Uno debería elegir el silencio, así como uno debería elegir, casi siempre, la negación antes que el sí. Uno debería tener presente que no puede terminar en arrepentimiento y que, en cambio, sí tiene muchas incontrolables secuelas; asentir puede tener desenlaces como hacer el ridículo, darnos de frente con la propia incompetencia y con el comienzo de una seguidilla de hechos incalculables, voluntarios e involuntarios. Entre la multitud de elecciones que la vida pone en el aparador, la que inhibe a las demás y las hace inútiles, la que no requerirá que intervenga la redención porque está antes del pecado, es el silencio, verbal o escrito; no y seremos libres, no y el único compromiso será con nosotros mismos. Pero nadie hace lo que debería, menos uno.
Entonces, grupos de humanos iban de allá para más allá y de regreso; vagaban impelidos por el hambre, por el clima, por las fieras acechantes, por otros clanes; no había elección, no era cosa de que alguien propusiera disyuntivas, el instinto timoneaba, y la suma de instintos individuales podríamos considerarla germen de lo que denominamos cultura; tal vez a partir de la tercera o la cuarta generación no necesitaron esperar que las circunstancias dictaran lo que debían hacer, una suerte de anticipo era el aprendizaje que, a golpes de prueba y error, floreció en las incipientes comunidades: sabían de antemano, si es que el verbo no resulta impropio, cuándo llovería y cuándo escasearían la caza, los frutos y las raíces. Reproducirse era efecto de una pulsión que la biología trazó para asegurar la permanencia de la especie. Plantas, animales —humanos o no— y recursos naturales eran engranes de un estar predeterminado, aparentemente perenne; no obstante, despacio, las cosas y los seres mutaron merced a sus interacciones. Las especies de humanos se valieron de la memoria y la continuación de saberes que iba de clan en clan, de generación en generación, para comprender que el determinismo, no planteado así, por supuesto, no aplicaba enteramente para ellos, podían elegir entre aquello o lo otro, entre aquí o acullá, sólo para que milenos después sus descendientes estuvieran preparados para la alternativa que cambiaría los ciclos inerciales del planeta: nomadear invariablemente o establecerse agrícolas; algunos optaron por la segunda posibilidad, que a su vez los llevó a un punto de no retorno: necesitaban que el territorio fuera para su disfrute exclusivo, pues los productos de la tierra ya no brotaban misteriosa y espontáneamente, eran rédito de la labor previa de sujetos reconocibles que tenían el poder de repetir la experiencia.
No es difícil imaginar el asombro que provocó en los otros clanes que un pedazo de terreno quedara delimitado por decisión y para beneficio de unos pocos. Si planteamos el acto en sentido inverso, para actualizar el asombro, nos damos alguna idea: milenios atrás, tornar algo privado en comunal equivalía a que ahora, al entrar a nuestra casa, encontráramos a una familia que decidió también habitarla, con nuestra anuencia o sin ella. De vuelta en aquella era remota, ya no fue menester perseguir, literalmente, el alimento, y la agricultura recién descubierta abrió cupo para la noción propiedad privada, así fuera para un conjunto: tierra, y lo que sobre ella hubiera, con dueño; lo que esto desencadenó se llama historia, que tomó vuelo irrefrenable como narrativa común. El destino del planeta como hábitat adecuado para la vida de los seres humanos quedó echado: mío fue, es, la seña de identidad de la historia que han escrito tradicionalmente los que estentórea y violentamente eligen afirmar: mío, que inevitablemente entraña a yo.
