(Lima, 1975). Ganador del Concurso de Microrrelato de la Casa de la Literatura Peruana (2017). Ha publicado la colección de minificciones Juanito Tragapelas —micrometrajes (KIndle).
Necesitas comprobar que tus manos están compuestas de dedos, de uñas muy cortas, de piel. Como la penumbra te vela los detalles, extiendes las palmas contra la tenue luz de la cortina. Y sí, al menos sus contornos lucen tan humanos y pacíficos y burgueses como siempre. Hubieras suspirado de alivio, pero no quieres despertar a Nina. Te apoyas sobre un codo y la miras. Está viva, ilesa, serena. Ronca. Envidias que siempre duerma a pierna suelta y que nunca tenga pesadillas. Te vuelves a tu mesa de noche para ver la hora. 2:31. Calculas: en tres horas y media habrá que levantarse, el tráfico, la oficina, el balance de fin de mes, el contrato que están a punto de perder… ¿No deberías seguir durmiendo, Carlos? Necesitas descansar. Pero el sueño está muy fresco todavía y quieres esperar un poco a que se te olvide. Vas a refregar uno de tus ojos, pero, justo antes de que el párpado roce tus nudillos, desconfías. Sólo por si acaso, envuelves una mano con la otra, alternadamente. ¿Ves? Todo está bien. No hay ninguna arista rara, Carlos, sólo fue otra pesadilla. Lento, te incorporas, tratando de que los resortes del colchón no truenen porque, si no, Nina, otra vez, saldrá con eso de que está gastado y de que hay que comprar uno nuevo. Y de dónde, Carlos, de dónde. Vuelves a mirar a tu mujer, que ocupa tres cuartas partes de la cama y que parece sonreír. Te preguntas con quién sueña y, de inmediato, te respondes: No me importa. De pie, junto a la ventana, examinas tus puños. No tienen púas verdes y, en la superficie de tu brazo, en vez de escamas aceradas, se asienta la misma lámina de carne, fofa y velluda, de toda la vida. Detienes a tiempo otro suspiro. Entreabres la cortina. El resplandor anaranjado no proviene de un incendio, como en el sueño, sino de las dos farolas que hay frente al edificio. En vez de alaridos, sólo se oye el silbato ocasional del vigilante nocturno. En los tres minutos siguientes no pasa ningún auto por la calle. Parece la noche de cualquier jueves. ¿Lo es? Lo es, Carlos, relájate.
Aunque el horror del sueño se ha enfriado, aún permanece algo de la escena de los chicos. Decides ir a verlos. Por si acaso. Procurando no hacer ruido, sales al corredor y te arriesgas a encender y a apagar de inmediato la luz para confirmar que, sobre el piso laminado, no hay rastros de intestinos desgarrados. Igual quieres asegurarte de que todos estén bien. Te acercas a la puerta de Rosi. El pestillo está puesto. Claro: ya tiene trece. A diferencia de antes, cuando habla por teléfono lo hace tan bajito que ya nunca te enteras nada de su vida. Pegas una oreja a la madera (que no está rota), y te alivia el ronquido quedo y sereno que resuena del otro lado, aunque, también, te inquieta su distancia. ¿Con Nicanor será lo mismo cuando crezca? Te acercas a la otra puerta. El picaporte (que no está ensangrentado) cede. Es que tiene nueve años, todavía. Pero ya pronto, Carlos, uno o dos años más y también empezará a chotearte. En la penumbra distingues el torso de tu hijo, que se eleva y baja sin apuro. No guardó los juguetes (siguen regados por el piso), no desenchufó la consola (que tiene la luz roja encendida) y nunca ordenó la ruma de ropa sobre la silla. Al menos, te dices, tiene los brazos y la cabeza pegados a su cuerpo. Al salir, ahogas otro suspiro, cargado de alivio, pero, también, cargado de algo más.
Luego inspeccionas la sala, el comedor y el vestíbulo. La puerta principal del departamento tiene puesta la tranca. La lámpara está erguida, la consola de vidrio, intacta, y no hay rasguños en las paredes. Todas las siluetas lucen romas, graduales, blandas, como si una penumbra líquida, protectora, las embadurnara y aquietara, impidiendo que hagan daño. Nada suena. Y nada, excepto tú, parece vivo. Te preguntas si eso es paz.
