Ya nos lavaron con las esponjas y cambiaron las sábanas de la cama. Nos cambiaron los vendajes y las sondas, checaron los catéteres y nos sirvieron el desayuno parenteral. Pasó la noche y la nostalgia de los primates. Dejaste de gemir. Estamos solos en la enfermería. Ya levantaron las persianas de la ventana. Veo lo que pasa allá afuera y te lo puedo contar.
Lo hago por ti y por mí. Yo soy tus ojos y tú eres sólo aquel que escucha, atento, sin interrumpirme. Si pudieras levantarte, verías que hay una luminosa mañana de otoño. Vamos a morir los dos. Dentro de poco. Tú inmóvil y mudo en esa cama, a mi lado. Yo sujeto a este ángulo de la ventana.
Es una mañana luminosa. Es temprano. Y debe de ser domingo. Ahora pasó un hombre que no traía el periódico bajo el brazo. En vez de eso, mordisqueaba cualquier cosa envuelta en una servilleta. Arrastraba un poco los pies, con indolencia. Los domingos son así: deja de haber noticias porque el mundo se interrumpe. Este hombre no viene de ningún lado y aquí mismo desparece, en una arista de la ventana.
Cuando dejo de verlo, las palomas bajan al suelo y le siguen el rastro en busca de migajas. Ahora practican el ejercicio de las nueve de la mañana. Para ellas no hay domingo. Se distribuyen en la estatua y se arrojan en su vuelo en picada en dirección al suelo, para después regresar a la base, en una parábola audaz. Entre el público, unas menean la cabeza en señal de aprobación o desaprobación, otras parecen discutir cuál va a ser la puntuación que se atribuirá a cada concursante. Todas son puestas a prueba y la que gane —ahí está ella, con la papada muy hinchada, sobre el brazo derecho de la estatua (el brazo que empuña la bayoneta)— se arroja en un último descenso, secundada por el grupo uno o dos segundos después.
La morfina surtió bien su efecto. Ni te diste cuenta cuando entró el enfermero, el pequeñito con lentes como de tortuga y una sonrisa permanente que le estira la boca hacia el lado izquierdo. Asegura las mangueras que cuelgan a tu lado y checa cómo corren los líquidos de los frascos invertidos, dándoles un golpecito con la punta de los dedos. A mí me parece que el gesto es más de cariño hacia los objetos cotidianos que por los enfermos. Él es solamente un enfermero más que repite todos los movimientos de los otros enfermeros, mil veces concentrados en mil enfermos cuyos nombres ni siquiera saben. En este cuarto únicamente sobreviven los objetos.
Le pido que abra un poco la ventana y, como siempre, me dice que no, no es posible, sin explicarme por qué. Estoy atado a este aroma viciado, al olor avinagrado de la carne enferma. Apuesto a que allá afuera huele a tierra mojada, porque llovió durante toda la noche, ahora hace calor y hay un vapor invisible que se levanta del suelo y envuelve todas las cosas. El conjunto de palomas se dispersó.
Me fijo en la estatua. Inmóvil como nosotros, no tiene en su altivez de bronce ni siquiera un signo de dulzura. Es solamente un soldado desconocido más. Lo hicieron demasiado alto para la época: la Primera Guerra Mundial. Demasiado esbelto y aristocrático, casi ridículo en su postura de desfile, acentuada heroicamente por la actitud que eleva la bayoneta, como una antorcha o como un puño cerrado. Ningún soldado retornó así del frente de batalla. Por lo menos ningún soldado verdaderamente valiente, y vivo. En la guerra se da y se lleva, pero de allá nunca se trae nada. Por el contrario, allá se deja todo.
Por lo que parece, es realmente domingo y las calles de la ciudad están desiertas. No tengo ni personajes ni trama. Únicamente el marco de una ventana blanca y ocho cuadrados de paisaje estático. Te mueves un poco y suspiras ligeramente, con los ojos cerrados. Adelgazaste mucho durante la última semana. Ayer te estremeciste de pavor cuando te trasladaron de la silla a la cama, asegurado con las sábanas, agarradas de las puntas con firmeza. Estás muy ligero. Sabes bien lo que esto significa. Ha sucedido esto con los demás a tu lado, inmediatamente antes del día en que te pusieron la mascarilla y cerraron las cortinas que te separaban de ellos. Dejaste de tener visitas y las enfermeras usan cada vez más diminutivos cuando te tratan a ti.
Espera, ahora en la banca a la izquierda de la estatua está sentada una viejecita. Trae una pañoleta de seda alrededor de la cara y una bolsa de mano de buena piel sobre sus rodillas. Es elemental la observación de que se trata de una señora distinguida. Salta a la vista y contradice su postura inclinada y la tensión de su rostro arrugado.
