Leila [fragmento] / Prayaag Akbar

El centro de su palma

El autobús escolar de Yellowstone era una ruidosa trampa manchada de polvo y mugre. Las mañanas de invierno emergía de la niebla con sus dos ojos gigantescos mirándote directamente. Los asientos tenían la mugre incrustada en sus respaldos, y siempre estaban húmedos. El piso era repulsivo —cualquier cosa que se te cayera acababa verde y repugnante en segundos—, aunque debajo de la mugre había un bonito patrón de aluminio de pistas paralelas que cruzaban el pasillo. Las mañanas todavía mostraban el hastío por el día que comenzaba, pero las tardes eran mejores. Al cuarto para las cuatro, cuando subíamos al autobús, el calor disminuía y el viento comenzaba, y una sensación de abandono se sentía en el aire.
      Algunos no podían aguantar los pocos minutos que el camión estaba detenido, encendido en el estascionamiento. Había peleas, pequeños que lloraban, conflictos a puñetazos. Una maestra con una lista impresa tomaba lista mientras formábamos una floja línea alrededor de ella. Había un chico alto de cabello rizado de un año superior, un niño de clase más baja, se notaba claramente. Su uniforme desgastado por ser lavado tantas veces. Zapatos baratos. Este niño de pesados rizos se subía de prisa y tiraba su mochila para apartar el último asiento, con el hule Rexine rasgado de cientos de compases y carpetas. Gritaba algo por la ventana, se acomodaba el cabello con los dedos, y comenzaba a pulsar su pelvis en tándem con un aliado de otro autobús. Este tipo de comportamiento era lo que los maestros llamaban «sucio», «callejero», «barato». Ciertamente, no era aceptable. Pero los maestros que esperaban subir al autobús con nosotros lo ignoraban. Estaban así a esta hora del día, encorvados en los asientos de adelante como si los hubieran apagado. Para cuando estábamos rodando en el camino, había peleas con botellas de agua y brasieres jalados por doquier. Las parejas que llevaban tiempo juntas se iban hasta atrás. Algunos chicos luchaban. Los de hasta adelante nos arrancaban las ligas del cabello y sacaban la mano por la ventana para amenazar con lanzarlas al viento, para hacernos rogar.
      Algunos días, el ruido se volvía demasiado, y el maestro de artes de la secundaria, el señor Basak, era el encargado de llegar a callarnos. Un viejo bengalí, tocado por el Párkinson y a punto de perder el oído. Una tarde, Basak llegó acechando por el pasillo. Un chico había subido la cubierta blanca de cada asientos unos cuantos centímetros para que cada uno se colapsara inútil bajo sus dedos, en vez de ser una superficie estable. Dos veces se tropezó. El viejo estaba furioso, detrás de sus lentes opacos como un par de ventanas esmeriladas. Nos sacudimos con risa silenciosa. Amenazó con involucrar a otros maestros. Y luego, unas filas atrás, un chico con su cabello peinado de partido en medio salió de entre los asientos como un animal de la pradera. Arremedó su acento y se escondió debajo. Basak giró peligrosamente. Por años en la escuela nos habíamos burlado de su denso acento bengalí, con vocales gruesas y fuertes, y consonantes perdidas. Ver a este chico lindo imitarlo me hizo reír hasta tener que agarrarme el estómago, hasta que las lágrimas de la risa no podían detenerse, incluso frente al viejo que seguía preguntando detrás de su acento: «¿Quién dijo? ¿Quién?» (1).
      Riz era de un grado superior. Lo había visto voltearme a ver una o dos veces mientras yo caminaba por el pasillo del autobús. Quizá le gustó cuánto me había hecho reír su broma. El día siguiente, se sentó en el asiento triple justo frente al mío. Estaba jugando con dos chicas de mi clase a un juego en que pones el nombre de un chico junto al tuyo, cancelas dos letras en común, y ves si las letras que quedan deciden «amor», «odio», «amigos». Una canción de una película sonaba en las vetustas bocinas. Olía a las sobras del almuerzo que alguien estaba comiendo. Y yo estaba cruzando letras con la velocidad que sólo la práctica otorga, cuando una voz me interrumpió.
      «Deberías probar con mi nombre», dijo Riz. Estaba sobre su asiento con las rodillas y los brazos envueltos en el respaldo.
