El título de este texto refiere otras dos novelas: Grandes esperanzas, de Dickens, y Las ilusiones perdidas, de Balzac. Y no porque Blanco Trópico sea una novela de aprendizaje como las citadas, sino porque Blanco Trópico, el espacio ficcionado en la obra de Adrián Curiel Rivera, es a un mismo tiempo receptáculo de esperanzas grandes e ilusiones extraviadas para Juan, el protagonista, y a veces narrador de sus andanzas y cuitas. Juan Ramírez Gallardo, nuestro antihéroe cuarentón, es licenciado y doctor en economía por la unam y la Universidad Complutense, respectivamente; aficionado a la escritura de cuentos, casado en Madrid con la bióloga argentina Marcia, y caído por tierras tropicoblanquecinas de diciembre de 2003 a mayo de 2007, el abanico temporal de la historia de Juanuco en Blanco Trópico.
La novela se confecciona en nueve capítulos, dos de ellos dedicados a la prehistoria de Juan y Marcia antes del arribo a Blanco Trópico, acciones que acontecen en las otras geografías surcadas por los personajes: Madrid, la Patagonia y Ciudad de México; los siete restantes apartados se ocupan del acomodo del matrimonio en la isla —Marcia llega contratada para asesorar un vivero—, del ocio y la desesperación del desempleado Juan que escribe en los cafés y busca curro en la sección de clasificados del Diario de Blanco Trópico y en instituciones educativas; también dentro de estos siete capítulos se nos describe cómo encuentra su primer empleo de profesor suplente en una universidad de apáticos fresas y su inserción en el mercado laboral dentro de un rocambolesco centro de investigación interdisciplinario, ámbito con el que abre y cierra la ficción de Curiel Rivera.
Juan nos sugiere al tipo de protagonista analizado por Lukács: un personaje degradado inmerso en una sociedad degradada. De este modo, podemos considerar en primer término al personaje vencido por las circunstancias: un antihéroe cuyas aventuras son la búsqueda de vivienda, el rastreo de un empleo acorde con su formación, soportar desplantes de directivos académicos, mantener una relación estable con su recién estrenada paternidad y con su mujer, sobrevivir unos días en medio de la selva de los indios yomas para conservar y defender su empleo, que pende de un hilo; en segunda instancia retomamos a la contradictoria, y a veces perversa, sociedad de Blanco Trópico. Ambas visiones, tanto la del protagonista como la de su medio circundante, están permeadas por escenas desopilantes y ridículas, en las que la parodia y el sarcasmo configuran las mentalidades de esa pequeña república bananera enclavada en medio del Atlántico.
Dice don Ramón del Valle Inclán que un narrador puede mirar de tres maneras a sus personajes, de acuerdo a la perspectiva elegida; la tercera modalidad es la que más nos interesa destacar para comentar esta novela, y ocurre cuando el narrador atisba al protagonista de arriba hacia abajo, ya que considera inferior al héroe, lo que da pie a las chanzas o a las burlas plasmadas en la configuración de los rasgos de Juan, un noble perdedor. Esta posibilidad se rastrea en la novela de Curiel, pero no sólo el narrador se mofa o se sitúa por encima de su protagonista, sino también su mujer, otros personajes, y hasta el propio héroe al burlarse de sí mismo.
Ya desde la presentación que hace de su personaje, el narrador traza el tono irónico: «Por fin, a sus flamantes cuarenta años, se ha hecho acreedor a un premio». Y aclara la voz que no es por sus «arduas investigaciones socioeconómicas», ni por ser buen padre y esposo, ni por sus intentos de cuentista; el premio es «muy de nuestros tiempos. Un premio por haber usado un monedero electrónico», el de los Almacenes Manchester. Más adelante, el narrador insiste en el caos metódico de Juan para elaborar su proyecto postdoctoral, pues un banco desde España le está cobrando la beca concedida: «había calculado mal, como de costumbre [el problema] era atribuible a su propia y monumental desorganización». La lucha del héroe contra la cotidianidad tiene sus referentes en la relación de pareja, en la conexión de la corriente eléctrica en casa, la instalación del teléfono, la recogida de sus cajas en el muelle, los vecinos jodones. Todo se confabula para que Juan no se concentre en sus escrituras y eche la culpa a la presión, al calor, a la perra, para no trabajar holgadamente. Por todas estas batallas, el relator lo denomina «Caballero Andante Bienoliente». El narrador insiste en considerarlo un cursi, por ejemplo, cuando Marcia le da la noticia de su embarazo y él rompe a llorar de la emoción, pues «siempre ha sido un sentimental».
