El primer problema (o, más bien, el primer peligro) que enfrento al revisar la vida y obra de Jessica Díaz es el de identificarme con sus experiencias y procesos. Nacida en Estados Unidos, a los cinco años de edad vino a vivir a México, donde sufrió un choque cultural entre lo uno y lo otro, entre la asimilación y el asombro, entre las convenciones aprendidas y las convenciones por aprender, los términos en los que lo exótico no es tu entorno sino tú mismo frente a los demás: esa sensación de que todos los demás tienen el manual de instrucciones y tú tienes que afanarte en improvisar uno al paso, entre lo que te dicen y lo que no, como un extraño en tierra extraña, como el niño (o niña de la burbuja). No nací en Estados Unidos (mi lugar de nacimiento es más exótico —por no decir tropical— y no lo recuerdo), pero crecí en Texas y fui traído a México a los cinco años para enfrentar un entorno donde convivían Batman, Ultraman, los Niños Héroes, Benito Juárez y el Tío Gamboín. El Batman de la tele era camp, pero yo no lo veía así, no podía verlo así, la ironía vendría después. Una diferencia muy importante era que Batman y Robin hablaban en español. Volver a escuchar estos doblajes tiene para mí la cualidad inquietante de la magdalena proustiana. A diferencia de Jessica Díaz, no tengo familia en Estados Unidos, y por lo mismo, nunca tuve que regresar. No quiero especular, porque lo haría desde mi propia experiencia con los lugares emblemáticos de mi infancia a los que he regresado, pero en ese regreso he vivido el reconocimiento de un desconocimiento. No vemos las cosas (ni los lugares) sino el recuerdo que tenemos de nosotros mismos en ellas. Es algo que inventamos a partir de la instantánea tomada en el momento. Esto es, por supuesto, una generalización.
El segundo problema (o peligro, da lo mismo) que enfrento al revisar la vida y obra de Jessica Díaz es convertirla en algo que no es a partir de referencias surgidas por asociación. Jessica Díaz nació en Salinas, California; lo primero que me viene a la mente es John Steinbeck, inmediatamente busco convertirla en un personaje de John Steinbeck, o peor, en una actualización de un personaje de John Steinbeck, algo a matacaballo entre Raymond Carver y Robert Altman. La segunda referencia por asociación que me salta como liebre, frente a los poemas reunidos en Pro-blemas (Cosas) es Emily Dickinson. Hay algo en la declaración lacónica de objetos y circunstancias en los versos de Jessica Díaz que invoca el espíritu de subversión (privado, cuando no secreto) de la poeta de Amherst y su relación con lo trascendente. Guardadas las proporciones, doy como ejemplo:
El sábado me quedé en tu cama
me di cuenta de que roncas (poquito)
es viernes
sigo pensando
en tus boxers.
Esto es una provocación, no sólo mía sino de Jessica Díaz, quien niega y conjura las posibilidades de un poema de amor para convertirlo en una apropiación de eventos y lugares en el tiempo en que la intimidad (no hay referencia a un acto amoroso o sexual, no hay por qué inferirla) es un objeto que se deduce a partir de la enumeración de un catálogo mental. Jessica Díaz ha demostrado en sus poemas cierta propensión por las listas —nombres de personas o de objetos, acciones por hacer o que han sido hechas— en las que siempre queda por inferir esta presencia innombrada (o, más bien, escamoteada) que viene a darle un sentido a sus listados al final. Quita el lugar que debe haber entre la adivinanza y su solución para convertir una sucesión de nombres propios en una declaración política, y otra de nombres comunes en un paisaje/reflejo que evoca con malicia mal disimulada el Beatus Ille de Horacio:
río
pájaros
bichos
moscos por las noches
periférico
coches
gente
moscas todo el día
Está dicho, inferido, invocado, todo lo que cabe —imaginado— en cada una de las palabras que construyen esta imagen y su reflejo, una y la otra como contrapartes, pero también como complementos. Es tan sencillo, pero a la vez, tan claro y eficaz, al respecto de su última intención, que no compara sino iguala territorios. Se usan recursos y mecanismos semejantes para escribir un poema y un eslogan. Si la diferencia es de fondo, ¿cuál es el fondo? Las razones por las cuales se puede o no se puede escribir poesía tienen que ver con un agotamiento de las formas y temas convencionales para poder dar el salto a la otra orilla, al último sentido, al fondo de las cosas. ¿Qué hay después de Pound? ¿Más de lo mismo? Hay tanto y tan poco. Las posibilidad están abiertas, todavía, entre la subjetividad y la tradición. ¿Está todavía la ruptura o sólo el juego de remedo a la ruptura?