      «Es sólo un juego tonto. Para niños», le dije. Y estaba enojada conmigo misma. Había un pequeño tinte verduzco donde su piel se había inflamado, quizá con una navaja de rasurar. Sonreía coqueto, como una estrella de cine. La intensa luz del sol a través del tinte de las ventanas le dejaba destellos ámbar en el cabello. A través de las bocinas podridas, la canción se volvía un grito de dolor. Cuando hablaba, continuamente se acomodaba el partido del cabello, con un movimiento de dedos que me causaba un cálido sobresalto de emoción. Quizá era su sincera admisión de interés, que era inusual a esta edad. Sentí un hambre instantánea.
      Y sí, probamos el juego. El resultado que arrojó me escapa. Desplazó a las dos chicas que estaban sentadas junto a mí, y me sorprendió al sacar una armónica de su mochila y ponerla contra sus labios. Después, sacudió la cabeza y puso el instrumento en su bolsillo del pecho, y dijo: «Estoy tratando de aprender». Tenía yo las manos planas sobre los muslos. Estaba consciente, de repente, de lo sucios que estaban los dobleces de mis codos. Si los sobaba con un dedo, resultaban granos de mugre aceitosa, como polvo de borrador. Cuando él no miraba, los cubrí con las mangas de mi blusa. Todo pasó tan rápido, y justo cuando yo quería que el autobús tomara el camino más largo posible. Hablé del concurso de ensayo en la que me había inscrito. Me contó del equipo de squash, y me contó que había pasado gran parte del verano jugando juegos de video de una libra en las «fantásticas» máquinas del Trocadero, en Londres. «Eso es muchísimo, son como cincuenta rupias. Pero los juegos están mucho mejores que los que hay aquí». Ya había aprendido a conducir, dijo. Y justo antes de su parada, apuntó mi número en su cuaderno, en la última página, cubierta de rayones, partidas de «gato» empatadas y dibujos de chicas con formas como las de los cómics de Archie. Estaba segura que nunca me llamaría.
      Y me llamó, justo esa noche, tan tarde que mis padres ya se habían dormido. Al principio fue un poco incómodo. Y después me dijo un secreto: un amigo de su equipo de squash estaba engañando a la chica más popular del grupo, una preciosidad de ojos fríos llamada Radhika. Le dije de una chica rellenita de nuestro autobús cuyo anciano tutor de matemáticas le sobaba los pezones con el pulgar y el índice, provocándole escalofríos durante las sesiones de una hora. Y así fuimos, intercambiando confidencias hasta que el cielo comenzó a brillar. Y desde esa noche, todo se sintió cálido y natural.
      Unas horas después, en el autobús, me senté del lado de la ventana de un asiento doble, y bloqueé el asiento adyacente con mi mochila, con anticipación. Y caminó y pasó sin mirarme. ¿Vi ahí una sonrisa sarcástica? Estuve mortificada todo el camino a la escuela. Sola en un asiento doble, insegura de que me acompañaría, tremendamente consciente de cada minuto que pasaba. Y en la escuela, mis pensamientos hervían, desmenuzando todo lo malo que podría haber dicho la noche pasada. Pero en la tarde, sin siquiera mencionar el incidente de la mañana, una vez más se había separado de sus amigos y desplazado a mis compañeras. La intimidad de la noche llegó de nuevo. Nos tomamos de la mano. Con mi dedo dibujaba círculos en el centro de su palma, como me había enseñado una amiga. Se retorcía y cerraba los ojos. Nos fuimos por el barrio de Nizam, en el sector de Ashraf donde vivía. Justo antes de su parada, junto al letrero espectacular de una chica con un destellante hijab, nos besamos por primera vez.
      Para entonces, mi familia también se había establecido, de acuerdo a la nueva ley. Vivir en el sector de Arora te dejaba con un leve —y a veces no tan desagradable— sentimiento de encierro. En cuanto pasabas los portones, los sentías surgir detrás del cuello. Los muros eran visibles desde casi cualquier lugar del sector. Papá había encontrado una estrecha casa de dos pisos en una línea de hogares idénticos con jardines en forma de cartera y techos de tejas del color de un sombrero fez. Desde mi cuarto, mirando hacia el este, el muro estaba a doscientos metros. Sobresalía por encima de la extensión de las casas propagadas con la placidez de una montaña. Desde la ventana corrediza de la sala de estar, y desde la ventana del cuarto de mis padres justo arriba de ella, se veía el muro como a un kilómetro. Todavía se veía en partes, aunque buena parte de la vista estaba obstruida por un cerro artificial en el que las familias ricas de nuestra comunidad habían construido sus mansiones; se dejaba de ver y se veía de nuevo, detrás del shikhar segmentado del templo de Shirdi Sai Baba; al noreste, vigilando más allá de la sucesión de campos de futbol y críquet. Después de un tiempo ya no me fijaba, y llegar a casa se sentía como si uno estuviera de vuelta en un lugar seguro, cobijado y bajo candado.
