Zapopan, Jalisco
“¡Urraca!”, le gritaban los niños al verla pasar flotando entre ropas negras y espesos mantos, y con sus ojos de un negro tan profundo que hacían marcado contraste con su tez blanca y fresca, como si los años no pasaran por su rostro más que por el centenar de calendarios que llenaban las paredes de su casa solitaria. Los había de todas formas y tamaños, de todos los papeles y todos los colores, los unos de nevados o floridos paisajes europeos ignotos, los otros del Señor San José, la Sagrada Familia o algún otro santo de su devoción, todos ellos remarcados con círculos rojos dibujados con esmero.
La afición a estos afiches del tiempo se debía a que había consagrado su vida a rezar por las ánimas de los difuntos de la familia. A estas alturas habían sido tantos que había perdido la cuenta exacta, de tal manera que cada día remarcado significaba el aniversario luctuoso de algún familiar o pariente cercano que había dejado la tierra “de los desterrados hijos de Eva” para ir a aquellas de donde “había sido desterrado el demonio”.
La abuela Chata, el abuelo Ladislao, los abuelos Juan y María, la prima Sofía, doña Anita la vecina, el tío José y, por supuesto, sus padres, eran tan sólo unos de los tantos nombres que había sustituido en el calendario por los del santoral católico. Un rosario, una visita al Santuario de la Purísima, la visita al cementerio con un ramo de rosas blancas y una misa, constituían el ritual de cada uno de esos días remarcados por el círculo.
Por fortuna –pensaba para sí– cada difunto había escogido su día distinto del otro, de lo contrario, el recuadro de los días del calendario sería insuficiente para escribir sus nombres y el día no alcanzaría para tantas misas y rosarios.
Aquel día, el nombre de la tía Catarina había sustituido con tinta roja al de San Jorge, entonces ella se levantaba y se dirigía al templo para la misa de aniversario. Su padre le había enseñado que la primera llamada era para alistarse, la segunda para estar en el templo y la tercera para ya no ir, así que caminaba presurosa por las calles envuelta en su negrura.
Al haber cumplido con el primer ritual del día luctuoso, se dirigía al Santuario de la Purísima, que por fortuna estaba justo enfrente de la Parroquia, recitaba algunas salves y rezaba por todas las ánimas del purgatorio. “Qué triste debe ser no tener quién le rece a uno”, pensaba, emitiendo un leve pero profundo suspiro; luego rezaba un padrenuestro por el diablo, tal y como su abuela le había enseñado a ella y sus hermanos: “Vamos rezando por el diablo para que se haga bueno”, decía la anciana abuela al finalizar los rezos del rosario en un derroche de bondad.
Habiendo cumplido con el segundo acto, se dirigía luego a los portales del mercado a comprar el mandado. “La Indita”, como llamaban a la mujer con la que acostumbraba comprar las verduras, solía aconsejarle que se quitara las ropas negras: “Se te va a ennegrecer el alma”, le decía, y ella por toda respuesta le sonreía, y luego ocultaba la mirada entre las múltiples formas y colores del humilde puestecito.
Uno de los jóvenes que atendía el puesto de frutas más concurrido del mercado le decía: “No esté triste, maestra, verá cómo Dios le ayuda”, pero ella, con la misma sonrisa irónica, le respondía: “Si no estoy triste, Luisito”, y el joven, no comprendiendo entonces el porqué del luto sin tristeza, sólo movía la cabeza de un lado a otro como gesto de desaprobación.
Luego atravesaba el mercado ante las miradas curiosas de los pueblerinos, que se habían acostumbrado a ver a aquella mujer tatuada con sus mantos desde hacía años. “Está esperando para cumplir los nueve”, se decían unos hombres de cierta edad que la miraban desde el segundo piso del mercado- “Habrá que esperar si se quita lo negro cuando se cumpla el aniversario de su padre.” Y como la fecha estaba próxima, los alegres y ociosos hombres no tardaron en hacer las apuestas en torno al tema.