Digamos que el fulano, pero no descartemos que fuera una fulana, no por concordar con los defensores y defensoras de la paridad lingüística entre géneros, sino porque no hay elementos para desestimar que fuera una elección matriarcal la que desencadenó la historia, ésta en todo caso; el punto es que podemos especular, además se adecua bien al argumento de este artículo, que en esos primigenios mío–yo estuvo dada una de las primeras decisiones políticas, entendida la política según una de las acepciones que da el diccionario que insinúa de la lengua española: mía: «Arte o traza con que se conduce un asunto o se emplean los medios para alcanzar un fin determinado», y el verbo conduce empleado en la definición se aproxima a una voz íntimamente ligada a lo político: gobernar, o sea, dar rumbo. En política, de lo que se trata en primera instancia es de tener la posibilidad de elegir, posibilidad que, según el grado de avance de la civilización de que se trate, es más o menos amplia, para muchos o para unos cuantos, incluso para uno solo; pero, en segunda instancia, en lo que consiste la política es en guiar convenencieramente lo que los demás han de elegir. Claro, elegir el vocablo convenencieramente supone un juicio: no se deben acotar las elecciones de los demás; andando el tiempo apareció una derivación de aquel originario acto político: alguien notó que para gobernar con menos sobresaltos era ventajoso que los demás sintieran que eran tomados en cuenta al momento en que había algo por elegir; algo mínimo era suficiente, llevaba a la masa recipiendaria del beneficio a estar agradecida por la porción de materias comunes que le fueron dadas, por los poderosos, para intervenir.
Por primitivo y antiguo que luzca, no supone que nos atengamos a la lógica temporal de esta trama, que el párrafo anterior se refiriera a la era en que dejamos de ser cazadores-recolectores no significa que los ejemplos deban quedar en el campo de las incomprobables teorías que rellenan los huecos de la prehistoria, los tenemos contemporáneos e igual de toscos. En el libro Problemas en el paraíso. Del fin de la historia al fin del capitalismo, el filósofo Slavoj Žižek escribe:
Recordemos el debate actual acerca de la asistencia sanitaria universal en los Estados Unidos: los republicanos, que afirman que la asistencia sanitaria universal priva a los individuos de su libertad de elección, de hecho promueven una libertad de elección sin esa libertad de elección real.
Es decir: toca quedar obligados con quienes se toman la molestia de ensanchar el campo para nuestra elección, aunque no reparemos en que lo que hacen es confinarnos; en este punto, Žižek es generoso al seguir con su reflexión:
Es decir, lo que los republicanos contrarios a la asistencia sanitaria universal son incapaces de ver es que esa asistencia sanitaria impuesta por el Estado de hecho funciona como una red de seguridad que permite que la mayoría disfrute de un espacio mucho más amplio para su libertad e iniciativa.
En este recuento arbitrario de la política como tablero en el que las sociedades manipulan, más o menos democráticamente, su necesidad de elegir, gobernantes, lenguas, monedas oficiales, modelos económicos, derechos, obligaciones, etcétera, uno lee con incomodidad la sugerencia de Žižek de que los republicanos estadunidenses «son incapaces de ver»; esos republicanos y los demás del mundo, idénticos al Homo sapiens vanguardista que hace milenios exclamó: mío-yo. Lo terrible es que hay millones en cada país dispuestos a mostrar su agradecimiento por tamaña merced, y lo hacen en las urnas. Puesta la imagen en un ficticio exvoto, podría describirse así: una cama maltrecha en una habitación igual, sucias y desordenadas; un enfermo terminal tendido, su pobreza, su padecer y su desamparo son evidentes, en el texto abajeño leemos: «Agradezco a quienes me otorgaron el don del libre albedrío para seleccionar la empresa aseguradora que me viniera en gana; no pude pagar siquiera la más barata, muero de sarampión a los treinta, confortado por la libertad que nadie me conculcó». Sí, Žižek fue generoso: quienes preeligen con ambición personal a nombre de todos no «son incapaces de ver», son perversos.
Pero el compendio prefijado de opciones accesibles contiene otro factor que algunos señalan susceptible de ser reconocido: si todo fuera sometido a la libre elección de cualquiera, el caos retornaría, irrefrenable; el de Hesíodo, Caos entidad primordial, símbolo del espacio sin medida y tenebroso; el de los alquimistas, masa oscura que resultó de la caída de Lucifer y Adán (muy propensos a escoger lo prohibido); y el más simple, actual, el caos siempre implícito, como amenaza, en los discursos de los políticos: confusión y desorden, a menos que opten por mí para gobernarlos.
