La vida que nos viene de lo alto: Algaida, de Eduardo Lizalde / Fernando Fernández

a Gabriel Bernal Granados

El comentario de uno de los invitados al programa de radio que organicé en homenaje a Eduardo Lizalde podría hacer pensar que para mí, entre los poemas del autor de El tigre en la casa, no hay otro que haya dejado una huella tan profunda en la poesía mexicana como Algaida. Si no soy la persona idónea para hacer una afirmación de esa naturaleza, puedo en cambio decir que es uno de los que más me gustan. Entre otras razones, porque la expresión del poeta me parece acaso más refinada y conseguida que nunca y sobre todo porque sus temas son algunos de mis preferidos: el jardín, la infancia, el cielo estrellado, el mar, la ciudad perdida. Hay algo más: tengo cierta relación con la historia de sus ediciones, uno de esos vínculos ajenos a la naturaleza de las obras de arte que se han cruzado en nuestro camino que no hacen sino profundizar el apego que sentimos por ellas. En 2007, cuando era director general de Publicaciones de Conaculta, quise hacer que Algaida, que había aparecido tres años antes en una inconseguible edición de lujo, volviera a editarse, esta vez con un tiraje mayor y a un precio más accesible. No fue fácil: como Lizalde era director de la Biblioteca de México, los responsables de la auditoría interna exigieron un trámite para que nadie pudiera ver con suspicacia que Conaculta dedicara algunos recursos a hacer un libro de uno de sus funcionarios. No importaba que ya desde hacía largos años estuviera unánimemente considerado como uno de nuestros máximos poetas e incluso fuera Creador Emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte, institución dependiente del propio Conaculta, desde 1994. Después de algunas justificaciones formalizadas por escrito, conseguí la autorización para editar el libro. Por los días en que eso sucedía hubo un cambio administrativo y me fue solicitada la renuncia. Al menos en ese aspecto, me quedé tranquilo: lo más difícil se había conseguido y el poema empezaría a divulgarse como se merece.
     No tardé en sufrir una decepción, y no sólo por las características que los nuevos encargados de la Dirección de Publicaciones le dieron a la colección Práctica Mortal, probablemente más desafortunadas que las que mantuvo durante los años previos, sino porque el poema apareció con un serio defecto: la cornisa en versalitas que supongo que llevaron las galeras mientras fueron trabajadas, y que decía «algaida» seguida de un número arábigo, nunca fue suprimida, y de esa forma llegó a la imprenta, aun cuando interrumpe el despliegue del texto incluso en los lugares en los que no hay punto, entorpeciendo imperdonablemente su lectura. De esa manera, el gran poema sigue sin una edición accesible que circule de acuerdo a su calidad y su importancia.
     A lo largo de varias lecturas cuidadosas he ido haciendo algunas anotaciones y este artículo no pretende sino poner orden en ellas. Según explica el diccionario, la palabra algaida, que viene del árabe hispánico alḡáyḍa, y ésta del árabe clásico ḡayḍah, significa «terreno arenoso a la orilla del mar». Ya desde la primera estrofa el poeta anuncia que hablará de las grandes modificaciones que el tiempo opera en nosotros, tales y de tal magnitud que al final de nuestra vida podemos decir que somos otros. Esta frase, que solemos usar de manera metafórica, cobra un significado más profundo cuando consideramos lo que opina la ciencia: cómo de tanto en tanto se renuevan todas y cada una de nuestras células, con el paso del tiempo somos otros literalmente. Es así como me gusta interpretar los versos que siguen, que son de la primera página del poema; nótese cómo la segunda estrofa proyecta la imagen de los sucesivos hombres que hemos sido, uno a uno, enfilados y muertos, convertidos en una cordillera de dunas y médanos:

Me arrastra, algaida, fijo hacia el poniente,
grano a grano, corpúsculo a corpúsculo […]
para reconstruirme en otro punto, edad y hora
y en un orden sólo en apariencia idéntico.

A nuestra espalda el rastro, la enana cordillera
de los borrosos médanos que fuimos,
amarillosos y petrificados, dunas muertas
del brumoso, del remoto o del reciente existir (p. 11).