La visión de su mujer también configura al protagonista ultrajado. Ella lo llama «Claudito». Lo considera un niño al verlo vestido de saco y corbata, con el calor del trópico, para asistir ilusionado al desayuno donde recogerá su premio del monedero electrónico. La cobranza de su beca y el clima del trópico lo agobian, pero la mujer, quien tiene una personalidad más recia y decidida que su marido, lo acomete. «Marcia le decía que dejara de buscar pretextos, que parara de boicotearse su propio trabajo […] Enfocate, Juan, no seas chillón […] De qué le servía andar lloriqueando. ¡Madurá, Claudito! ¡Madurá de una vez!». También Marcia comenta por e-mail a su amiga que le gustaría quedar embarazada hasta «que Juan madurase, no podía parir un bebé teniendo a otro por marido, [Juan se iba volviendo] un niño malcriado, berrinchudo, aunque le estuvieran dando uno de sus juguetes predilectos». La mujer es testigo de la transformación neurótica de Juan por no conseguir un empleo propio de un doctor graduado: «Juan dale y dale con la misma cantinela: nada tenía sentido, su vida se había convertido en las permanentes vacaciones involuntarias de un incompetente casi cuarentón. Puf, amiga, pesado, pesadito». Marcia también encarna el papel de madre de Juan, como cuando lo consuela por las noches de la pesadilla recurrente: la garza que no se cansa de picotearle la testa.
La visión sobre sí mismo tampoco es muy complaciente. Juan considera que su premio de los almacenes puede ser el primero de otros premios. Juan es un ingenuo que cree que de buenas a primeras el Fondo de Cultura Económica le va a publicar su estudio Riqueza para todos, o su libro de relatos La garza ojona, que será un «primer y grandioso libro de cuentos de un desconocido economista», como sueña despierto sobre lo que dirá la crítica internacional; no dejamos de mencionar que Juan supone que le podrían dar la beca del Sistema Nacional de Creadores de Blanco Trópico, sin haber publicado alguna obra ni obtenido algún premio literario. Juan es también devorado por su particular situación: su mujer es una asalariada que ejerce su profesión mientras que él se entrega al ocio y al recorrido por instituciones educativas en pos de algo que lo haga sentir más que un consorte acompañante, un mantenido o un devaluado economista con aspiraciones de cuentista. Además, se considera «un blando urbanita siempre en pos de cafeterías climatizadas, triste exiliado en una selva tropical disfrazada de ciudad».
En una ocasión, Marcia marcha a Canadá para realizar una corta estancia de investigación en los viveros de ese país. En la soledad de la casa, Juan diagnostica su posición y su enfrentamiento con el mundo, las presiones en esa etapa de su vida: «Porvenir vencido, pretérito fugaz, patético presente inasible. Los tiempos de una gramática inmisericorde». Son los ramalazos de «una nostalgia irreprimible [que] le oprimía el pecho, cuando no le sacaba algunas lágrimas». Juan compara la vida con un juego de ajedrez, y como no había nacido rey o torre, «se conformaba imaginándose caballo, aunque a veces dudaba que llegara siquiera a peón de canje». En tal estado está su autoestima.
La vida en Blanco Trópico forma parte de esa sociedad degradada a la que ha sido lanzado Claudito. La absurdidad de las conductas campea por la isla. Un lugar donde nada, pero absolutamente nada —enfatiza Juan— empieza con puntualidad. Tampoco la lógica parece funcionar para los albotropicales; Juan mira en un cartel el horario de atención a clientes de los almacenes: «Lunes a viernes: 10:30 am a 10:00 pm; sábado, de 10:30 am a 10:00 pm; domingo: de 10:30 am a 10:00 pm». La esfera política tampoco escapa del espíritu incoherente: la gobernadora ha mandado instalar un reloj electrónico del cómputo regresivo de las fiestas de independencia, aunque faltan cinco años para tal conmemoración. Los automovilistas manejan como si las calles fueran de un solo carril, y en cualquier establecimiento público hay un televisor encendido.
La inestabilidad emocional ha hecho presa de Juan hasta que al fin consigue entrar como investigador en la pintoresca y folclórica udri (Unidad de Desarrollo Regional Interdisciplinaria). No era tan divertido como en la novela de Philip K. Dick que tanto lo extasiaba, con sus científicos deschavetados. La udri es parte de la vida absurdificada dentro de la isla. Escaparate de los sinsentidos y las reprimendas al interior del mundo académico, la medición de los académicos por producción y competencias, el discurso demagógico, los vicios de los sindicatos de trabajadores que venden las plazas o se las rolan entre los familiares. Es también la metáfora de un mundo plagado de conformismo y de convención, de una sociedad egoísta y carente de integridad. En su mundo kafkiano, la udri aglutina especialistas tan heterogéneos como un vexilólogo, una sofróloga, un vulcanólogo (aunque en Blanco Trópico no existen volcanes), un talasoterapeuta y una herpetóloga, pues se trataba de «una política instaurada desde el ministerio», como explicó el primer director, razón para reclutar investigadores y así «ampliar la esfera conceptual en que confluían las distintas ramas cognitivas de los investigadores».