El caos viene bien como guiño para recordarnos que la elección primordial fue binaria: sí o no, ¿subir la temperatura de este cosmos que tengo en la palma de mi divina mano, o no? Unos cuantos grados y ver qué pasa; del todo contenido en un punto, según Italo Calvino, a la dispersión infinita. Pero, validos de Calvino, sabemos que no fue elección directa, el Big Bang fue corolario de elegir desear:
Lo pasábamos tan bien así, todos juntos, tan bien, que algo extraordinario debía ocurrirnos. Bastó que un momento ella dijese: «Muchachos, si tuviera un poco de espacio, ¡cómo me gustaría hacerles unos tallarines!» […] «Muchachos, ¡qué tallarines les haría de comer!», un verdadero ímpetu de amor general, dando inicio en el mismo momento al concepto de espacio, al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y a la gravitación universal, y al universo gravitante, haciendo posibles millones de millones de soles y planetas y campos de grano.
Elegir desear; o sea, se puede no desear y elegir es irrelevante. Sumisión a la fatalidad de las leyes del Universo (como los personajes de nombre impronunciable de Calvino), al instinto, a las circunstancias y ante quien determine que su ministerio es decidir por los demás. Desear es germen de la libertad, elegir es objetivar la calidad de ser libre. Las personas del cuento de Calvino «Todo en un punto» de pronto desean algo cotidiano, tallarines, inexistentes aún, pero que, de tener espacio, haría la señora Ph(i)Nk°; no cuenta si al cabo los hizo, el asunto es que no podían sino desearlos, «ímpetu de amor general», y así cumplir los requisitos indispensables para llegar, en un futuro remotísimo, a amasarlos y cocinarlos: los conceptos de espacio y tiempo, la gravedad, soles, planetas, campos, granos, gente. El deseo de los personajes no brotó de su infelicidad o de la tiranía, dice el narrador que la pasaban a todo dar y que, por tanto, algo debía ocurrirles; así fue, del lado de allá del soso y cómodo bienestar estaba la voluntad por desear, que se sirvió de la capacidad para elegir, por ejemplo, una pasta y… Bang, en grande. Aunque, ya sabemos todo lo que además acarreó la apetencia de tallarines; del milagro de la vida unicelular y los millones de años de lluvia ininterrumpida que formó los océanos, a la peste negra y a Hitler; de las auroras boreales y la música a la extinción de los dinosaurios y a Donald Trump. Guárdate de lo que deseas y de lo que eliges; pero el remate natural del argumento que articularía este texto con coherencia pesa negativamente; recapitulemos: guárdate de lo que deseas y de lo que eliges… pero más de lo que no eliges. A pesar de todo, de la historia, ¿eran renunciables los tallarines y el mío-yo?
La elección que precede a nuestros actos es costumbre que prefiramos olvidarla o que la miremos con arrepentimiento: ya no remedia el presente en el que a posteriori la consideramos y, en cambio, nos hace extrañar las elecciones que tuvimos al alcance y no tomamos: si hubiera salido cinco minutos antes, si hubiera dicho no, si en vez de ella, o él, hubiera elegido a… Fernando Savater reflexiona al respecto en El valor de elegir:
El concepto filosófico más serio que se opone o relativiza la libertad humana es el destino. Cuando el ser humano mira hacia delante, al futuro, considerando sus diversas posibilidades y planeando su elección, cree en la libertad; pero cuando mira hacia atrás y contempla su vida no ya como una tarea sino como un resultado, entonces le parece que todo ha ocurrido de una manera fatal, cumpliendo un diseño preconcebido y necesario. Tal es el destino, lo no elegido que elige por nosotros… a través mismo de nuestras aparentes elecciones.