No tienes hambre ni sed, pero, ya que estás en la cocina, abres la puerta de la refrigeradora. Dentro, casi entero, está el pastel con cubierta de menta, ese que en la víspera te negaste a probar, pese al reclamo de tus hijos y la ira de tu mujer. Lo sacas y lo pones en la mesa, con remordimiento. Piensas que si le quitas la costra del glaseado verde, podrías probar un poco de lo que hay debajo sin sentir tanto asco. Cortas un pedazo e intentas desollarlo, primero con una espátula, después con un cuchillo y finalmente con los dedos, mucho más precisos. Lo que sobrevive es un bizcocho deforme y anguloso con olor a naranja que llevas contigo hasta el espléndido silencio de la sala. No te sientas en los sillones, sino que te quedas de pie junto al ventanal que domina la ciudad. Tienes el platito en una mano y una cucharita en la otra, pero no pruebas bocado. La madrugada es suficiente: fría, pero abrigadora. Te solazas con la ausencia. Con la confortable paralización del mundo. Con la seguridad que te niegan los días y los sueños. Aspiras hondo y exhalas muy despacio, para que nadie lo sepa. La gasa de tu aliento crea minúsculas gotas sobre el cristal. Al verlas tan redondas y brillantes piensas en planetas, en estrellas, en el vaho creador de un gigante. ¿Así se sentirán los dioses? No —te respondes de inmediato, borrando las esferitas con el dorso de la mano—: es así como se sienten. Y entonces, al abrir la ventana, lo ves.
Está lejos, bajo el velo de la luna menguante. Es un conjunto de nubes que avanza sin prisa por el horizonte de Lima. Sus volutas angulosas evocan el lomo espinoso de un reptil descomunal, que, por estar hecho de vapor, devora sin ruido los distritos costeros de la capital. El viento aporta realismo a la visión. No es difícil imaginar que derriba los edificios, que aplasta los autobuses y que aviva los incendios con su cola palmípeda.
El de tu sueño, en cambio, era un monstruo mucho más pequeño. Había rasgado los pestillos con sus garras para meterse al departamento y atacar a tu familia, una noche en la que tú no estabas. Lo peor: tú veías todo lo que él veía, como si tuviera una cámara montada en el hocico. ¿Te acuerdas de Mariana? Ella sabía interpretar los sueños y, seguramente, tendría muchas cosas que decir acerca de éste. Besaba bien, Mariana. Te preguntas en dónde estará, si se casó o si se fue a recorrer el mundo como presumió que haría el día en que terminaste con ella (el mismo día en que te arrepentiste y la buscaste y se dio el gusto de decirte no, Carlos, con pusilánimes, no). Ella, que conocía bien tus gustos, jamás te hubiera comprado un pastel de menta por tu santo. No te habría hecho la guerra para que tu hijo lleve el nombre de tu suegro. No habría parido prole desagradecida (y quejosa y caprichosa y consentida). Nunca habría abandonado su trabajo («con lo que tú ganas, suficiente»). No hubiera jurado destruirte si no adquirían ese departamento («con la vista que soñé toda mi vida») que te tiene de los huevos con las cuotas. Algo en el temblor de tu mano (pusilánime) hace que el plato se resbale y se precipite por la ventana hacia el estacionamiento del edificio. Lo normal es que la noche exagere los sonidos. La de hoy, en cambio, se los traga. De todos modos, durante unos segundos, te quedas inmóvil, de una pieza (pusilánime), esperando a que Nina, Rosi o Nicanor salgan de los cuartos con su curiosidad metiche a cuestas, dispuestos a arruinar tu paz secreta. Pero no ocurre nada. Hasta eso te molesta, ¿no?, lo bien que duermen. Piensas que Kraken sí habría venido. Pero Nina no quería a Kraken y lo regaló sin consultarlo contigo. No soportaba sus ladridos ni sus lametazos ni los pelos que dejaba en los sillones. ¿Será por eso que en tu sueño sí estaba Kraken? En ese mismo sillón, Carlos, bien sentado, derramando pelos como lágrimas, con el rabo entre las patas mientras su mirada (¿resignada?, ¿cómplice?) seguía el callado avance del monstruo hacia los cuartos.
Te asomas. Allá abajo distingues un pedazo del plato roto y lo que parece ser un montón de migajas esparcidas sobre el techo del carro de los González. Imaginas el reclamo de los vecinos por la mañana, las palabras de Nina cuando vea lo que has hecho con el pastel («que tus hijos y yo te compramos con amor»), la excusa (pusilánime) que ofrecerás, las cosas que dirá de ti a los chicos, las críticas que harán los tres. Esta vez no puedes evitar que el suspiro se te salga, fuerte. Instintivamente, te tapas la boca, como si así pudieras conseguir que la ruidosa exhalación se regrese a tu garganta. Pero es tarde, Carlos. Él te ha oído.
Clavas tus ojos en el horizonte. El monstruo de las nubes ha frenado, ha girado, te ha mirado, te ha reconocido y se ha echado a andar. Viene hacia aquí, Carlos. Viene por ti. ¿Pusilánime yo?, le preguntas, desafiante. Ya no es miedo lo que sientes. Vuelves por el resto del pastel, decidido a verlo volar, entero, sobre los autos de los vecinos. Pero cuando enciendes la luz de la cocina, el filo aún verde del cuchillo te propone una idea mejor.