Los dos epígrafes que siguen a la dedicatoria («a Hilda, mi ángel», en alemán) ya habían adelantado su temática y en cierta medida también su tratamiento específico. El primero reproduce las palabras iniciales de las Metamorfosis de Ovidio, «In noua fert animus mutatas dicere formas corpora» («El ánimo mueve a decir las formas mudadas a nuevos cuerpos», en traducción de Bonifaz Nuño). El segundo es el último verso del Infierno de Dante («e quindi uscimmo a riveder le stelle»), lo que nos hace pensar que el poema será por lo menos en algún sentido un descenso, y que al volver a la superficie nos esperará la visión de las estrellas en el cielo todavía nocturno, tal como dice la famosa línea del florentino.
     Si bien el poema no está dividido en capítulos o cantos ni presenta marcas gráficas de separación —o no, al menos, decididas por el poeta—, sus partes se suceden de manera orgánica y el blanco que se produce entre ellas puntúa sus «episodios» (aunque el defecto de la segunda edición nos impida darnos cuenta de ello). Texto ricamente descriptivo, Algaida es una inmersión del intelecto y la imaginación por los territorios del pasado, en el que todo resplandece con luz particularmente poderosa. El mundo ha sido desprendido de sus explicaciones —mitológicas, religiosas, históricas— y rueda sin rumbo por la gran bóveda celeste. En el centro de la experiencia humana está el jardín, el eje originario en el que el hombre ha sido puesto por un designio ajeno a su voluntad y en donde su soledad cósmica se consuela con lo que los sentidos recogen de la naturaleza, del que el propio jardín es una suerte de esplendoroso microcosmos. De «tía» suya, como la trata Rimbaud y recuerda Lizalde en el epígrafe que antecede a la primera estrofa («Ô Nature, ô ma tante!»), pasa a «¡Naturaleza amiga, tía carnal de mi prole!» (p. 20). Más adelante, «la madre Natura» se transforma, siempre en expresión irónica, en «sólo tal vez tía política nuestra» (p. 26), eso sí, «riente y jubilosa». Lo que es seguro es que es «hembra», como dice el poeta en esa misma página, de la misma forma en que la «íntegra creación es femenina» y también lo son la palabra alemana para «mundo» y las estrellas. Aunque el poema elogia la naturaleza y celebra el lugar que tiene el hombre en su seno, las menciones directas que se hacen de ella, como se ve, están teñidas de distancia intelectual; todo lo contrario ocurre con sus manifestaciones, como si la idea de la naturaleza estuviera en crisis pero no su sustancia, o no al menos la experiencia que de ella tiene el hombre. Así lo concibe éste en el instante en que está en el mundo: el sabor del membrillo será siempre el sabor del membrillo, al igual que una manzana será siempre una manzana y Aldebarán la misma estrella.
     Todo el que se acerque a Algaida se dará cuenta de la enorme profusión de adjetivos que lo caracterizan. La explicación está, me parece a mí, en que el poema intenta fijar con la máxima precisión posible aquello que informan la inteligencia y los sentidos, lo que exige que el poeta añada a sus definiciones de las cosas el mayor cúmulo posible de sensaciones e ideas. La «cordillera de médanos» sobre la que escribe obliga a quien rememora a ser exacto, explícito, lo más expresivo que pueda, y en un poeta arriesgado en el uso de la lengua —como siempre ha sido Lizalde— los adjetivos son un elemento apropiado para intentarlo. Dan ganas de pensar que esos adjetivos son los atributos con los que el hombre va dotando a las cosas en un intento por sobrepujar a la divinidad —una divinidad inexistente a la que es necesario suplir— a lo largo de un prolongado arrebato de felicidad creativa. Esa preeminencia del adjetivo sobre el sustantivo —es decir, del color por encima de la línea, si puedo decirlo así— hace pensar en los pintores venecianos del siglo xvi (Bellini, Giorgione) que descubrieron las posibilidades de trabajar con los colores directamente como parte del proceso creativo, en vez de hacerlo con las líneas. De esa manera, Lizalde no se conforma con dar una pincelada aquí y otra allá sobre los objetos que nombra, sino que con frecuencia los califica de dos y hasta de tres maneras sucesivas. Veamos un par de ejemplos. Cuando pinta por vez primera el huerto, lo hace así (los subrayados son míos):

… los aviesos membrillos acidosos,
la bíblicas manzanas gongorinas de hipócrita arrebol
y los advenedizos pálidos perones
—de genética estirpe bastarda y jardinera,
humana y puritana— de anémica epidermis,
la prestigiosa higuera legendaria
de Rómulo el divino primer rey,
de blanca sangre y gran follaje mendicante y palmario(p. 12).

