Las dimensiones y sueños del Sur / Maori Pérez

Menos es más. El amor es ciego. Eso lo dijo Kurt Cobain, el vocalista de Nirvana. «Smells Like Teen Spirit» fue su mejor tema; para algunos, su único tema. Era tan prodigiosa, que hicieron que la tocaran una y otra vez, una y otra vez. Cuando la editaron, superpusieron todas las grabaciones, de ahí la profundidad del sonido de la versión masterizada. A aquélla yo le decía, a contrariedad de la anécdota del rock, que si ella fuera Pablo Neruda, en la historieta se llamaría Pablo Picasso, y si se llamara Teillier, Guillermo Teillier en vez de como el vate, palabra horrible. Lo mismo entre César Vallejo, Camila Vallejo, Claudio Valenzuela y C.V., el Gallo Rojo, El Diablo, María Música, María Montt, la protagonista de mi relato ambientado en México, aunque nuestra biografía aconteciera por un tiempo de hospedaje en la Argentina, y mi poeta, si bien un poco ángel malo, ya que mi pareja —es broma, pero también es medio grave—, verdaderamente una ciega, se llamaba Soledad.
     A la Sole dediqué, siempre de otro modo, mi obra, por lo tanto, su obra. Como mi ciega no podía leer los globos de diálogo o ver los cuadros del cómic, dibujé y escribí una cantidad a modo de venganza, no contra ella, sino con el manuscrito como conjura contra el poder, contra la falta de capacidad que nos oponía a todos en determinada mesura el destino. La exacta suma de la serie que sigue la senda de seis por superficie de página, desde el inicio hasta la conclusión, es 666, un número que no por ordinario es menos significativamente usual.
     Aclararlo: si bien la historia relata las aventuras de Lucybell por los Estados Unidos de México, no es una épica del mal sino del antiheroísmo, y si bien en una de las viñetas la mujer mejor conocida como Satanás encuentra a Cristo, lo deja ir tras una breve conversación, convencida de que se trataba en realidad de Brian, el pseudomesías de la Monty Python, la compañía británica de comedia, y que el Elegido ya había sido anulado o no era más que un cuento viejo.
     De la anterior viñeta, recuerdo que se la conté a Soledad y me preguntó, con sincera, ingenua certeza, si, como yo era el guionista y además el dibujante, sucedía a la par de los cameos de Hitchcock que yo era ese confuso Brian, si yo era el Dios que ella, el mismísimo Diablo, habría perdonado. No recuerdo qué le comenté. Probablemente un balbuceo, que ella era todos los personajes, o que ella y yo éramos alternativamente todos los personajes, o que C.V. pasaba de Jesucristo a un espejo al olvido, de forma que proseguía con su aventura por otros rumbos sin volver a prestarle o prestarse atención alrededor de ese tema, tanto misterioso como progresivamente irrelevante, y le bastó.
     377 días precisamente previos al 27 de julio del 2007, terminé y quemé Las ecuaciones surrealistas, Las dimensiones surrealistas, Las dimensiones y sueños del Sur, para lanzar el manuscrito chamuscado a un lago en la Región de los Ríos. Pero eso fue más tarde. El 25 de mayo de 2005 me vine en un bus escolar, de la comuna de Macul, en Chile, a la capital de la Argentina, al barrio en el que, eso se dice, vivió el también inmigrante guitarrista de la Bersuit Vergarabat, Alberto «Tito» Verenzuela, El Hoyo Francés. El 26 de junio, un año exacto antes de quemar y deshacerme de la historia de María Montt, llegué en una camioneta repintada con los colores de mi revolucionario viaje, puertas y techo verdes y azules y rojos y blancos y purpúreos teñidos con spray, barniz y pintura de tarro sobre los tonos originales del Subaru catalítico amarillo, quizás a metáfora de una rutina solitaria de acarrear niños al campus florido del Liceo 62 y fotografiar, escribir o dibujar por las noches, cuestión que preferí transformar en una sucesión vital de algo extraño y novedoso, indescifrable, incapaz de anticiparse o de ser imaginado en lo absoluto.
     Cuando decidí escaparme a Buenos Aires, se podía anticipar, al menos, que repetitivo de Chile no iba a ser, al menos al principio, porque siempre pasa que en donde hay aire, hay de lo mismo, es decir, para bien o para mal, vida, pero también que, si iba a haber algo nuevo —me prometí eso íntimamente—, acontecería una vez que llegara, o cuando se me acabara el dinero y la gasolina, excepción última que no sucedió.