Ella inmune caminaba aprisa por las calles, esquivando a cualquier conocido que se cruzara por su camino, le molestaba bastante que la saludaran con ese tono lastimoso e hipócrita, como si realmente se preocuparan de la soledad y el encierro en que vivía. Pensaba que no tenía que rendirle cuentas a nadie más que a Dios.
“Ahí va la pobre, cargando con sus muertos y su soledad. ¿Qué será más doloroso?”, se preguntaban unas mujeres a otras. Pero ella flotaba ligera rumbo al panteón a pesar de lo empinado de la calle, y en menos de una hora, habiendo llenado de flores los macetones y repetido toda una serie de oraciones aprendidas, regresaba a casa puntual para iniciar las labores domésticas.
El siguiente rito sería preparar el platillo favorito del difunto –en este caso la difunta– en turno. Un mole bien picoso con bastante harina para que quede espeso, un arroz rojo y los nopalitos tiernos para acompañarlo. “Pobre de mi tía ¡No poder probar por toda la eternidad este mole que tanto le gustaba!” se decía, profundamente consternada. “Pero dice el padre Cordero que en el cielo la gente no necesita comer, porque de tanto ver a Dios ni hambre le pega”, pensaba luego, como para confortar la pena que sentía por la tía difunta.
Por la tarde iba al cuarto de su madre, el cual había permanecido intacto desde su fallecimiento, en busca de los viejos álbumes donde todos y cada uno de los miembros de la familia tenían presencia. Miraba esos rostros antiguos que ahora le parecían tan extraños, como si nunca los hubiera conocido más que de oídas, de pláticas que había repetido ella misma una y otra vez en su afán de guardar la memoria que cada día iba llenando sus espacios, al mismo tiempo que se volvía más confusa.
Vio de pronto la fotografía de su madre cuando tenía 6 años de edad acompañada de sus abuelos, con quienes ella se había criado, y la observó detenidamente durante unos minutos. Se percató entonces de que los rostros de sus bisabuelos estaban más borrosos que hacía unos meses. “¿Será que me estoy olvidando de ellos?”, y volvió a mirar el rostro de su madre, acaso tan nítido como cuando la fotografía había sido tomada.
Páginas después se topó con la fotografía que en realidad había sido, al menos ese día, el motivo de su búsqueda, y entonces se acordó de la tía Catarina. “Tan parecida a mi madre”, se decía, con un dejo de nostalgia. “Sin duda la más parecida… Pero no encuentro en ella ese brillo en la mirada.”
Mientras pensaba en esto, se dio cuenta de que la noche había caído ya sobre los rostros de esas personas de otros tiempos que ahora habitaban en la luz. Se apresuró a guardar los álbumes en el clóset de su madre y luego fue a cerrar puertas y ventanas, no fuera a ser que el aire se colara y difuminara los recuerdos que llenaban de espesor la atmósfera de la casa: “El día que se vayan los recuerdos esta casa se va a caer”, y aquel temor la obligaba a encerrarse en su fortaleza que ahora lucía tan negra como sus ropajes.
Al día siguiente se despertó a las siete y media y se dio cuenta de que era 3 de abril, se persignó, se lavó la cara y se dirigió al calendario que tenía la imagen del Señor San José, patrono de la buena muerte, y buscó el día corriente para ver a quién le tocaba dedicarle sus rituales fúnebres. Con sorpresa se percató de que éste, a diferencia de otros, no estaba marcado por ningún círculo rojo; pensó que quizá se había equivocado de día, pero después de unos minutos de haber hecho cuentas inútiles confirmó que era la fecha correcta.
“¿Será posible que hoy no tenga a quién rezarle?”, no saliendo aún de su estupor, se sentó en un pequeño mueble del corredor para hacer un repaso de todos sus difuntos entre familiares, amigos, conocidos, y sus respectivos días de fallecimiento, y encontró que el mes corriente era el que más aniversarios registraba en todo el año. Sin embargo, precisamente aquel 3 de abril era él único que nadie había escogido para morirse.