      Por meses traté de ocultar la relación con Riz de mis padres. Entonces, Ma dijo un día que podía escuchar que mi teléfono timbraba cada noche, a través de las paredes delgadas como papel de nuestra nueva casa. Prometió no decirle a mi padre, pero en la cena, unas semanas después, Papá contó una historia sobre el papá de Riz, chismes del club. El padre de Riz y otros exportadores de telas habían sobornado a burócratas clave para mantener la rupia devaluada. Ese robo codicioso, escarbar y rogar, es común de los exportadores, dijo repentinamente. Fue extraño, porque a Papá nunca le habían importado mis amigos o sus familias. No recuerdo que después de esto mencionara a Riz de nuevo.
      Llegó el verano con el viento del Loo (2), que llegaba cada día del desierto del oeste. El viento raspaba como lija y dejaba cúmulos de manchas marrones en la piel. La escuela se suspendió una semana antes de lo planeado, porque dos niños sufrieron de golpe de calor. Riz y yo planeábamos escabullirnos al cine el lunes porque ese día Ma tenía un almuerzo largo con sus amigas del colegio.
      Un mediodía sofocante, un cielo pálido, plano como una sábana tendida. El brillo deslumbrante parecía rebotar desde las paredes blancas de las casas de piedra. Papá estaba en el trabajo, Ma estaba en su almuerzo. Desde mi ventana, mientras esperaba, vi una sandalia azul con blanco derretirse ante el calor de la superficie de la calle. El teléfono timbraba. Era Riz. «Apenas llegué», susurró. «Por un momento..»..
      «¿Qué dijeron?».
      «Son unos hijos de puta. Tus repetidores (3) son durísimos. Son lo peor».
      Los repetidores son una banda informal de hombres, la mayoría de entre veinte y cuareta años. Trabajan para el concejo municipal, aunque en ese momento no se sabía cuán cercanamente. Son guardias de las comunidades y patrullan los muros. Al pasar de los años han construido una reputación terrible. La paliza que le propinaron a mi padre no era inusual. Generalmente van armados. Los incidentes más pequeños pueden volverse mortales. No usan uniforme, así que pueden huir entre las multitudes que invariablemente se forman cuando están destruyendo una tienda, o amenazando a algún inquilino. Uno de los líderes del concejo dijo, después de que causaron destrozos de nuevo: «Son como un puño. No son nada más». Pero los repetidores eran más importantes para el concejo de lo que se mostraba.
      Mientras yo esperaba junto a la ventana, Riz y su hermano Naseer manejaban hacia el portón principal de mi sector. Naz era un año más joven, pero le gustaba decir que era su hermano mayor el que necesitaba protección. «Bhai no es un peleador. Está construido para amar». Riz contaba historias entretenidas de la pandilla de su hermano menor, ocho o nueve gruesos fisicoculturistas con el tradicional sombrero taqiyah (4), reclutados de algún gimnasio de escasos recursos del barrio de Nizam. Naz los llamaba «su espalda». Me decía, con la sinceridad de un niño pequeño, en sus oraciones como resortera: «Si alguien, cualquiera, cuaaaaalquieeera, te dice o te hace algo. En tu sector incluso. Yo me encargo de él. Haría cualquier cosa por Riz. Es decir, haré cualquier cosa por ti también».
      En el portón, los repetidores habían rodeado el nuevo sedán bmw gris azulado del padre de Riz. Un repetidor metió la cabeza por la ventana de Riz. «Sal del carro».
      Riz y Naz emergieron del carro a la luz alta y fuerte del sol. Las casas de dos o tres pisos a la distancia ondulaban al vapor del calor del aire. Los parques estaban vacíos a esta hora, una fila de declives de venenoso brillo.
      «Identificación», dijo el repetidor. Riz le entregó la identificación que había comprado, deseando que su hermano se quedara calmado.
      «Kushagra Arora», leyó el hombre, con el ceño fruncido. «Pero entonces, ¿cómo es que nunca he visto a ninguno de ustedes antes?».
