Las enormes puertas de acceso al Averno… / Mario D. Aguilar

Eran los tiempos de la eterna batalla entre Dios y el Hombre. Sin lugar a dudas, Dédalo e Ícaro.
Hincado frente al humo escanciado de su boca —él, humo-etéreo —, girando de manera hegeliana-platónica-marxista (dialéctica a fin de cuentas), produjo el desarrollo de un diálogo procedente del extraño orden de entrañas que su posesor presentaba. Resolvía, finalmente, la procesión de preguntas sin respuesta que se había manifestado desde “varios días a la redonda”. Su acompañante, otrora un simple mortal, pensaba durante lo que él consideraba como su último instante de lucidez. Momentos y motivos: la segunda pierna cesó de responder, el dedo anular derecho se enroscaba pendularmente, la incontinencia de fluidos corporales impedía una comodidad total debido a miedos heredados, la mente accionaba intermitentemente los movimientos de la boca —horriblemente cercana a la nariz— , las cejas y los ojos, para inutilizar la narración del que sería el más grande de nuestros profetas… Sin embargo, se mueve, y todo idiota necesita un maestro, y todo maestro se ocupa de un líder conosinséquito. Estaban, vamos, en palabras mundanas, las miradas cruzadas; uno observando lo oscuro en el ojo del “otro”, que a su vez escudriña en lo blanco entre las cuencas del uno. Y uno deseaba respuestas; el semejante, lo otro.
    —“Y Helios se ocultó: sin luz quedaron todos los caminos”… por los siglos de los siglos. Amén
    —Presentando a las luengas filas que se desprenden de tus dedos…
    —A pesar de todo, continúan, muchacho. Porto las alas para incrementar mi probabilidad de vuelo y tú sólo notas mis jodidas uñas…
    —Porto la ausencia de espirales y tú lo único que notas es la existencia de las tuyas.
    Y todo sabio prefiere al estudioso para que le admita de sus verdaderas capacidades.
    —Y tu infortunado futuro será, para aproximarnos un poco más al fin del mundo: rascar…
    El gran umbral de salida a San Pedro…
    Por supuesto, Padre e Hijo.
    La irremediable ubicuidad del viaje, sobre todo al transportar a un cuerpo inútil, las barbas y las uñas. Queda sitiado el lugar de la inspiración de nuestro poeta-profeta. Uno en el lecho del otro; el otro en las alas del uno. Así, con una serie de sospechosas gesticulaciones, el guía enunció palabras de amor a la guerra: “Para ti, muchacho, la verdadera historia de Adán y Eva:…”.

 

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