     Incluso durante mis primeros meses en la ciudad, me mantuve bien de dinero aunque no tuviera trabajo. Una vez que hube de trasladarme al puerto, tampoco dormía mal en una de las sillas triples de la camioneta para acarrear niños, si bien cada vez que almorzaba en la plaza frente al estacionamiento de un edificio amaranto, tras comprar unas verduritas en una feria en las inmediaciones del Hospital del Borda, la proximidad del vecino argento me comprometía a sentir la incomodidad de ser chileno en tierra extranjera. Pronto, por una experiencia de cuidador de un privado en Chile, conseguí laburo de junior y nochero, si bien decidí mantener mi lugar de residencia y almuerzo, porque tampoco me alcanzaba para todo. En el más estricto de los rigores, nadie se me acercaba en la zona exterior de la cuneta de concreto alzada en la plaza donde nos sentábamos a comer o a dar de comer a las palomas, y nadie parecía desear la cercanía de los otros. Pero una mañana de abril, aquella hubo de saludarme.
A vos te encuentro aquí cada día, me dijo, vos no te bañás desde que venís y por eso te reconozco, aunque no sé qué es lo que reconozco, si solamente una persona con un olor espantoso o el olor anterior a un mal hábito. Te concedo el beneficio de la duda. Será que tenés como la pinta o al menos el dejo de algo bueno que sin embargo no sé qué es, y te exijo que me digás qué es, recalcó brillante pero también como dopada, en una jerga que me pareció fingidamente argentina, y que luego descubrí era consecuencia de su enfermedad de la visión, que era, como se puede intuir, mental. Le confesé que, tras viajar aquí en un bus para instituciones educacionales, me había dedicado a vivir y a imaginar como primera viñeta de un proyecto de cómic la escena de una pelea de gatas en una secundaria mexicana, donde una de las chavitas era hermana del vocalista de una banda de metal satánico y la otra chavita no era nadie, pero casi mataba a la primera chavita en el momento en que ésta primera le fingía a la segunda que era una especie de monstruo a punto de abordar el despedazamiento de su contrincante.
     Las compañeritas de las dos chavas quedaron todas con la sensación de que la segunda era alguien, posiblemente alguien para respetar y/o admirar pero también alguien amargo que era mejor dejar en paz y a la distancia a partir de entonces. Incluso, pensó la primera chava, alguien verdaderamente malvada, que no jugaba a pelear sencillamente, y cuya maldad se revelaría con el paso del tiempo como una épica cotidiana de antiheroísmo alcohólica en busca de quién sabe qué misterio a develarse, con los pormenores trágicos y velados de épicas cotidianas tales, registrables únicamente por poetas o por sus futuras amigas, rockeras riot girl y lesbianas con igual carencia de utilidad, o una simple tragedia de estas que pasan todas las noches en las noticias del horario prime seguida de la extinción, ahora sí, definitiva, del rencor que se traía quién sabe de dónde la nueva. De algo bueno, confirmó la ciega cuando hube terminado mi relato. De algo bueno tenés pinta. Me presento entonces, che. Yo soy Soledad Huneus. Así fue como conocí a la Soledad.
     A Soledad le había comenzado a contar, una noche de nuestra relación, de la música que rondaba la ficción que habría de compartirle. Será posible establecer, le dije, que si se somete a censura el tema «Mujer robusta», de la banda chilena de pájaro-métal, Sinergia, Incubus, alguna diferente, que lance el ¡Chi! (pienso en nuestra actual Anita Tijoux) y Chancho en Piedra cuando cantan aquella clásica, y patria, del deber madrugar sin flojera, se puede obtener, introducción musical de por medio (lo que trae a pantalla acústica lo enrarecido del experimento, a modo de pausas, entre una mera frase y la siguiente): «Men… In… Chi… Le!». Men in Chile podría haberse terminado llamando el disco que haría de banda sonora a Las dimensiones surrealistas, un puzzle musical para mi proyecto de historieta. No le gustó la idea a la Sole.
La idea, en vista de que yo también soy, a la manera de Borges, una lesbiana ad honorem, aconteció en términos de mujer, me puse a explicar. Le había mostrado a la Sra. Huneus (era Señora… Huneus, descubrí enseguida) que yo tenía algo terminado del cómic y algo terminado de antes. Anteriormente había escrito seis cuestioncitas más bien humildonas, a base de chelón y paciencia del lector, si bien del cómic, había pensado yo, y nadie más, que supiera un servidor y no un Otro, había decidido, yo lo había pensado, decidido, definido y determinado, mi obra, mi puta obra era una pesadilla, mi obra era una embrutecida ficción mitológica del periodo menstrual.
