La unión / Daniela Bauch

Preparatoria 9 / 2013 B

9:34 a.m.
      Tras una larga noche de espera, al fin llegó el día, ese grandioso día que tanto he esperado. La ansiedad no me había permitido dormir más de cuatro horas y el pequeño rayo de luz que se filtraba por mi ventana me recordaba que era hora de alistarme para su llegada, mi corazón latía desbocado y mis manos temblaban al pensar en ella. Mi pensamiento se sentía distante, atraído como un insecto al fuego, a aquel pasado…
      María también era hermosa, aunque tengo que aceptar que no tanto como ella. ¡Oh! Mi María… Nunca podré olvidar el día que la vi por primera vez; alta, de cabello largo y tan negro que contrastaba con la luz del día, sus mejillas tenían ese ligero rubor rosa que armonizaba sus marcados pómulos. Tenía unos ojos profundos, de un color marrón indescriptible que me devolvían la mirada. Ella sabía que la amaba, que era todo para mí.
      Era un día de septiembre, y pensé queMaría tenía que escucharme decir cuánto la amaba. Y como mi ansiedad no conocía límites, tenía que actuar rápido. Me dirigí a la florería, pero tras revisar mis bolsillos me di cuenta de que todo mi capital se limitaba a un pase para abordar el tren de regreso. Una lástima, pues era la primera vez que regalaría unas flores. Mis pies recorrieron en automático el camino rumbo a su casa, y para mi sorpresa, al dar la vuelta en la esquina, pude verla. Estaba ahí parada, tan bella como siempre, miraba su reloj como si esperara mi llegada, me miró y sonrió. Perdí el aliento y apresuré  un poco el paso. Repentinamente un auto se detuvo frente a ella. De éste bajó un hombre y la abrazó, robándome esa mirada y esa sonrisa que hasta ese momento me pertenecían.
      La invitó a subir al coche… Sentí un vuelco en el corazón.
      María se fue con ese hombre, se alejó… Se alejó sin saber lo que tuve que decirle. Se fue con ese maldito bastardo. Yo sabía que un día estaríamos juntos,  siempre juntos. Entonces decidí cumplir mi fantasía. Esperé unas horas porque sabía que regresarían a aquel lugar. Y cuando el sol se escondió tras las nubes y el horizonte, regresaron. Sin dudarlo, me paré frente a su auto, el idiota lo detuvo de golpe y por alguna extraña razón mi hermosa María me observó asustada, si tan solo ella hubiera sabido que después de esto nunca más tendría que ver a ese bastardo, sus ojos en lugar de miedo reflejarían agradecimiento. Aprovechando su desconcierto, subí al asiento trasero, con una navaja amenacé al bastardo y le indiqué el camino que debía seguir. El filo sobre su yugular le advirtió lo que sucedería si me desobedecía. Respiré profundo y calmé las ansias de arrancarle la existencia en ese mismo instante. Solo la pureza de mis sentimientos por María lo mantuvo con vida. María debió saber que el amor de su vida al fin había llegado… Luego, seríamos, una vez más, una misma alma.
      Al llegar a aquel lugar abandonado, lo amarré a un pilar con una cuerda que el idiota llevaba en la cajuela de su auto.
      María siguió callada, pero yo sé que no es un shock lo que sufrió, fue el ansia que la consumió por estar juntos lo que detuvo los engranes de su cuerpo y de su mente. Fue en ese momento cuando María al fin estuvo conmigo, y el infeliz fue el afortunado testigo de la unión de dos cuerpos que se vuelven uno.
      María me amaba, de eso estoy seguro, la penetré y sé que su llanto, sus gritos, fueron los cánticos de alegría de un alma que se completaba. Porque ella  alcanzó su plenitud, su esplendor y su destino en una suma de su piel con la mía.
      El bastardo, por defenderla, me suplicó e imploró que los dejara ir. Esa suplica alimentó mi ira. Por supuesto que no lo pude dejar marchar. Él tenía que pagar por su delito, el querer llevarse a María consigo. Mientras María se fue a un rincón llorando, tomé un mazo y caminé hacia él mientras el miedo desdibujó los rasgos de su rostro. Los ruegos y gritos que daba al destrozar su tórax incitaron mis sentidos. El olor a sangre y la sensación de quebrantar su carne y espíritu fueron sublimes para mi ser. 
      María, que vio todo, lloró de alegría y me miró. Con una dulce voz dijo las palabras que nunca olvidaré.
      —No soy tuya y nunca lo seré.
      Sabía que mentía porque ella me amó. No podía amar a nadie más. Entonces tuve que tomar la mejor decisión. Si otro hombre se percatase de su belleza, intentaría lo mismo que el bastardo, ella tenía que irse para siempre.
      La miré a los ojos, le recordé que la amaba y que ahora era mía. Acto seguido empujé mi navaja contra su estómago al mismo tiempo que la abrazaba.  Esto la distraería para que no tuviera miedo. Estuve abrazando su cuerpo inerte durante largo tiempo, besándola y entregándole mi amor. Escuché sirenas y pude ver una luz, era una patrulla que se aproximaba, y mi hermosa María me miraba, sus ojos nunca se apartaron de los míos.
      Hoy estoy aquí sentado esperando que llegue la hora de visita. La mujer que me mantiene vivo entrará en unos momentos por esa puerta. Ella, siempre impecable y vestida de blanco, viene a traerme el desayuno y medicamentos. Cosa que no entiendo, si yo estoy bien. A las diez en punto, ella entrará con su cabello negro recogido y su cofia perfectamente acomodada. Las paredes blancas que me rodean y el frío que invade mi cuerpo me desaniman, pero ella me llena de energía con su presencia, pronto, ella y yo lo sabemos, será mía, al igual que lo sigue siendo María. 

 

 

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