Estas asociaciones me llevan, por supuesto, a un tercer problema: la transición que sufre la poesía de Jessica Díaz, o que al menos pretende alcanzar (agarrada de una liana para dar el salto), en su búsqueda por poner en evidencia los límites, pone en evidencia la naturaleza última del poema. Tal vez decir naturaleza última sea sólo una exageración de mi parte. Jessica Díaz no busca las costuras, busca más bien la línea punteada, la señala como signo, se pregunta por su significado y se pregunta por las tijeras que, impresas o no, pueden cortarla. Es la imagen de las tijeras frente a la acción misma de tijeras que no existen sino en potencia (siempre en potencia) a la espera del acto. No es la primera que se pregunta sobre este salto, sobre la posibilidad verdadera de las tijeras más allá de la línea punteada en el papel. No quiero decir ni siquiera que es original, pero existe en su obra una profunda reflexión de los mecanismos que hacen posible la existencia del poema. Tal vez esto explica su salto (disculpen mi abuso de esta palabra) hacia una extensión visual del poema. No la imagen del poema, no la disposición en el papel de las líneas de tipografía que lo constituyen, sino acompañada de una ilustración.
Jessica Díaz trabajó en colaboración con el arquitecto Meir Lobatón para Monografias, un poemario que funciona como libro ilustrado —un poco como La palabra mágica, hecho al alimón por Augusto Monterroso y Vicente Rojo— pero también como un libro de poemas visuales que rompe (una vez más, en el más puro espíritu avantgarde, es decir, desde la más flagrante parodia) los límites entre signo y representación. Es un juego vuelto a llevar al extremo, no se trata tanto de la originalidad como de la frescura, y el desparpajo con que Jessica Díaz continúa (o repite) los abismos descubiertos entre literatura y vida cotidiana, historia e histeria, duelo y ligereza. Recurren a las monografías, que son cromos ilustrados de gran formato que eran vendidos en el siglo pasado en México (Díaz dice en su libro que también existieron en otros países, habrá que creerle) en las papelerías como apoyo didáctico y visual de las tareas escolares (abarcaban todo tema incluido en los programas de Ciencias Naturales y Ciencias Sociales), como el modelo (que no el formato) de los poemas del libro. Las ilustraciones tienen una función viral, no acompañan a los versos (que de por sí pueden aparecer rotos o incluso tachados), sino los atacan y los invaden, los subyugan y los despedazan, pero no llegan a tomar su lugar; acaban por tropezarse y caer fuera del campo de la página.
Puede que la intención original de Jessica Díaz haya sido reproducir literalmente monografías, hojas sueltas con ilustraciones de un lado y explicaciones del otro, y guardarlas en una cajita. En el libro, los cromos se suceden sin sus explicaciones, que han sido puestas hasta el final como un apéndice donde la autora explica las razones, circunstancias y pormenores de cada una de las «monografías» reunidas. Ofrece también algunas explicaciones y respuestas a una serie de preguntas repartidas a lo largo del volumen. La lectura del libro se convierte en un salto hacia adelante y otro hacia atrás y se constituye como una máquina de correspondencias, imita de algún modo el sinsentido de la vida y traza líneas (algunas pueden verse literalmente impresas en algunas páginas) entre haces y enveses que fueron separados de origen y que nunca podrán estar juntos sino en la cabeza de todos sus lectores potenciales. En este sentido —y en algunos más obvios— es un intento de hacer cachitos los lugares comunes del poema de amor. Nada que ver con Foucault; para Jessica Díaz, las palabras son cosas.
Según las palabras del poeta Hugo García Manriquez, «Monografías es, o puede ser, una biografía personal, aunque casi nadie la ha leído así y tampoco tendrían por qué hacerlo».
Monografías, de Jessica Díaz y Mier Lobatón. Mangos de Hacha, México, 2010.