      Quizá sólo les pasaba a los jóvenes, en busca de amor, que cayeran en este problema. Las mejores escuelas todavía no se habían trasplantado, con campos y auditorios y todo, a cada sector que tuviera suficiente dinero para ellas. Chicos y chicas de todos los sectores entonces acababan juntos todo el día. Los estudiantes encontraban cualquier forma de lidiar con los repetidores. Yellowstone tenía un peón llamado Raju, cuyo trabajo era sonar la campana entre clases. Uno de los muchachos del último año descubrió que Raju sabía falsificar. Por mil doscientas rupias te daba, en tres días, una versión bastante decente de la identificación del sector que necesitaras, con tu foto pegada. Cada sector tenía su propia insignia de casta, bordes distintos, firmas, fondos. La parte difícil debería haber sido la marca de agua: la pirámide, y debajo de ella escrito «Pureza para todos».
      «Por lo general entramos por el portón 4», dijo Riz. «Nuestra casa está de aquel lado».
      «Nosotros tampoco te hemos visto nunca». Dijo Naz. «¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?».
      Una mirada de preocupación surgió en la cara del repetidor. «Llevo trabajando aquí casi seis meses». Levantó las tarjetas de identificación para examinarlas mejor. «¿Ambos viven en la Creciente?».
      «Sí», dijo Naz, avanzando un par de pasos. «¿Te dejan entrar ahí, o tienes que quedarte aquí afuera junto al muro?».
      El repetidor les devolvió su identificación. «Pido disculpas. No sabía que eran de la Creciente».
      «Somos una de las primeras familias», continuó Naz, disfrutando el momento ahora, incluso cuando el repetidor comenzó a alejarse. «¿Qué te piensas? Nuestro abbu (5) está en el comité».
      El repetidor se detuvo. Giró de inmediato, confundido. «¿Abbu? ¿Dijiste abbu?», gritó. Otro miembro de su grupo se acercó también. «¿Escuchaste eso, Rakesh? ¿Lo que dijo este muchacho? ¿Usaría esta palabra un muchacho de nuestra comunidad para referirse a su padre?».
      Naz miró a ambos lados, inmóvil. Riz corrió alrededor del carro, hacia su hermano, y se colocó entre Naz y los repetidores que se acercaban.
      Riz mostró su sonrisa más grande. «Miren, muchachos. ¿Qué están diciendo? ¿Quieren que mi hermano les enseñe?». Se desabrochó la hebilla del cinturón y se metió la mano al pantalón, para agarrarse. Se rio junto con los hombres, y hacia su hermano. Riz sabía usar los hombros, la sonrisa, su encanto físico. «¿O quieren que yo les enseñe? Yo también puedo. Pero si mi madre se entera de que revisaron a sus hijos a ver si estaban … recortados… como muchachos de cualquier madrasa… tendríamos que llamarle una ambulancia, amigos».
      El segundo hombre reía. El primero seguía mirando con sospecha. Se acercó a Riz, a pocos centímetros de su cara, y de cerca, casi imperceptiblemente, lo olió.
      «Mira, jefe», Riz continuó, «te diré la verdad. Saqué a este para enseñarle a manejar. Cree que tiene la edad suficiente. Quizá. Pero ahora no sé si es suficientemente inteligente». Una sonrisa surgió de la cara del segundo hombre. «No le dijimos a nuestro padre que íbamos a sacar su auto nuevo. No queremos decirle así, desde el portón. Entiendes, ¿no? Papá tiene un temperamento terrible. Primero, se enojaría contigo. Luego nosotros recibiríamos su furia completa. Mira, déjame darte algo para que te compres un té. No digas que no, tómalo, tómalo. Somos hermanos, después de todo. Nada más no les digas a nuestros padres. ¿Está bien?».
      Para cuando Riz llegó a mi casa, yo era un mar de lágrimas. Los sirvientes seguían dormidos en sus cuartos, así que yo misma fui a la puerta. El golpe del calor casi me quita la respiración. Jalé a Riz adentro y rápidamente cerré la puerta detrás de nosotros.
      «¿Por qué estás llorando ?»,preguntó levemente molesto, pero me limpió las mejillas con dedos tiernos.
      «Lo siento».
      «No es tu culpa. No llores». Miraba con rigidez al suelo, caminando alrededor de la mesa de café de nuestra pequeña sala de estar. «Ya me encargaré de ese guardia», musitó. «Olerme. Como a un animal. ¿Quién mierda se cree que es?».
      «¿Olerte?».
      «Y sabes que ni siquiera era eso». Dejó de caminar y me volteó a ver directamente. «No fue lo que él dijo, sino que tuve que mentir hoy. Mentir sobre quién soy, y de dónde vengo. Es humillante. ¡No me avergüenzo! Pero tuve que mentir, nada más porque… sólo por…».
      «¡Sólo por mí!», grité consternada. Lágrimas calientes de nuevo. «Puedes decirlo. Sólo por mí».
      Llegó hasta la puerta, donde estaba parada, y me envolvió en sus brazos. Puse los míos alrededor de su cuello. Me empujó contra la pared. Por minutos nos besamos en la sala de estar. Repentinamente recordé que un sirviente podría entrar y vernos en cualquier momento. «¿Quieres ver mi cuarto?» pregunté. «¿Pero dónde está Naz? No podemos dejarlo esperando afuera. Hay que dejarlo entrar».