Está probablemente descansando o a la espera de algún familiar que la viene a buscar para la comida del domingo, en una casa llena de niños que se gritan entre ellos y corren desquiciados, ignorándola en su postura de esfinge asentada en un extremo del sofá de la sala. Podría ser mi madre, esta anciana. Si estuviera viva, imagino que tendría la misma postura, el mismo sentido de clase en cada gesto esclerótico. Era toda una dama, mi madre, como se acostumbraba decir. Mi padre murió cuando yo tenía doce años; ella quedó sola conmigo y con los sirvientes. Solitaria, no. Ni siquiera cuando yo decidí pasar la frontera de repente para irme a Francia ella se quedó sola. Mi madre tenía a su pobre.
Era costumbre en esa época que las señoras de la alta sociedad tuvieran «sus pobres». Mi madre no desentonaba con los dictámenes morales del Estado Novo. Ella, que conmigo siempre fue seca y distante, a veces sabía ser afectuosa y, siempre que se trataba de su pobre, lograba incluso ser la mejor de todas. Así, el pobre de doña Maria Adelaide era el más bien vestido —sin más ostentaciones, el más bien tratado, pero sin proximidades indebidas, el más bien acomodado, pero sin veleidades— de todos los pobres de la parroquia y, quién sabe, de todas las parroquias de la ciudad.
Los lunes, caldo verde. Los martes, sopa de nabo. Los miércoles, caldo de gallina. Los jueves, crema de chícharos. Los viernes, sopita de zanahoria. Los sábados, caldo de res. Y los domingos, coditos con pescado. Lo veía sorbiendo de pie, el plato colocado sobre el mueble frente a la puerta de servicio. Nunca le conocí familia. Nunca le escuché una sola palabra. Ni siquiera cuando mi madre se dirigía a él, siempre en la tercera persona del singular, dándole recomendaciones por medio de la cocinera. Mi pobre. Aquél cuyas referencias hacía los honores de mi mamá durante los tés de las amigas, en las conversaciones con los amigos de mi papá, en los encuentros de familia y, sobre todo, en los rezos y confesiones.
No me parece que le haya causado impresión a mi madre cuando yo partí hacia Francia. Ni le vi en sus ojos gran señal de disgusto el día que le comuniqué mi decisión. Y no recibí ninguna noticia o señal de cambio durante esos años que estuve fuera. En diciembre de 1974, cuando regresé, dudé en buscarla. Quise saber antes cómo estaba. Muy abatida, la describió la tía Emília. ¿Con la revolución?, pregunté. No, querido. Con la ausencia de su pobre. Que lo había buscado por todas partes durante los días siguientes a la caída del régimen. Que lo había seguido buscando en los días cálidos del verano. Que, entretanto, había contactado con todas las amigas, inconsolable, ajena a la agitación política, a la nacionalización de bienes, a la ocupación de casas y propiedades, al vandalismo de los sirvientes, a las fugas hacia el extranjero. Les pedía solamente, con voz apenas perceptible, que le encontraran al pobre que era de ella.
«Nosotros no somos nada». Éstas fueron las últimas palabras que escuché de mamá, pronunciadas en un cuarto como éste, con un desajustado tono de severidad. Mi madre, quien al día siguiente había sido reducida a una bolsa de plástico negra, identificada por el número de una cama escrito en una etiqueta. Y, ahí dentro: dos pares de pantaletas desechables, un brasier y una bata de dormir con ribetes de encaje, dos chinelas con borlas de plumas blancas, una imagen de marfil de Nuestra Señora de Fátima, un rosario, un peine de madreperla y cepillo de dientes.
Ya se marchitaron las flores que te trajeron hace días las voluntarias del hospital. Se desplomaron alrededor de la mitad de la botella de plástico que hace las veces de florero. Los tallos se pudren dentro del agua. Te gustaría mojarte los labios, secos como corcho, pero el vaso y el abatelenguas envuelto en gaza están fuera de tu alcance, sobre el buró, y tú estás demasiado cansado para alcanzar la pera con el botón y tocar el timbre para llamar a alguien. Por la mañana se llevaron el colchón antiescaras para los enfermos del cuarto de al lado. Sólo hay uno para todo este piso, dijeron. Y tú susurraste que, si hay enfermos ricos, con seguridad mueren todos de sorpresa antes de que puedan hacer una dádiva.
Mira a tu alrededor y yo te digo todo lo que ves. Más allá de la ventana no pasa nada. Está la silla de cuero negro rajado, el espejo manchado y el lavabo, un armario de metal, el buró sin cajones, una cama y la mesa para las comidas, que las asistentes hacen subir girando una manivela enmohecida. En un rincón, en el suelo, está el calentador de cama. Atrás de tu cabeza está un nido de mangueras y, a tu lado, un soporte que las une a la pared, a los frascos, y a tus brazos. Sabes bien que aquí tienes seguridad. No te puedes mover y ya nada te pertenece. No tienes nada. No ves nada.
Pobre de ti, sólo me tienes a mí.
Si yo no fuera ciego y tú existieras, ahora mismo miraría hacia ti en busca de una reacción. Pero como hoy es día de sopa de chícharos, voy más bien a apretar el timbre para que me sirvan un plato. ¿O serán coditos con pescado?.
Traducción del portugués de Mario Morales