Es una ciudad pero podría ser la sombra
de Narciso envenenando el agua.
David Huerta
¿Qué sentido tiene la poesía de David Huerta? O, mejor dicho: ¿cómo se puede orientar uno al atravesar las calles de una «ciudad laberíntica» como la obra del Premio fil de Literatura en Lenguas Romances 2019? La metáfora es de Luis Vicente de Aguinaga, que en su libro Lámpara de mano (Universidad de Guadalajara / Ediciones Arlequín, 2004) anota al referirse a la antología República de poetas: «No recorrí las cuatrocientas páginas de aquella República, pero habité con gusto una de sus ciudades interiores. La fresca y laberíntica ciudad que lleva el nombre de David Huerta». Antes dijo que llegó a la obra del poeta «como viajan los peregrinos». Mi experiencia fue más la de un turista improvisado. Me adentré sin mapa y con extrañeza por sus laberintos. La primera vez que me detuve asombrado fue ante unas líneas del poema «El rencoroso», que forma parte de El jardín de la luz (1972):
¡Qué días del pasado en que así prodigaba
la estupidez todo el amor del mundo!
«Hay que saber administrarse», repite el rencoroso.
Creí (insensato) (1) que estaba yendo por las calles más seguras al evitar perderme en los laberintos y dar la vuelta ante imágenes como «Herbazales, bajo el ciprés / en el que pálida/ la tarde se destroza». Avancé con poco entendimiento, sólo me detuve en las líneas con mayor transparencia porque también en la ciudad de David, como en la mayoría de las ciudades, en la periferia no se prefigura la majestuosidad del centro. Disfruté, especialmente, imágenes que exhibían claridades en las que poder descansar del pasmo que me generaba la exuberancia.
Al llegar a los poemas de Cuaderno de noviembre (1976), el asombro se convirtió en azoro. Julián Herbert, que coincide con Luis Vicente de Aguinaga cuando se refieren al poeta nacido en 1949 como un contemporáneo (atendiendo, claro, a las reflexiones de ambos que preceden el contexto de estos dos poetas nacidos en la década de los setenta), ha escrito: «La radicalidad de la obra de David Huerta demanda lecturas comprometidas». Y es en este poemario donde percibí el compromiso al atravesar las puertas que me iban desorientando en esta doble casa de Asterión. Ahí el aliento se expande respecto al poemario anterior; el lenguaje amplía sus registros y sus ejecuciones y opera en la profundidad de las atmósferas que me permitieron comprender la reflexión que hace Herbert en Caníbal (Bonobos, 2010): «un poeta en cuya obra se condensan (y discuten) muchas de las particularidades literarias del periodo: del neobarroco al canon clásico; de la experimentación más ambiciosa a la norma retórica más estricta; de la erudición al periodismo cultural».
Digo que vuelven los objetos, que vuelven los días abarrotados,
que vuelven las voces temblando con cargamentos de niebla,
sus reconvenciones y su sonido enrojecido
de música enterrada, ruido germinativo, de pausados ensalmos
o frases que se crispan a las orillas del mal sueño.
Digo que el nombre inflama la cosa o viceversa, se entrecruzan
y llegan a la playa del «poema», despojos de un mar
terriblemente duro y astillas de un humor al desnudo.
Ya dije que iba desorientado y fueron estas líneas las que me revelaron el sentido: «usted está aquí», parecía estar leyendo. Una señal contundente que me permitió avanzar con mayor seguridad por el laberinto. Los versos se iban vislumbrando como flechas cargadas de sentido: señalaban al mismo tiempo varias direcciones pero ya no importaba saber a qué sitios me llevaban: seguirlos era un lugar seguro. La ciudad se había convertido, a estas alturas, en un espacio entrañable. Aún no lo sabía, aunque ahora reconozco que ya estaban puestos los indicios de que todos los caminos de esta ciudad conducen a la majestuosidad de Incurable (1986)(del que hablaré en otro texto). Unas líneas antes de salir de Cuaderno de noviembre, la voz del poeta se presentó para aumentar la certeza: «cuando respiro, me adueño del mundo: no hay extravío, hay imágenes». Ésa es la experiencia de leer a Huerta, la de alguien que llega a una ciudad para perderse en sus calles, sentir la extrañeza y el vértigo, el gusto por la desorientación y la certidumbre de la belleza: la mente accede a la originalidad de las imágenes.