      «No te preocupes. Se ha ido de paseo en el carro. Nunca ha estado en un sector como éste, y quiere ver qué hay».
      Cuando subimos por la escalera, Riz me pellizcó a través de mis shorts tipo Daisy Duke. Mi cuarto estaba oscuro y todavía fresco por el aire acondicionado de la mañana. Con un dedo del pie encendí el pesado interruptor verde, y un par de luces. «¡Cuánto rosa!», rio. «Hasta huele rosa».
      En un principio, esa sensación de posibilidad abierta seguía siendo demasiado para nosotros. Con las manos detrás como un sargento que inspecciona, Riz caminó por el cuarto mirando el surtido de pósters y fotos de las revistas de rock y de Hollywood. Las pegaba en la pared con cinta de doble cara. Dio tres o cuatro vueltas en mi cuarto mientras yo estaba sentada en mi cama, moviendo las piernas debajo de mí y bajándolas al piso de vez en cuando. Y de repente supe que se había puesto las manos detrás para evitar que temblaran. Cuando se acercó, le acaricié el brazo. Los pelos se le pararon por el escalofrío. Y, de repente, estaba en mi lado de la cama, y nos estábamos besando. Y luego estaba sobre mí.
      Si entra algún sirviente, mi padre nunca volverá a hablarme.
      El calor y el peso de sus muslos se sentían bien sobre mi cintura. Sus labios rondaban en mi cuello y sus dientes raspaban el cuello de mi camiseta. De repente, mi cuarto era un lugar distinto. La alta cabecera de metal se veía distinta de cabeza, las piezas de bronce de los postes de las esquinas como los rieles de un barco, las cortinas y muros rosas con una textura más profunda, aterciopelada. Y cada centímetro de mí, la chica que cortaba cinta Sellotape en pequeños pedazos y con cuidado los pegaba de seis en seis en las fotografías era otra persona completamente. Me quitó el brasier. Dejé salir un gemido largo y grave. ¿Les dirá a sus amigos cómo gemí? ¿A su hermano, en el camino de vuelta, cómo me quitó el brasier?
      Riz se estremeció en respuesta. Me trataba de quitar la camiseta con los dientes, moviéndola para poder concentrarse en mis pechos. Pánico. Le agarré la muñeca y le dije que no. Me miró con una gran sonrisa, con los ojos abiertos y hambrientos. Y luego poco a poco volvía a subirla. Mis dedos se envolvieron alrededor de su muñeca. Apreté más fuerte, sonreí, y volví a agitar la cabeza para decir que no. No hagas eso. Miré sus hombros poderosos. Me miró de nuevo, ya sin sonreír, y confundido. Nada está mal, dije, pero no me puedo quitar la camiseta. Se rio y quiso saber por qué. Por muchos minutos me rehusé a explicarle, mientras mordía a través de la camiseta mis pechos y mis costillas, seguro de que cedería. Y como no paraba, tuve que explicarle. Inocente, sin saber qué pasaría esta tarde, me había olvidado de rasurarme las axilas. Muy dulcemente, Riz pasó las siguientes dos horas en mi cama, con su boca y lengua vagando entre el borde de mi camiseta y la cintura de mis shorts. Me besó por mucho tiempo a través de mis shorts de mezclilla y me hizo girar, y perder el sentido del control de mi propio cuerpo. Después, cuando hablamos por teléfono, Riz se rio al recordar que había gemido y me había agitado como un pescado fuera del agua. Me burlé de su expresión cuando vio mis senos por primera vez. Y para entonces estábamos nerviosos por lo necesitados que nos habíamos visto.
      En la escuela, nos encontrábamos durante los recesos del desayuno y el almuerzo. De vez en cuando encontrábamos algún salón vacío. Muchas veces simplemente nuestros pies se tocaban bajo alguna mesa de la biblioteca, o nos tomábamos de las manos. En el autobús tomábamos el asiento trasero, escondido junto a alguna ventana mientras otra pareja ocupaba la otra. Lo mandaba a casa todos los días hinchado hasta casi explotar. A veces sentía el bulto húmedo en sus pantalones. Me masturbaba en cuanto llegaba de la escuela. Nuestro segundo año juntos pasó rápidamente. Riz, en su último año, tenía permiso de sacar el auto tarde. Yo pasaba la noche en casa de una amiga. Justo antes de que se graduara, comenzamos a tener sexo. Íbamos en grandes grupos a bares sucios llenos de espirales de humo en el techo, y donde los dueños no tenían interés en aplicar las leyes de mayoría de edad o de sector. Íbamos a los clubes nocturnos, cuartos largos con láseres verdes que hacían líneas a través de la oscuridad, y baños hechos completamente de espejo y granito.