¿Habrá una fórmula para elegir adecuadamente y para saber cuándo estamos ante la pura apariencia de tener opciones? Una receta para evitar el arrepentimiento, que no es, escribió Borges, sino perpetuar la culpa, y no sólo para esto, arrepentimiento y culpa son categorías de índole individual, para no lamentarnos por las malas condiciones económicas de la mayoría y por la inequidad y por la violencia y por el desastre ambiental y por la injusticia. No cesa de asomarse, cada seis años, una cierta recriminación sin destinatario fijo porque Ernesto Zedillo, Vicente Fox, después Felipe Calderón, hayan llegado a gobernar México, únicamente para empinarnos a lo más agudo del vórtice que hoy parece conectar en última instancia la vida (y la muerte) nacional con la cloaca que es el régimen de Enrique Peña Nieto. Pero nomás enunciamos esto y la carcajada, lastimera y dolida, se suelta: vaya soberbia, aludir a que algo hemos tenido que ver, el pueblo (así, pueblo, aunque el término esté en desuso o desvirtuado) en que gobierne uno u otro; es una desmesura risible asentar, así sea entre líneas, que tuvimos al alcance la opción de candidatos o candidatas preferibles que habrían marcado una diferencia polar. Es un consuelo fútil, y dañino, porque inhibe la crítica al sistema político entero y de paso nos hace cargar, por no saber elegir, con las cadenas que representan las fallas consuetudinarias que incitan los agentes más conspicuos del sistema: la codicia y la corrupción.
Una vez superada la risa, releemos la cita de Savater porque este año en México toca votar, y damos vuelo a las apariencias: vemos al futuro y nos creemos libres porque intercambiamos espejitos con la mustia clase política, por la especie que los nativos cultivamos inocentemente: la esperanza; es la hora de los clichés: con esta elección ganaremos todos, nomás será cosa de informarnos, bien, y de no olvidar a quienes, personas y partidos, nos han dañado. Pero los espejitos (la mercadotecnia política y la estructura electoral) también se pueden usar para otear al pasado, y sin embargo nos dejamos burlar con el sofisma: en 1994, en 2000, en 2006 y en 2012 fuimos libres para elegir, pero tuvimos mal tino (no se consideran años electorales previos porque, aunque los más jóvenes de entre los ciudadanos lo ignoren, había todavía menos libertad y más asuntos de la sociedad estaban predeterminados).
Ya se ven, en marzo de 2018, adquisiciones masivas de espejitos; apenas al comienzo del año electoral la efervescencia acicateada por la reverdecida esperanza se siente: el pueblo, empresarios, académicos, civiles más o menos organizados, colectivos, los intelectuales (especie en vías de autoextinción), por doquier se preparan listas de temas y agendas para presentar a los preclaros emisarios de las opciones acotadas, los ungidos por el sistema: elige de entre esto que pergeñamos, de entre éstas y éstos; lo que haya al margen atenta contra la patria que se dibuja mejor y más patria con la tiza de la democracia dirigida.
Sí, uno debería elegir el silencio o refugiarse, discreto, en los nichos de la libertad mejor simulada que la que hoy proponen las revolucionarias instituciones del corral político: encender la computadora, correr el índice por la pantalla del aparato celular y entregarse pleno, falazmente libre, a la elección embozada de los algoritmos que nos anticipan y nos recrean cuando nos inmiscuimos en la internet: «A usted podría gustarle», «Lo que quiso decir», «La página que en verdad necesita», «Dada su situación geográfica, no quiere visitar este sitio sino uno en su región y cultura». No son pocas las opciones a las que nuestra libertad hoy puede recurrir: cacofonía o exclusión; desear sin poder elegir, o prender la computadora, el iPad o el móvil y dejarse vestir-leer-escuchar-aprender-mirar por Google o por Amazon, variaciones de lo que se nos aparece cada tres años en la impuesta soledad de la mampara en la que marcamos la boleta, los algoritmos no matemáticos pri, pan, prd, Frente, Verde, Panal, Independientes, etcétera; o sea, lo que usted necesita es lo mismo o lo mismo, piénselo bien.
Uno debería tener presente que elegir no puede terminar en arrepentimiento, de acuerdo, pero nomás eso, arrepentimiento. Uno debería tener en cuenta que sí tiene muchas, incontrolables salidas, sin duda, pero basta una estupenda para no temerlo: la libertad. Quizás el quid es más silvestre de lo que suponemos; para ahuyentar a los mediadores infames que nos dan masticadas las opciones para elegir y quitar la apariencia de libertad a lo que nos imponen como destino, no hemos reparado en los entresijos que hay en el sí que de repente pueden tornarlo no, y viceversa, y elegir lo impensable, lo que está todavía sin desearse.