     ¿Qué pesadilla?, preguntó con la exactitud que admite la pregunta su soledad, la propia de aquélla, es decir, que lo espetó entre la afrenta y la indiferencia. En el fondo y por lo alto su oferta era proseguir con el cómic cuando la estructura del cómic lo admitiese y saltarse un rato la música, ella tenía menstruaciones placenteras o no le interesaban en lo absoluto la mujer ni las musas; yo hube, desgraciadamente, definido de antemano que Lucybell, o C.V., o La Diabla que Amo, o la misma persona que hizo la pregunta en circunstancias que delimitan el no va más del no ha venido nunca en torno al cual la conocí en una plaza de la Argentina, requería la formulación de un segundo cuestionamiento, lo que en términos musicales constituye un re… Re, o un soyos: un disco doble de Café Tacuba, un gran proyecto.
     Me contuve y sinceré: Eso en nuestros tiempos, aquello requería, dije, que estuvieras cuando tenías que estar, que lo que ha estado siempre esté… ¡Todo un mundo de ficción, visual…, música, tacto y cigarrillos, contigo! Se armó un silencio.
     Pero luego se atrevió a reformularme su pregunta. ¿Qué tragedia transcurrió en tu mente que llegaste a ambicionar tanta cochinada? Desentendido, continué contando otro episodio de lo imaginado, en un tono lastimero de voz: Lucybell, en la historieta, conoce a la muerte, se enamora, se retratan frente a un espejo, Lucybell sueña que se muere, se lo cuenta de verdad a La Muerte, quien miente de vuelta, de forma sucinta, respecto de algo eterno, a lo que C.V. contesta con un comentario puro, sincero e imborrable, en un tono afectado, cínico, ademán de flâneur que queda en suspenso por un perplejo segundo… Esto seguía expandiéndose por un tramo de amor e infinitud en el cómic y no era difícil de recordar grosso modo.
     Muy somnolienta, Soledad me confesó, a mí, a mí, que prefería lo anterior al futuro, la banda sonora a una sola viñeta más, como una anciana frente a su pretendido y/o pretencioso allegado, con todo el amor de la sugerencia.
     Cuatro partes tendrá (recité como un poseso, respecto de mi ficción) Sema, Koan S.A., Océana Uno, y el Chrono Trigger del Chrono Cross, precuela en versión de trasnoche. La tenía lista, me dije, no sé respecto de qué o si de algo en específico. Me poseía el espíritu del porvenir, un espíritu estúpido, transgresor de cuanta marca registrada, más, salvadoreño, y eso era su bondad, la que rescato de aquello, repetí, repetí, obsesionado o como un muy cristiano ser de alguna categoría que pudiera, a su vez, ser salvado de lo hondo que había calado en mi corazón la rotura literaria, la total maldición, la perdición indigna del deber crear. Cuatro partes, y en el fondo, ¿cuál sería la cuarta? Un juego, me dijo Soledad. Nada más que un juego.
     La Sole, que yo la quiero mucho, me pareció entonces que se extendía demasiado a partir de la pausa, por lo que proseguí indefinidamente, recitando que además de un juego un amor, además de un amor un sueño, además de una calamidad una comedia, además de un mal, algo bueno, algo meritorio, yo qué sé. Entonces tronó la puerta. Soledad, muerta de sueño, me había dejado solo frente a mis efemérides.
     Hay noches en que, tras abrir la boca mientras me dispongo a entregarme plenamente al sueño, siento primero un cosquilleo en las orejas y en los labios y luego un hormigueo en la garganta y en el estómago. Dejo pasar entonces al sueño la imagen del recuerdo del pasaje donde vivimos con mi madre durante los quince años, voy adentrándome siendo apenas un niño, un animalito, un personaje. En el efecto onírico de las transformaciones durante la semiconciencia, se topa mi mano con una telaraña, el pasaje se deshilvana y rehace en una red, en un telar de nociones. Me duermo en medio del misterio como en medio de una nube de dulce de azúcar como las de mi infancia o lo que podría figurarse un fanático de la elaboración de su historia favorita, o un poema, una composición musical, una historieta, una idea, una película, un sueño, un proyecto estético afín, uno de esos placeres con los que la gente a veces se queda medio o demasiado pegados, incluso a veces las mismas arañas, al transitar por sus hogares y medios de subsistencia en los plácidos escondites de la propiedad de un recodo.

 

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