      Casi duramos los cuatro años enteros que Riz estuvo lejos, en Oberlin. Pero se quedó en el campus en su último verano, y me pidió «algo de independencia». Me pregunté por qué su énfasis en el algo, cuando en verdad la palabra operativa debía ser la segunda. Un año, dijo, regresaría. Estaba enojada, pero decidí esperarlo. Sabía, sólo por las películas, cómo era la universidad en América. Sentada en mi cuarto, junto a mi computadora nueva, veía su username encenderse cuando estaba en línea; determinada a no iniciar contacto; perdiendo la paciencia, enviando algún mensaje innecesario en tono casual, hirviendo de coraje, mandando el link de una canción que estaba escuchando —¿estaba ahí? Sin respuesta. Viendo su nombre volverse gris de nuevo, cuando se iba sin decir ni Hola.
      Me gradué de la universidad ese año, honores en inglés. Un par de semanas después de graduarme me emborraché una noche con unos amigos y me acosté con un estudiante de diseño de pelo largo, llamado Jethro, nombre real Jaiveer Arora. Me había dado un aventón a casa en su motocicleta. Una experiencia terrible, escabullirnos furtivamente por el cuarto de sus padres, su propio cuarto apestoso de humo rancio. Lo evité todo el verano. Y se extendió en mi sector el rumor de que yo era una puta.
      En septiembre de ese año murió mi padre. Un año antes, se nos dijo que había contraído enfisema, que diagnosticaron como efecto del epoc (6). No podía trabajar. Esto lo hizo aislarse mucho más en sí mismo. Mi madre daba clases privadas de inglés a los niños del sector. Papá se sentaba en su mecedora. A veces incluso eso era demasiado, y le faltaba el aliento. Jadeaba como si sus costillas se hubieran colapsado, su pecho hundido, y boqueaba con dificultad. Tosía con tanta fuerza que los líquidos caían a metros de distancia. Líquidos transparentes en el mosaico, separados de la viscosidad de su corazón. Mi madre perturbada. Yo limpiaba después.
      Ma había estado sola por mucho tiempo. Yo también, sin darme cuenta. Luego regresó Riz. Había vuelto de América. Nunca había conocido a mi padre, pero se apresuró a regresar en cuanto supo la noticia. Riz habló con sobriedad con mi madre por media hora, mientras ella estaba sentada con los ojos vidriosos sobre un tapete de paja que alguien había colocado en el piso de la sala. Se fue después de sonreírme levemente. Regresó con una foto de pasaporte de mi padre, ampliada y enmarcada. Mi madre comenzó a aullar del llanto. Cuando se colgó la foto, insistió que nadie la decorara con la tradicional guirnalda de caléndulas.
      Riz vino cada día, y sirvió té y aperitivos a las visitas. En la tarde caminábamos juntos. Ése era el único momento en que yo podía llorar. Su camisa siempre acababa empapada en los hombros. Las primeras dos semanas mi tía y mis dos primos durmieron conmigo y con mi madre en colchones en la sala. Riz se quedaba todos los días hasta la hora de dormir. Les contaba a mis primos chistes tontos, mientras lo ayudaban a tender las sábanas de los colchones. Luego, me dijo que tenía que sobornar a los repetidores cada día para que lo dejaran entrar en el sector. Habían sido más amables porque entendían que había habido un fallecimiento.
      Me pregunto qué habría pensado papá de mi boda. El nikaah (7) fue una mañana de enero en el haveli (8) del pueblo ancestral de Riz, rodeado de los huertos de mango de la familia, dos años después de que murió papá. Vinieron mi madre y Dipanita, mi mejor amiga. Nos fuimos al amanecer en nuestro viejo Fiat azul claro. El conductor no podía seguirle el paso al convoy y repentinamente habíamos llegado a un camino de pueblo lleno de pequeñas casas blancas y tiendas de abarrotes, y pequeños estudios fotográficos, hombres de largas barbas blancas y cabellos naranjas bajo sus taqiyah, mirando nuestro vehículo, curiosos por las mujeres citadinas. Parecía que se hubiera apagado el cerebro del conductor. El camino se hacía cada vez más estrecho. Tenía miedo, aunque no me atrevía a decirlo, de que alguna de las ruedas delanteras cayera en un bache y acabáramos llegando incluso más tarde. Una autocarroza del pueblo, de las que tienen espacio para ocho o hasta diez pasajeros, vino en el sentido opuesto. Tratamos de rodearla pero ninguno de los dos podía avanzar. Comencé a gritar, enojada con Ma, con el conductor. Dipanita trató de calmarme desde el asiento delantero. Finalmente llamé a Riz. En cuanto escuché su voz comencé a llorar. Me dio instrucciones precisas. Fuimos en reversa por el camino estrecho y llegamos a una pequeña glorieta. Naz apareció quince minutos después, y para entonces yo estaba tan furiosa con nuestra estupidez que estaba dispuesta a regresar a casa. Llegó en una 4×4, con uno de sus primos junto a él. Se acercó en sentido contrario, detrás de sus ruedas una densa nube de polvo naranja, y se subió los Oakleys a la frente.