Véase este otro ejemplo, sin duda uno de los momentos más hermosos del poema. En él los adjetivos vuelven a ser muchos, sin que nos parezcan excesivos, y cada uno de ellos abona a la precisión de las imágenes:
Pero todo era gloria en la inmortal infancia:
la luz floreaba junto a los rosales
y daba extraños frutos que escaldaban la lengua
como los del rojo umbrátil ciruelo japonés,
que sólo producía cada seis meses dos frutillas amargas,
para probar a sus feraces y ubérrimos vecinos
que no era estéril, sino morigerado y elegante como un bonzo (p. 24).

Y así con todo —o casi todo—, flores y frutos, particularmente: el limón, el bambú, las campánulas, el alhelí, el nardo, el sándalo, la mandarina, el ciprés, la rosaleda, la buganvilia, la encina, la siempreviva… Cuando se refiere a la estrella Aldebarán, fascinado por la hermosura de su nombre —de origen árabe, igual que Algaida—, Lizalde no puede sino repetir la palabra hasta tres veces en el mismo verso. Después de afirmar que «la seguidora, la diosa, la pastora gigantesca», como se refiere a ella, es «cincuenta veces nuestro enano astro rey», escribe que brilla rodeada de «su turbulento / rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes» (p. 21). ¡Qué hermosa línea! «Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes». La dicción del verso produce en nosotros la sensación del fulgor de las estrellas que rodean al potente astro y al mismo tiempo la delicada vacilación con que el velo de la atmósfera las ofrece al ojo humano: «Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes». (Yo mismo caigo en el encanto al que invita Lizalde y me veo repitiendo el verso hasta tres y cuatro veces seguidas).
     Muy al gusto de cierta poesía moderna, como la de Eliot, que se caracteriza, como es sabidísimo, por su asimilación de materiales extraños, frecuentemente aparecen en Algaida referencias que descubren el grandioso entramado con que ha sido levantada su fábrica. El ejemplo más obvio es la serie de expresiones que están en otras lenguas porque carecen de traducción o correlato efectivo o prestigioso en español, y que ni siquiera aparecen distinguidas con la letra cursiva: performance y high fidelity (p. 16), alcuna licenza (p. 17), voyeur (26), mise en scène (27). Sin embargo, son más importantes las muchas citas y alusiones de procedencia diversa; mencionadas por sus nombres encontramos alusiones a «el de Tierra Yerma» —Eliot, por supuesto, aunque la cita no provenga de The Waste Land sino de «Cuatro cuartetos»— (p. 14), Ortega y Gasset, de quien se cita el comentario de que no hay una criatura más seria que la vaca (p. 19), Juan Ramón [Jiménez] (p. 25), Pedro [Salinas] (p. 27), don Miguel [de Unamuno] (p. 31). También hay alusiones al «cordobés», que debe de ser Góngora (p. 20), Ungaretti —el de los célebres versos m’illumino / d’immenso (p. 21)—; a Verne y Salgari, Lugones y Herrera y Reissig (p. 22), y hasta al sentencioso soneto que empieza diciendo «Menos solicitó veloz saeta», aquel que en la célebre opinión de Borges es de Quevedo… pero lo escribió Góngora, y que Lizalde parafrasea con el verso «el tiempo que gastando está los años» (p. 33). Y además de todas las citas y referencias anteriores, por supuesto, las que yo no pesco. (En su reseña del poema, Evodio Escalante dice que hay una alusión a Lorca, que yo no he encontrado).
     Si el tema principal de Algaida es el cambio, al que una y otra vez vuelve el poeta mirando hacia la cordillera muerta de los hombres que ha sido, hay un pasaje en que imagina expresamente una de esas transformaciones y que me gusta interpretar, aun cuando está resuelto en clave infantil —o acaso por esa razón—, como un ejemplo evidente de la manera en la que procede el proteico universo: me refiero a la gran metamorfosis que hace que unos «pobres ajolotes» se conviertan en «ranas saltarinas de un haikai», pasen a ser «iguanas y a veces salamandras de azulado topacio» para convertirse en «dragones de setenta prediluvianas toneladas» y por último en «dioses, astros, galaxias» (p. 18).
     Uno de los versos que más me gustan se refiere a la pobreza extrema, a la que se alude en una larga oración sin sustantivo, o, quizás mejor dicho, en la que la tarea sustantiva ha sido encomendada a tres frases que aparecen en forma de aposición: primero «hiena habitual», luego «miseria deplorable» y por último «llameante llaga locamente folklórica». Gracias a que las frases hacen las veces del sustantivo, el elemento que pretenden especificar, la pobreza extrema, se da por sabido —nuevo argumento en favor de que en Algaida la intención calificativa es más poderosa que la meramente nominativa. El poeta se refiere a esa condición de los pueblos sin pan ni agua, recrudecida por el estúpido crecimiento de la ciudad, que hace que la de México —que es la que aparece en el poema— resulte un infernal conjunto de ciudades perdidas. Me interesa fijarme en la última de las tres frases: «llameante llaga locamente folklórica» (p. 18).
Se trata de un verso que primero me turbó, por el uso, que de buenas a primeras me pareció un tanto frívolo, del término folklórica, quizás porque sin tener en principio una connotación negativa está utilizado para subrayar un momento de obligada oscuridad. Sin embargo, después de pensarlo bien acabó por ganarme al grado de que una mañana me desperté con él dándome vueltas en la cabeza, atrapado por su poder expresivo: «llameante llaga locamente folklórica». Veo en él la llaga ardiendo, inflamada, quemante, exacerbada por el sonido de las dobles eles y el vibrar de las vocales (la a, la e, la o); al mismo tiempo, su significado se me aparece tamizado o, acaso mejor dicho, momentáneamente todavía en suspenso, por la inclusión del término folklórica, una voz que me resulta inusitada en ese contexto. Después de cierta vacilación en mi gusto, el extraño contraste que consigue al lado de «llameante llaga» como definición de la miseria acabó transportándome a espacios de verdadera sugerencia. También es cierto que hacía mucho que el devaluado adverbio locamente no me producía ninguna emoción, lo que vino a recordarme que una de las labores de la poesía consiste en dar vida nueva a las palabras y las expresiones a las que el desgaste ha dejado sin valor. Por otro lado, la poesía tiene la virtud de contagiar a algunas palabras a las que uno se enfrenta por vez primera, por extrañas que sean, un cierto grado de familiaridad, como yo diría que hace Lizalde, por ejemplo, con el verbo dragonear. Las principales acepciones que ofrece el diccionario («ejercer un cargo sin tener título para ello» y «hacer alarde, presumir de algo») aclaran y dan belleza a estos versos —se me perdonará que no me resista a subrayar de nuevo los adjetivos, hasta seis en sólo tres versos:

