Limosneros de maledicencias amén de murmuradores

Raúl Olvera Mijares

Saltillo, Coahuila, 1968. Su libro más reciente es La ciudad y la tarde. Relatos (Secretaría de Cultura de Coahuila/Consejo Editorial del Estado, 2018).

La fauna de los periodistas es variada, va desde las ubicuas musarañas y demás secretos insectívoros, como la talpa o el topo, hasta llegar a las fieras carniceras, entre coyotes, lobos, linces, onzas, ocelotes, pumas y hienas. Tigres y leones figuran en otras ligas las cuales, más bien, depredan a los primeros, erigiéndose en una suerte de flor y nata o, simplemente, élite. Las hienas, no obstante, hermanables por naturaleza, cuando forman caterva, bajo sabio liderazgo de añosa matrona, se atreven, en ocasiones, a desafiar a los mismos leones.

Esas escaramuzas o lides, naturales de la sabana, a menudo, suelen escenificarse en medio de la gran urbe, justo al interior del sancta sanctórum, en adusto recinto de Palacio. Recuerdo tantos rostros conocidos de lejos, de esos bizarros e incansables ganapanes quienes, mes tras mes, se apersonan a mendigar, de manera puntual, los despojos que siempre han de quedar del gran banquete, sustento necesario para famélicos estómagos, remedio sin duda para esa gana atávica y ancestral, que nada colma ni nada ha espoleado tampoco, más allá del deseo jamás satisfecho de novedad. Ese olor del escándalo a carnes pasadas, gran calamidad para el hombre político, es irresistible invitación para las hienas, las mangostas, arrojadas enemigas de ponzoñosas cobras y de comadrejas que, no por menudas, son menos audaces y sedientas de sangre.

Las intrigas de Palacio son pasto y acicate para alimañas de todo jaez, de pelos y pintas dispares. Ninguno de esos mamíferos es desdeñable, por minúsculo o menguado que se antoje, aun los topos invidentes, de aspecto repugnante, rosados y casi desnudos, a guisa de diminutos ratoncillos recién paridos removiendo, entre raíces y tubérculos, logran encontrar algo en que fincar el diente. Las pegajosas y alargadas lenguas, con las que atrapan a las inquietas hormigas y a las lúbricas lombrices, son duchas y diestras, al momento de percibir un regusto, raro y exquisito, el de esos rumores, que no son nada en concreto, en sí mismos, apenas signos y trazas, donde quieren insinuarse conatos de verdaderas intrigas, bocados exquisitos, que no dejan de agitar esas innúmeras patas y antenas.

Involuntarios cómplices en el magno proyecto de adoctrinar a las pasmadas y dóciles masas, divulgar lo que convenga a los intereses de los encumbrados, así como allanar cualquier dificultad o inconveniente que pudiese desprenderse respecto de supremos designios. Inconscientes peones, de quienes se vale el aparato de propaganda, inocua carne de cañón, meros ecos de otros ecos, tropa de leva que no cumple otro fin que el descaminar, encandilar, sembrar la confusión, mantener dormidos los espíritus, autónomos y sin compromisos, si es que algunos quedan aún perdidos por ahí. Más les valiera congregarse en los atrios de los templos, bien apertrechados con canastilla de mimbre, a fin de opacar el rumor de las tintineantes monedas.

Hay periodistas de carrera y pobres de solemnidad que se congregan, con la mano extendida, a implorar la voluntad. Todos tienen derecho a hacer su busca, ir por el mundo, crecer y multiplicarse. Sólo que la granuja es más humana, parte imprescindible del paisaje citadino, espíritu de las entretelas de Palacio, puerta chica de la República, fauna menuda de la vida cívica. Pido solidaridad para con estos, sal de la tierra, criaturas, si no inocuas, al menos bulliciosas y vivaces, que jamás se están quietas, nunca se conforman, aspiran a ser, en la impasividad de apetecido nirvana, pequeños monjes budistas, empeñados en desdeñar las grandezas del universo, obsesos con nimiedades etéreas. En la penitencia llevan asegurada la gloria, paradójicos procuradores de un paraíso inexistente, con un puñado de monedas se dan por bien servidos, poniéndose particularmente felices y contentos, por navidades. Parásitos, acaso, si bien no menos que aquellos que figuran como señores, esos claros varones, los llamados prohombres o si se prefiere políticos, que quiere decir urbanos o bien citadinos, meros vasallos de quienes los revistieron con esas altas encomiendas, los que verdaderamente mandan, esa opaca e inalcanzable cúpula.

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