hacerlo. Seguro perdería la mitad del auditorio, los escuchas del podcast, los retuits del hilo. Pero es que para entenderlo bien tendrían que haber estado ahí.
Leer los cuentos de Roberto es eso: estar ahí, saborear, oler, padecer los instantes que les dan a estos personajes la certeza de que algo está cambiando. Y quizá no es un cambio dramático, como ganarse la lotería, encontrar el amor verdadero y eterno o tener una venganza estrepitosa y catártica. Pero rara vez los cambios son así de dramáticos, lo que no les quita lo significativo. Lograrlo en la narrativa no es cosa sencilla. No cualquiera puede contar una historia, como decía Ribeyro, pero cuando encontramos a alguien que sí lo hace vamos a querer seguirle la pista.
Las historias de Líneas imaginarias son más que verdaderas ventanas a las soledades más agridulces de sus protagonistas, que por lo que nos dice ya han atravesado muchas o están por conocer otras más grandes, pero esas que eligió para los cuentos son las más devastadoras. Es poner las manos en los estribos de una máquina de toques que nos permite sentir, con toda su fuerza, lo que su autor quiere. Así que quizá estos protagonistas ya no están tan solos, ya no estamos tan solos. Tenemos, pues, un asiento privilegiado para asomarnos a lo que nos define como humanos y, sobre todo, agradezco que aparezcan personajes femeninos que no piensan en sus senos turgentes o lo húmedo de su sexo aun si están sintiendo deseo, ya no hablemos de cuando tienen miedo, urgencia o cansancio. Es bueno saber que sí hay escritores que se esfuerzan.
Así que, si se lo preguntaban: sí, las historias de Roberto están justificadas y Veinti6 Veinti8 está en lo correcto al sentirse orgullosa de compartir sus cuentos con nosotros
Leído el 29 de junio de 2023, durante la presentación de Líneas imaginarias, de Roberto Ramírez Flores. Editorial Veinti6 Veinti8, Guadalajara, 2023.