(Puebla, 1976). Su libro más reciente es «No sé lo que soy pero sé de lo que huyo: crítica de una literatura mexicana» (Fondo Editorial Universidad Autónoma de Querétaro, 2023).
El díptero e himenóptero desastre. El límpido tequila de Jalisco. Estas dos frases, que ya he transcrito en otro lugar, no tienen nada en común excepto una cosa. La primera es de Goytisolo, de alguna página de su gran trilogía; con la otra, Azuela abre la segunda parte de Los de abajo. Empiezan con artículo y son frases nominales, ajá. Pero no es eso. Mucho tiempo he estado obsesionado con los versos ocultos en párrafos de prosa, como este último, alejandrino idiota e indeliberado. No digamos obsesión, palabra gastada. Hace veinte años empecé a usar palabras como obsesión o delirio como elogios: intentos para sustraerme a lo interesante y contra la redacción cumplidora. Ya no sé si seguir. Pienso que hay quienes experimentan delirios, y sólo entonces creo que hemos de seguir connotando hacia arriba lo delirante, para no dejarse. Pero, fuera de eso, las palabras cansan, esas pequeñitas audacias. Según Ratliff según Renzi según Piglia, Moby Dick es una novela sobre la adicción a la cocaína; según Renzi, es decir un Piglia adolescente de ficción, Ratliff sufría una obsesión y las obsesiones tienen la misma estructura que las adicciones. La idea me llevó a pensar que la anorexia también comparte esa estructura. Ahora veo que la fácil calidez, el encanto grumoso de la obsesión rechina menos en la adolescencia. No en la adolescencia como subgénero de la vida adulta: en los retratos de artistas jóvenes. Y luego a otra cosa: el día común y callejero.
Un Piglia adolescente de ficción. Ya no importa qué siga, qué dice eso, qué hizo Ricardo Emilio Piglia. La frase posee los mismos acentos que las dos con que abre este escrito: segunda, sexta y décima, la estructura del endecasílabo heroico puro, según constato en una tablita donde también confirmo algo que ya sabía: la anomalía del endecasílabo acentuado en quinta: entre los modernos, sólo Darío. Por eso Darío me sigue gustando, por adicto.
Sada, amigos míos, no inventó la prosa rítmica, aunque la llevó a fantasmagóricos oasis: cachivaches, dulzuras areniscas. Nadie la inventó, vamos a suponer. Pero hubo una época de afición adictiva y necesaria, de Gutiérrez Nájera a Efrén Hernández pasando por Tablada, un monstruo de varias y adictas cabezas. Hablo de México, ese corto terreno donde no me pierdo. Gente que requería deslizar tiradas de versos donde el ojo filisteo viera sólo bloques de prosa periodística: el oído sensible y sensitivo, pensarían, se desenfoca en cambio como ante un estereograma para captar, entre la maleza informativa y el zacate gramatical, la baja modulación de un heptasílabo.
He querido pensar, no obstante, que no la obsesión ni la adicción: este tic, este breve vicio de faz paralizada, no se logra sino en el verso involuntario. ¿Pero quién dice involuntario? Alguien lo dice, no importa quién o qué, para calmar nuestra vanidad o nuestra temblorina cuando leemos algo a suficiente conciencia y creemos distinguir voluntarismos y tropiezos. Un raptito de hondura, pues, en donde se fantasea con capturar insospechados hemistiquios. Mejor, mucho mejor: endecasílabos tijereteados que corren contra el significado. Corren o cojean, lo mismo da, pero zafándose de la lapa sintáctica. También medio reciclados, estos pocos ejemplos, puro cascajo: cuerpo largo y bronceado de un hindú / decir cualquier beocio o filisteo / regaban flores y decían ingenuas / el tapiz con las cabras filológicas / pez empuñada cuando penetramos.
Hay aquí Lezama Lima, Darío y Arreola, según yo. No sé qué tan confiable sea esto, esta memoria. A veces confío más al leer desfasado del mundo. Una música áspera, un imán para niños-mosca, esa especie de agudo bajo continuo, ese rumor rítmico y químico, de insectiada tónica, que, frente a los esplendores del mensaje, hace que refuljan baratijas. Musiquita de sololoy, esto es, de celuloide mexicanizado