      «¿Nos vamos, damas?». Una sonrisa gigantesca mientras miraba alrededor. «Qué bonito lugar han encontrado, pero maulvi Sahab (9) espera». Cuando vio mi expresión, su cara cambió. «¿Por qué tan triste, Shal? Ammi, abbu, todos están relajados en casa. El maulvi lo está pasando bien. Ha tomado ya tres tazas de té, directo del tazón. Toda una imagen. Y todo un ruido, también». Sonrió levemente cuando me reí. Luego volteó a ver a mi conductor. «Y tú. Ahora sí sigue el paso. Te estoy observando».
      No hubo sol en el haveli ese día. Después de nuestras disculpas sin importancia fui llevada de prisa a un cuarto estrecho alumbrado con luces de tubo, donde mi madre me ayudó a cambiarme. Riz estaba en la sala con los hombres de su familia y el maulvi. El corredor al aire libre que llevaba a ellos estaba lleno de rocío casi congelado. Ma me gritaba que me subiera el jaal gharara (10) que me habían dado. No dejes que se arruine. Me llevaron a un cuarto adyacente con colchones en cada centímetro del piso. Silenciosamente, repetí el nombre que había elegido. «Yasmeen, Yasmeen, Yasmeen», como la princesa de Disney.
      A Ma parecía caerle bien Riz. No se inmutó mucho con la insistencia de su padre en el nikaah. Encontraron un maulvi que ignorara las rígidas costumbres de la conversión. Se divirtió en el haveli. Cuando asentí a las dos o tres preguntas que me hizo en urdu el maulvi, Mamá, Dips y yo estábamos repentinamente rodeadas de una parvada de mujeres, las tías y primas de Riz. Riz entró y todas comenzaron a gritar. Parecía diferente en esta casa; más seguro de sí mismo. Nunca había sentido en él la falta de seguridad, siempre ancho y fuerte, vestido en una salwar-kameez marrón, con el pelo derramándose del topi blanco. Puso su brazo alrededor de mi cintura, lo que provocó muchas burlas. Mi madre y Dipanita se unieron a ellas. Fotografías con un carrusel de primas, las más jóvenes muy tímidas. Por la forma como lo miraban podía uno deducir que algunas estaban enamoradas de Riz.
      El tío de Riz entró. Chachoo administraba las tierras de la familia. Sin decir mucho, tomó a Riz de la mano y nos escoltó al piso superior, a un pasillo con veranda que miraba a los jardines. La mañana se rehusó a volverse cálida, y yo temblaba de frío para cuando llegamos. Levantó un bloque de madera estrecho que aseguraba la puerta del final del pasillo. Una vez que nos llevó al cuarto, apuntó a la cama y miró firmemente al suelo. «Ustedes descansen aquí», murmuró. «Alguien subirá en media hora».
      Estábamos en un cuarto húmedo donde las ventanas altas, entrecerradas, dejaban entrar sólo líneas del cielo gris, las barras de madera de las ventanas tan gastadas que sonajeaban. Encontré una caja de apagadores amarillentos pegada a la pared, y cuando la encendí, una luz de tubo prendió con chispeos y zumbidos. La idea de coger en este haveli de ochenta años, cuando mi madre y sus padres bebían té lechoso y denso bajo nosotros. Dipanita sentada con ellos.
      Reí silenciosamente. Me quité dos capas de ropa, con cuidado, y las puse en una silla, y me extendí en la cama. Riz se quitó la kurta (11) y se unió, y ambos sonreímos al pensar en cómo nos tratarían ahora nuestras familias. Riz estaba inquieto bocarriba, así que puso su cabeza sobre mi pecho. Su respiración se aceleró. Apenas comenzaba a acostumbrarme cuando dijo: «Sabes, mis padres deben de haberlo hecho también en esta cama».
      «Pues sí. Y ahora para eso estamos aquí tú y yo. Hora de cogerte a Jazmín, Aladdin».
      «¿En serio? ¿Tienes energía para eso?».
      «El cuarto está congelado. Y no tengo idea de cómo quitarme el resto de esta cosa».
      «Abbu probablemente tenía vergüenza de decirle a Chachoo de nosotros. Que hemos estado juntos».
      «¿Y por qué diablos sabría eso tu padre?», le pregunté a Riz, con un pequeño golpe en la nuca. Había grietas en el techo que parecían las fosas nasales y los ojos de una pequeña cara retorcida.