La verdadera aventura para Juan es el confinamiento vivido en Isla Morgan, en franca competencia con la doctora Garfio, una antropóloga social, todo para proponer proyectos económicos redituables para la comunidad yoma «al margen de la civilización», como en los reality shows. Todo esto acontece en el capítulo final. Imaginamos a Marcia muy contenta de que manden a su marido a madurar a la jungla de Isla Morgan, con su proyecto de granjas para criar pulpos bajo los sobacos. El vencedor del desafío podrá permanecer en su plaza de investigador. La udri es la metáfora de cómo un centro de investigación puede sumergir el espíritu académico en la inercia, la burocracia y la antropófaga competencia implantadas por los sistemas educativos diseñados desde los escritorios. Ante la inesperada prueba, de nueva cuenta a Juan lo asalta el fantasma de los despedidos, del fracaso, de las humillaciones sufridas en Blanco Trópico. Su autodegradación vuelve a la palestra; piensa en su mujer y se pregunta: «¿Alguna vez he dejado de ser un poco su hijo? […] De verdad me gustaría ponerme a llorar […] esconder la cabeza debajo de los mosaicos del piso como un avestruz», se dice, mientras su mujer lo mira con fijeza.
Otro rasgo de esta novela es su propuesta polifónica, pues en su andamiaje lingüístico concurren registros del habla que confeccionan y eslabonan diversas perspectivas de sus historias; así, leemos la voz omnisciente, la voz del propio Juan que narra sus percepciones y elucubraciones, la voz de Marcia cuando escribe correos electrónicos; también leemos el pastiche de las guías turísticas con sus acartonados lenguajes, escuchamos las voces demagógicas de los sucesivos directores de la udri cuando pronuncian sus comunicados, seguimos las opiniones del jefe de los indios yomas sobre los proyectos productivos para su pauperizada región, zona desencantada de los políticos y de toda idea progresista en esa especie de reserva enclavada en la selva. No falta tampoco el recurso de la metanarración, pues se reproducen en el espacio novelesco fragmentos de las oníricas y estrambóticas ficciones que para su libro titulado La garza ojona Juan va pergeñando en los cafés; los lectores seguimos, al igual que su autor ficticio, el proceso de su escritura.
Blanco Trópico es una radiografía de los caníbales y neoliberales tiempos que corren, con toda la fauna humana incluida; dentro de sus páginas concurren literatos mafiosos, explotadores empresarios, académicos sinvergüenzas, sindicalistas truhanes, burgueses racistas y un doctor en economía, nuestro protagonista, que es, de alguna manera, fagocitado por el tropicoso entorno. Pero no caigamos en los espejismos que la literatura pasea a lo largo del camino. La picaresca de esta historia se ensancha más allá de los albotropicales. El escenario de la novela puede trascenderse a sí mismo y localizarse en la península yucateca, en una región mexicana, en otro punto de la geografía hispánica, ya argentina, ya castellana, de ahí las distintas variantes del español que se hibridan en los heterogéneos discursos del texto.
A pesar de su constante tono humorístico, la historia de Blanco Trópico es la de un héroe globalizado que ve sumergidas las ilusiones, como decíamos al principio, en medio del vórtice de la contemporaneidad. Finalmente, por haber fallecido un compañero investigador, consigue defender su puesto y, mejor aún, ser nombrado secretario académico de la udri. Pareciera que el héroe degradado ha sido al fin entronizado, pero sólo es una apariencia. La felicidad es supuesta, fortuita, y Juan se cuestiona ante sus logros: «¿Eso es, entonces? Ya no seré más cuentista ni investigador sino un burócrata en Blanco Trópico», eso sí, con puntos del monedero electrónico de Almacenes Manchester, para cualquier contingencia. La conciencia y el sinsabor han llegado a él. Finalmente va a incorporarse de lleno en la sociedad que tanto lo asquea. Es la reflexión que Claudio Magris perfiló a fines del milenio sobre la dudosa armonía entre la riqueza de la personalidad del individuo y la sociedad en la que se desenvuelve, una sociedad cada vez más compleja, anónima e impenetrable. «Un problema humano, moral y político de fundamental importancia para la modernidad», sostiene el escritor italiano. Como siempre, la literatura —particularmente la novela— esculca, atisba y nos alumbra el entendimiento sobre las luchas y las incertidumbres de los seres que pueblan nuestros tiempos. Blanco Trópico es una oportuna muestra de ello.
Blanco Trópico, de Adrián Curiel Rivera. Alfaguara, México, 2014.