Su desconcierto no pudo ser mayor, pero se propuso hacer su día normal a pesar de tan asombroso suceso, pero apenas comenzó las oraciones matinales, al llegar justo a las correspondientes para difuntos no supo por quién rezar. Su angustia fue mayor cuando escuchó las campanadas llamando a misa, pensó que si no había a quién rezarle, tampoco habría motivo para ir al templo. Así que lamentándose se sentó sobre la cama y se envolvió en un manto negro.
Envuelta en el manto permaneció durante una hora. Pensó que no recordaba cuánto tiempo hacía que había dejado de usar esos vestidos tan alegres, que no sabía con exactitud cuánto tiempo llevaba guardando luto. Luego intentó reconstruir una imagen, aunque fuera una sola, de aquella chica alegre y jovial que solía ir a los paseos dominicales. Pero sus esfuerzos eran en vano, como si todo aquello no hubiese existido nunca, como si su madre hubiera expulsado del vientre una urraca y no una criatura de piel rosada.
Y es que aquellos mantos negros eran su piel misma. No recordaba hacía cuánto había comenzado con el luto, ni cuándo había desaparecido el dolor. En efecto, ese día recordó que hacía mucho que había dejado de sentir tristeza por los seres que había perdido, pero tampoco podía saber cuánto tiempo más permanecería envuelta en sus pieles negras. “Tendría que ser víbora para mudar de piel”, y entonces recordó que era una mujer de costumbres.
De repente se dio cuenta de que se encontraba fuera del mercado, luego instintivamente se dirigió al Santuario de la Purísima, como acostumbraba diariamente. Se sentó en la banca de siempre, cerró sus ojos y empezó a repetir mecánicamente las oraciones acostumbradas. La presencia de alguien la obligó a salir de su estado de arrobamiento espiritual. Era su vecina Esperanza, quien la saludó amablemente con una sonrisa, pero la inoportuna presencia de la vecina le molestó, así que volvió el rostro en dirección al altar.
“Hoy no tengo tantas penas que encomendarle a la Virgen, si quiere le ayudo a rezar por sus difuntos. Me acuerdo que por estas fechas se cumple el aniversario de su padre. ¿Será hoy?”, preguntó solícita la vecina. Luego la mujer cerró nuevamente sus ojos tratando de recordar a quién correspondían los rituales luctuosos del día. Pero de pronto vino a su mente la imagen del calendario y el número del fatídico día que no había sido remarcado.
Abrió sus ojos espantada y llena de angustia salió del Santuario, ante la mirada atónita de su vecina. Al salir no supo a dónde dirigirse, extrañas fuerzas la obligaban a seguir el camino empinado que llevaba al Panteón; subió por éste con presteza y al llegar se quedó parada frente a la puerta largo rato, luego se introdujo en el lugar y empezó a caminar por sus callecitas y múltiples veredas. Una y otra vez las recorrió, una y otra vez pasó enfrente de una tumba que no había visto nunca antes, la cantera estaba más rosada que la de otras lápidas, parecía nueva. Quiso entonces ver el nombre del que la ocupaba, pero las letras eran absolutamente ilegibles.
A la novena vez se dio cuenta de que ya había pasado por ahí antes. Nueve veces vio la misma tumba, nueve veces quiso reconocer las letras inscritas sobre la lápida y nueve veces la angustia la hizo presa. Salió de ahí rápidamente, se acordó de que era hora de ir a preparar la comida. ¿Pero qué prepararía? ¿A quién daría gusto con su maravillosa sazón? Entró a la cocina y buscó en el refrigerador, sin encontrar nada. Pero es que en realidad no sabía qué era lo que buscaba. Se dio cuenta entonces de que no tenía hambre y luego fue a sentarse en el corredor a esperar que cayera la noche.
Al día siguiente se despertó a las siete y media y se dio cuenta de que era 3 de abril, luego se persignó, se lavó la cara y se dirigió al calendario que tenía la imagen del Señor San José, patrono de la buena muerte, y buscó el día corriente para ver a quién le tocaba dedicarle sus rituales fúnebres. Con sorpresa se percató de que el nombre que sustituía con tinta roja al de Santa Inés era el suyo. Luego, como de costumbre, se vistió con sus negros mantos y se preparó para otro día de rituales luctuosos.