      «Quisiera que mi papá todavía estuviera con nosotros», dije.
      «¿Cómo está tu mamá? ¿Está tomando todo esto bien?».
      «Sí, muy emocionada. Se ve bastante feliz».
      «Me alegra. Me preocupaba que esto fuera demasiado».
      «No, todo esto le gustó. Estaba preocupada antes».
      «¿Qué quieres decir?», la voz apagada de Riz ahora estaba alerta. Se rodó lejos de mí y se levantó con la mano bajo su oreja derecha. El viento abrió una ventana y un cuadrado muy derecho de luz apareció en la cama, encendiendo el polvo que flotaba junto a la cabeza de Riz como burbujas de soda.
      «Nada, realmente. Fue algo que dijo».
      No dijo nada, y me miró con una sonrisa forzada, con el brazo doblado en un escaleno muy prolijo, y pensamientos rápidos detrás de sus ojos.
      «Amor, no malentiendas», dije. «Sólo estaba siendo protectora. Soy su única hija. Por supuesto que se preocupa».
      De nuevo, no hubo movimiento, pero sí el mismo tono pesado. «¿Qué dijo?».
      «Abrimos una botella de vino porque era mi última noche en su casa. Ahora estará completamente sola. Pero sabes que le caes bien, ¿verdad? Nunca diría algo como eso».
      «¿De qué se preocupaba, entonces?».
      «Uf. Sólo preguntó si estaba segura de lo que estaba haciendo. Era más como una broma. Nos sirvió un segundo vaso, y subió la copa a su nariz, y dijo —traté de copiar la expresión nerviosa de mi madre, esperando que eso disipara la tensión—: “Riz es… es un chico tan bueno. Sabes lo bien que me cae. Nos ayudó tanto cuando tu padre murió. Y yo sé que ha estado ahí contigo. Te digo, mi mayor alivio es que es tan diferente. No es tan… típicamente musulmán, ¿sabes? Es que, después se pueden volver muy religiosos. Hay una tendencia. Le pasó a una amiga mía. Su esposo se volvió fanático después. ¿Recuerdas a tu tía Leena? Las hijas tenían que ponerse el Hijab. Sus hijos sólo podían casarse con mujeres musulmanas. Imagínate. ¡Aunque su madre era hindú! Me sentí tan mal”».
      Riz no parecía ofendido. Incluso, le divertía. Lo volví a acercar a mi pecho. «He oído eso antes», dijo. «No de tu mamá, por supuesto. Debemos explicarle qué es un fanático de verdad. ¿Eso era entonces?».
      «Sí, básicamente». Acaricié su cabello con mis dedos. «Le preocupaba que te quisieras casar de nuevo, y de nuevo, y de nuevo: “Pueden tener cuatro esposas. ¿Qué harás entonces?’».
      «Mi pobre nena. Y la noche antes de casarte. Qué puñeta psicológica».
      «Y le dije que te haría la vida tan miserable que nunca querrías casarte de nuevo. ¡Y lo haré!».
      Sus padres insistieron en que pasáramos la noche en la casa vieja, pero mientras su familia hacía la siesta, hicimos que uno de los conductores nos llevase a la ciudad. Nuestros amigos de la escuela nos esperaban en una suite que Riz había rentado en Claridges. No hicimos la larga celebración típica porque nuestro matrimonio ya era de por sí complicado. No era contra la ley, pero te hacían sentir como si hubieras hecho algo terrible. Nuestras fotografías tuvieron que publicarse en el boletín de la estación de policía por un mes antes de la boda. Permisos firmados de los padres de ambos, en todo tipo de formas burocráticas. Habíamos tenido que tramitar fotocopias del certificado de defunción de mi papá con siete autoridades distintas. Permisos, en su sector y en el mío. Tuvimos que declarar domicilio oficial. Las reglas eran tan estrictas que se había vuelto imposible para nosotros vivir en su sector, o en el mío, con alguna semblanza de paz.
      Y así fue que llegamos al East End.

 

Traducción del inglés de Héctor Ortiz Partida.

1   En el inglés original la línea dice: «Oo said thees? Oo said?», imitando el acento bengalí del personaje. (Todas las notas son del traductor).

2   Loo es el nombre que recibe el viento desértico que afecta en el verano ciertas regiones del Ganges y el norte de India.

3   «Repeaters » , se refiere a un grupo paramilitar de la India.

4   Un sombrero corto usado por los musulmanes en la India.

5   La palabra abbu es una forma levemente infantil de decir papá en urdu. Esto implicaría la condición étnica de los personajes.

6   Enfermedad pulmonar obstructiva crónica.

7   Una boda islámica.

8   Una mansión india.

9   Un maulvi es un predicador islámico.

10   Vestido de gala pakistaní.

11   Camisa larga de hombre.

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