Ibrahim Hernández
Casi secular, lo exterior, el mito rmr en la tradición cubana.
Matriarca, paridora, la que ama los libros. Atalaya esotérica, secreta. Plataforma en el aire, un refugio, no contra la intemperie, en el paisaje de posguerra. Trasnochada y anacrónica como un radioaficionado cuando la voz del otro lado me falta. La dispersión de los amigos y los hijos. Anfitriona de los rigores del ceremonial, círculo, el salón impostado, la liturgia literaria finisecular. Locuacidad rayana en el arranque, el exabrupto emocional o el delirio. El gesto de distinción, la abstracción: mi suéter cuesta lo que un bosque en otoño. Denostada o admirada sin medianías. Grafomanía impuesta a lo que se degrada. Escribidora como quien zurce, remienda, o coloca encajes. Cerebral y pecaminosa, los diarios: veleidades, tormentos de la relación con T. y teoría francesa, consumiciones del yo, a partes iguales.
Pero el espejo, más bien los espejos de la casa, el azogue gastado, lo mismo en la cubierta del botiquín que dentro de una cajita reliquia. El espejo de las deformaciones donde se oculta el diablo, si es que no nacerá del ombligo invisible, descompone tras la escritura las variantes del mito. Nos previene —reflejos que han quedado atrapados en el lado contrario— de la existencia de Reinas distantes y superpuestas, extranjería y palimpsesto. Impúdica, divagante, la imagen devuelve el simulacro del grupo de Bloomsbury, té y reuniones los jueves; Minnie Marsh, la chica de la isla de Wight, el guardafaros de Aspinwall e indicio de arboladura, altivez de la máscara entre el puerto y la luz; un lugar para afirmar cierta aristocracia del espíritu y repasar la imaginería de las islas; metamorfosis y foto de Virginia en la cabecera.
O nos ciega el reflejo que se piensa objetual. Ex profeso la muchacha posa para el espejo, prepara platinada la escena maquinal de la silueta y los rayos de luz. Flexiones y reflexiones, contemplación y exégesis del cuerpo desnudo, Barthes o Duras, posestructuralismo y nouveau roman, corrección del instinto e intensidad. Toda confesión es un proceso intelectual y preceptivo, descomposición de los flujos del yo y necesidad de la prosa: «Me aburro de mirarme y no ser la verdadera causa de la contemplación en el tiempo que transcurre desde que mi primer ojo ve, hasta que el segundo, un instante ínfimo después, alcanza la refracción de esa imagen y siento la agonía de una forma que no conozco».
Sin olvidar —juego de reflejos mediante— a la Reina centroeuropea, epistolar y grandilocuente; la Reina norteamericana del poema de Lowry y los versos sucios de la escasez en Bosque negro; o a la Reina poeta popular, coloquial y primeriza; la prueba hierática —emblema en una moneda que ha sido intercambiada por pase a los reinos de ultratumba— de hartazgo y sedimentación del mito rmr en nuestra tradición se obtiene por reverberación de las pulsiones de su psiquis rusa.
Mito e imagen.
En el comienzo, dos fotografías y un gesto: La primera, Reina como heroína de Eisenstein. Monumental, con perfil de afiche socialista, la mirada perdida en un paisaje inimaginable. En el fondo de la composición, la textura áspera de un muro sobre el que camina erizado, asustado quizás por una descarga eléctrica anterior que ya la foto no recoge, un gato. Apuro un título: «Heroína. Vísperas de la tormenta». La segunda, su reverso, foto de contracubierta de Otras cartas a Milena, heroína devastada por los tiempos del Terror. Ojeriza, surcos en la cara, mirada fija en el objetivo como si de un trámite policial se tratara. Rostro de madre desesperanzada que vuelve de la Lubianka.
Finalmente, el gesto caja de resonancias: la resistencia. Y la Azotea como parte y replicación de la tragedia de la cultura. Tomamos té a la rusa y amigos que arropan como a quien ha escapado de la guerra. Meditación sobre la libertad y autonomía del artista. Porcelanas, samovares, talismanes: la realidad simulada. Amistades literarias (Ponte/Reina, conversación mediada por escuchas). Y el talante de una Shapovnikova para, en ciudad sitiada, tras los ecos lejanos de una guerra inexistente, pedir por el mantenimiento de las apetencias y las conversaciones trascendentes. Y el talante de una Shapovnikova que se debate entre oficial escéptico, condenado y héroe de guerra: dos hombres, fluctuaciones de poética.
Aura de lo ruso: hambruna, escasez, y los hijos que piden qué comer. Lo grotesco-culinario: bistec de toronja y engaños de ese tipo. Periodo Especial-Gran Terror: salvando las distancias, la extrañeza de las etiquetas. Fetiche, penetración y luego nostalgia: la melancolía del Periodo Especial, no su sopor, viene de la ausencia de una idea de lo ruso, su disolución. María Mariosh y el barco soviético que se pierde de la rada. Y Reina que percibe como nadie esa experiencia del vacío en muchos de los textos posteriores a aquellos años. Colas, infinitas colas. Tiendas especiales, compra por cupones: objetos sin fin ni destino. Paraíso. Tiendecita. Monte. Noticia legendaria de encuentros con el Máximo Líder: ambiguos, cortantes, improbables de tan ciertos, como las llamadas Bulgákov-Stalin. Vacas y bombones.
Luego —y ya creemos irnos acercando al meollo—, relación psíquica, patafísica, familiar, religiosa, de ultratumba, o no se sabe de qué, con la sombra, el fantasma o el daímon poético de Marina Tsviétaieva. Invocación: Ah Marina, Marina. Correspondencias. Todo indicio de personaje, máscaras o dialogicidad en ellas se deshace en el monólogo permanente y reconocible de una sola voz, voz potente de mujer. Todo viaje por los estados del yo, acentuación en ambas del tono trágico, resulta el parloteo, la confesión (sobre todo la confesión), el decir y desdecir de una voz permanente. Obra, diario lírico, escritura del yo. Y en otro lado, la pulsión cosmopolita en ambas. El irse pero no irse, pavor de los aeropuertos, locura de los trámites, asimilarlo todo sin adscribirse a nada (Marina no se une a los simbolistas rusos, a Reina no la entran en Diásporas). La marca cosmopolita en ambas es sapiencia (con Saer) de que no importa la ciudad en la que se esté, se está siempre en la tierra natal. Tierra del lenguaje. El excelente texto inédito de Reina sobre Marina es quizá lo más cercano en ella a una declaración de poética
Ahora, todo esto es envoltura, lo exterior. Caja vacía, agua sucia hirviendo que se finge infusión tras la inmersión de paqueticos gastados. Si se quiere no viene a decirnos nada de la poética rusa de rmr. Vayamos al meollo.
Como en las traducciones de los grandes poemas de la tradición rusa, como en el Pushkin, la Ajmátova, la Marina, el Pasternak o el Mandelstam que leemos en español, en la poesía de Reina María Rodríguez toda aparente sencillez alude a una grandeza perdida en la mutación. Es éste el secreto encanto de su obra: lo que apunta al misterio de una traslación, de un original esplendoroso y perdido, de una conversión que acentúa el misterio. Para la tradición poética cubana, rmr habla en una lengua ajena. Y entonces la poesía de rmr, como tenía que ser, nos deja con la sensación de una revelación que no se produce. Pero ahí están, casi nuestros, los abismos del alma rusa, el lento gotear de la cera, la resignación milenaria, el Frío, el lamento inaudible de los Sauces, las noches infinitas, el sufrimiento, todo el sufrimiento. Un susurro intraducible.