el alhelí silvestre y blanco, de muy rústico aroma,
que la dragoneaba de altanero lirio
entre las cetrinas y toscas espadañas (pp. 12-13).

El añadido la, en «la dragoneaba», como diciendo «se las daba de» (el alhelí se las daba de lirio altanero), añade felizmente a la expresión un tono coloquial que dudo que haya tenido ese verbo, que más bien tengo como de uso culto, y que da como resultado un efecto cercano y espontáneo que de nuevo me resulta muy sugerente.
     La pérdida del jardín está relacionada con el final de la infancia y la decadencia de la ciudad, y a ello se refiere el descenso al infierno a que alude uno de los epígrafes del poema. El regreso al barrio en la edad adulta aparece marcado por la falta del agua que animaba toda forma en el espacio edénico, y que caracteriza ahora al género de miseria al que se refiere Lizalde. Las imágenes de que se sirve el poeta insisten en mayor o menor medida en esa suerte de gigantesca sequía (nuevamente la duna, el médano, por más que sea limítrofe del mar…), infierno que acaba por marcarlo todo: el barrio es una «lúgubre y terrosa paramera / de casas y tendajones», el día se arrastra «por las calles polvosas» y la villa es una «desdentada gran mandíbula / de figones, tugurios, cavernas de carbón / que muerden al pasar como gaviotas / hambrientas y asesinas, absurdamente desterradas de la costa lejana». Más abajo se habla de los «arrabaleros terregales sin leyenda ni historia», para rematar con la alusión al soneto de Góngora-Quevedo, en el que «cala y corta el tiempo que gastando está los años, / los muros, las aceras, las almas de los troncos / que el viento desarbola todos los febreros / sobre las aguas del antiguo río, / hoy sepultado arroyo bajo asfalto y fierro» (pp. 33-34).
     El momento conclusivo del poema, creo percibir, está unas páginas atrás, cuando Lizalde escribe que «vivimos de lo alto» (p. 21) y nuestras vidas penden de las incontables estrellas. Ocurre unas líneas antes de la estampa que nos deja ver al niño subiéndose a un eucalipto para admirar el cielo nocturno: «pendemos, títeres, de los astros innúmeros / bajo la insondable y depresiva plenitud / de la fáustica comba tutelar». Al final del recorrido, la estrella que asoma en el cielo todavía nocturno hace ver al poeta que, si todo está perdido, algo hay allá arriba que nos nutre y da vida, ese universo a solas cuyas representaciones terrestres desciframos mientras estamos de paso en el mundo, y que a nuestra muerte seguirá supremo, incomprendido y magno sin nosotros:

La Creación a la vista, maestra y ensordecedora obra de nadie,
portento sin gestor, en los matraces
de la perfecta nada concebido (p. 24).

El trazo arquitectónico, la hermosura del glosario y el aliento característicos de Algaida hacen del poema una mezcla que no me parece exagerado llamar perfecta. De la elegancia de su expresión y su belleza he ofrecido algunos ejemplos; he aquí uno de su exquisitez: el episodio marítimo («el mar, rudo operario, / el mar de urgencias masculinas», p. 27), una suerte de intermezzo al que se llega a través de la alusión a los recuerdos infantiles, acaba con un trazo de finísimo pincel. La pincelada es más sutil porque tiene una función de contraste con el carácter del episodio al que sirve de remate: Lizalde dice que el mar, que descarga un poder terrible durante el día (cada una de las imágenes que recrean ese poderío es muy atinada, como aquella que dice que el mar «rompe el corazón enamorado de las rocas»), por las noches en cambio «escribe ya sus tankas de altamar y sus poemas orientales», y arma esta deliciosa imagen en la cual, sin decirlo expresamente, digamos que apenas sugiriéndolo, un par de barcas que flotan junto a la playa aparecen convertidas en un par de sandalias:

Dos barcas a la orilla:
se ha descalzado el mar
para pisar, desnudo el pie, la arena (p. 29).

El tiempo que ha pasado, que en su tránsito nos ha llevado del oriente al poniente de nuestra existencia, nos deja convertidos en esa pequeña cordillera hecha de los sucesivos hombres que hemos sido, cáscara vecina de una indolencia que no puede describirse si no es en comparación con el inmenso mar: ¿el todo? ¿La nada? ¿El vacío que han dejado la religión y la historia? ¿La inutilidad de la filosofía y la política? ¿La muerte, que todo lo circunda, invade y anticipa? Algo no ignoro: poema escrito a las puertas de la vejez, hecho al mismo tiempo de juventudes agolpadas, revividas en tropel contra la página blanca, Algaida es un reclamo a favor de la única realidad asequible, la de los propios sentidos en diálogo con un universo sin respuestas, elaborado con una sensibilidad extraordinaria y un portentoso bagaje lingüístico.
     En la lógica de sus metamorfosis, me gusta pensar que el título del poema, una vez que nos familiarizamos con su uso, vive su propia mutación: ya no es sólo una palabra, nueva para la mayoría de nosotros, sino una suerte de organismo que termina sufriendo una de las transformaciones ovidianas: de ser el nombre de un médano ubicado al lado del mar, termina por aparecérseme como el nombre de una de las luces nocturnas parpadeantes, como Aldebarán y Algol, por mencionar dos que asoman en el poema. Entre ellas podría estar Algaida, con el magnífico esplendor de una y la cualidad cambiante de la otra. Al salir de su peculiar inferno —inolvidablemente enunciado como «báratro mexica»—, vemos, tal como exige la imagen dantesca, un astro que brilla en el cielo nocturno: es una estrella y se llama Algaida.

Las referencias son a la edición de Conaculta, por ser la que se consigue con más facilidad: Algaida, de Eduardo Lizalde. Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, colección Práctica Mortal, México, 2009.

En ambas ediciones de Algaida, el verso de Dante tiene una errata y dice «la stelle».

Tal es el género de la evocación pasada por la reflexión de toda una vida, que los recuerdos sufren un cambio que se representa en el nivel de la lengua, lo que se percibe no sólo en el uso de los adjetivos. Nótese, por ejemplo, cómo Lizalde escribe que el océano azota «sin clemencia» no las playas sino los «amarillosos tumultuosos recuerdos del mar de Veracruz» y otros rincones del Golfo (p. 27).

 

 

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