Las fieras [Fragmento]

Clara Usón

Barcelona, Cataluña, 1961. Este es un fragmento de su libro más reciente, Las fieras (Seix Barral, 2024).

Cuando por fin me dieron una pipa, una Browning nueve milímetros Parabellum, tenía 19 años; en aquel momento supe cuál sería mi destino: cárcel, exilio o muerte, o puede que las tres cosas. ¿Es un monstruo quien sacrifica su vida por su patria? ¿Era un monstruo, o un héroe, el Che Guevara? Yo era la única mujer del talde; siempre fue así, varios tíos y yo. José Ángel y yo éramos pareja. Trabajar con tu novio tiene ventajas e inconvenientes. Él quería protegerme, en los atracos a bancos insistía en que yo me quedara en la retaguardia. Entrábamos tres, con los pasamontañas y la pipa en la mano, y eran José Ángel y otro compañero del talde quienes llevaban la iniciativa: se plantaban en medio de la oficina y decían esto es un atraco, que nadie se mueva, no queremos hacerles daño, etc. Yo me apostaba cerca de la puerta y desde allí vigilaba los movimientos de los empleados y de los clientes del banco, y también, de refilón, la entrada de la sucursal, por si venían los txakurras. Si eso sucedía, la más expuesta era yo, les explicaba a mis compañeros para que me dejaran estar delante como ellos, dar órdenes, encañonar al cajero, ser protagonista y no comparsa, pero no había manera. Yo creo que se avergonzaban un poco de mí, de andar pegando palos con una mujer, parecía poco serio. Yo era tan alta como ellos y vestida con pantalones, botas y un anorak, con la cara y la cabeza tapadas, podía pasar por un tío, quizá por eso me decían que no hablara. A mí eso me cabreaba. Con la ekintza de Ángel Facal tuve mi oportunidad. Mi novio estaba más nervioso que yo. Tenía miedo de que yo fallara, que no me atreviera o que no acertara. Aquel día me gané su respeto y su confianza. Y de eso me quejo, de que las mujeres tuviéramos que demostrar más arrojo y sangre fría que los tíos para ser tratadas como sus iguales. Me reprochan que actuara con sangre fría pero eso nunca se lo recriminan a los hombres. ¿Cómo se supone que tenía que comportarme, como una histérica? Yo por dentro era un flan pero supe dominarme. Mi lucha era doble: por la liberación de Euskal Herria y por la liberación de la mujer euskalduna.

El padre de la Tigresa se llama Melchor, trabajaba como carpintero y nació en Puerto Seguro, población ubicada en una zona agreste y montañosa de Salamanca, fronteriza con Portugal. Idoia López Riaño procede de una familia republicana, un abuelo suyo tuvo que esconderse cuando los nacionales ocuparon el pueblo. Su madre, Mari, es de un pueblo extremeño de la provincia de Badajoz. Melchor y Mari se conocieron en el País Vasco, adonde ambos habían emigrado, y una vez casados se establecieron en Rentería. De niña, Idoia solía pasar el verano en el pueblo de sus abuelos. Los lugareños la recuerdan como una niña alegre, simpática, divertida, que a los 16 años se echó un novio vasco e interrumpió sus visitas. Su madre, que dejó el País Vasco y vive con su marido en Villar del Ciervo, un pueblo cercano a Puerto Seguro, le dijo a un periodista inglés que su hija se juntó con malas compañías.

—No sé por qué. Sucedió.

Deja a mi madre en paz, María Ortega. A mí en ETA no me metió ningún novio; yo entré por convicción propia, por mis ideales. Nunca he sido la sombra de nadie.

No sé a qué colegio fue, qué estudios completó, ni cómo conoció a José Ángel Aguirre. Supongo que sería en el ambiente abertzale en el que se movía, puede que fueran de la misma cuadrilla. Sí sé que era —es— muy guapa. Mide más de un metro setenta, tiene unos ojos azules enormes que se le comen la cara, durante muchos años llevó el mismo peinado, una copiosa melena de rizos negros que trazaban caracolillos sobre su frente y descendían en cascada sobre sus hombros y su espalda. Era delgada, tenía muy buena figura, podría haber sido actriz o modelo. Su belleza tiene mucho que ver con su fama. La mujer fatal, la hermosa asesina, nos fascina porque parece encarnar una contradicción; de una terrorista esperamos un rostro agrio, duro, violento, casi podemos comprender que mate por rencor o desesperación. Una mujer fea tiene derecho a la amargura. Una mujer guapa debe estar agradecida a su buena fortuna y liarse a tiros con desconocidos es un acto de ingratitud suprema. Las que no somos guapas pensamos que si lo hubiéramos sido habríamos tenido una vida mejor, el valor social de una mujer viene determinado por su aspecto físico, todavía hoy, especialmente hoy. Decimos: con lo guapa que es, ¿qué necesidad tenía de meterse a terrorista? ¡Podría haber sido lo que quisiera en la vida! Como si la belleza fuera más útil para medrar que la inteligencia y el esfuerzo. Aunque en verdad, cuando decimos esto lo que queremos decir es: podría haber conseguido al hombre más rico, más poderoso, más apuesto, podría haberse casado bien y asegurar su futuro. A una guapa le basta con su hermosura y saberla aprovechar mientras perdure. En la España de los años ochenta todavía era así, ahora quizá no tanto; un rostro hermoso, un cuerpo perfecto pueden ser muy rentables por sí mismos en las redes sociales y el matrimonio ya no es garantía de un buen porvenir. En todo caso, la imagen de una mujer hermosa disparando a bocajarro en la sien de un hombre indefenso perturba más que si la pistolera fuera una mujer poco agraciada, incluso fea. Quizá, de forma inconsciente, arrastramos la impronta de la vieja asociación platónica de lo bueno, lo bello y lo verdadero, o puede que sea pura envidia.

Envidia, envidia cochina es lo que me tienes, María Ortega. Toda mi vida he tenido que soportar los celos, la hostilidad, el resentimiento de otras mujeres, como si yo les hubiera robado algo a ellas, como si mi belleza fuera una injusticia. De esto no se habla: la belleza puede ser una carga. Los hombres cuando te ven sólo piensan en una cosa y las mujeres te tratan con recelo; todos, hombres y mujeres, presumen que si eres joven y guapa por fuerza has de ser tonta.

De lo que no cabe duda es de que cuando eres joven y guapa los hombres se deshacen en atenciones contigo. El cliché como moscas a la miel no es una exageración, la belleza tiene algo magnético, una fuerza de gravedad que los atrae sin remedio. En cuanto un hombre se topa con una mujer hermosa le cambia la expresión de la cara, donde había un ceño aparece una frente despejada y la boca se le abre en una sonrisa boba. Sé de lo que hablo: lo he visto, lo he experimentado de forma vicaria, la Tigresa era la miel y el hombre con el que yo estaba, la mosca.

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