La traducción literaria: una re-creación

Philippe Cheron

Palabras (revisadas y completadas) en la presentación de la edición bilingüe francés -español del poemario Liquidambar / Liquidámbar. Chant d’adieu en terre zapatiste, de Carmen Villoro. Institut Culturel du Mexique, París, 23 de mayo de 2023.

París, Francia, 1950. Su publicación más reciente es la cotraducción junto a Rossana Reyes y Ena Lastra de Cuaderno de sombras, de Philippe Denis (Universidad Veracruzana, 2024).

El trabajo de traducción literaria implica una lectura detallada y precisa del texto original, con un análisis riguroso de su estructura gramatical, sintáctica, morfológica, semántica, etc. Implica sumergirse en el océano imaginativo que le ha servido de matriz al creador o creadora, para tratar de colocarse en el flujo poético que dio por resultado la obra en cuestión. En este sentido, más allá de la literalidad, o después de una primera etapa de literalidad escrupulosa, el traductor tiene que «cargar» con el poema por traducir, apropiárselo según «el ángulo (o el enfoque) que tiene la pendiente de su propia existencia», como dijo Paul Celan; es decir, tiene que reconfigurarlo o, digámoslo, recrearlo. Y para esto debe tener, de preferencia, empatía con el texto original. Debe «adueñarse» del mismo en una especie de acto de «antropofagia», si creemos al antropólogo brasileño Viveiros de Castro: intraduçáo, o sea, ingestión de la lengua y de la cultura del otro para restituir la obra en las del traductor. Esta posición implica una intervención decisiva del traductor (a menudo poeta por lo demás) y por ende una fuerte dosis de adaptación y de subjetividad.

Por su parte, Antoine Berman y ciertos teóricos de la traducción defienden la literalidad en oposición a las excesivas libertades de los siglos pasados, con el ejemplo famoso de las Mil y una noches vertidas al francés por Antoine Galland, a principios del siglo XVIII, con una desenvoltura inimaginable en la actualidad.[1] Otro, en una época no tan lejana, es la obra de Dostoievski traducida con un gran número de adaptaciones. Además de su complejidad extrema y de las divergencias de interpretación, una de las razones para su retraducción la constituye la presión de los editores, que rechazan versiones poco comprensibles para sus públicos y por lo tanto piden limar, adaptar, cortar, simplificar, hasta que sean «legibles» por la crítica y por un máximo de lectores: criterio comercial con el fin de lograr una buena recepción —y buenas ventas—. A principios del siglo XX muy pocos estaban listos para aceptar fácilmente una obra tan hirsuta, compleja, áspera, obsesiva, tan contraria a las buenas costumbres literarias de aquel entonces, como la del gran escritor ruso.

Un ejemplo más es el de César Vallejo. Su primer poemario publicado en francés (Seghers, 1967) fue en traducción de su viuda, Georgette, quien conocía mejor que nadie la obra y podía entenderla «desde dentro». Pero este mismo hecho la llevó a alejarse del original e interpretarlo demasiado libremente; tratándose de una edición dirigida a un público amplio, que no era bilingüe para «facilitarle la lectura».[2] En este sentido, el problema de la traducción literaria radica, por una parte, en la recepción de la obra, siempre difícil cuando esta se aleja demasiado de los criterios comúnmente aceptados. El traductor debe actuar como un funámbulo, tratando de mantener el equilibrio entre las exigencias del editor, por un lado y, por el otro, las del autor, quien pide que se respete su texto.

Y pese a todo, el genio siempre termina por imponerse. Como en música, con el ejemplo trillado pero muy significativo de ciertas obras de Beethoven: sus últimos cuartetos eran inaudibles para sus contemporáneos, tuvo que pasar mucho tiempo antes de que fueran aceptados y admirados.

Berman defiende la literalidad para contraponerse a esta tendencia «adaptativa», pero los ejemplos que da son de obras famosísimas, clásicas en el pleno sentido de la palabra, tan conocidas ya por el público en general a lo largo de varios siglos que resultaba necesario «refrescarlas»: Hölderlin traduciendo a Sófocles; Chateaubriand, al Paraíso de Milton; Klossowski, a la Eneida de Virgilio.[3] Literalidad que consiste en volver a las raíces mismas del original para devolverle su juventud, su sentido original liberado de la acumulación de tantas interpretaciones, adaptaciones, deformaciones a lo largo de los siglos. En todo caso, sigue vigente la reflexión de Friedich Schleiermacher: «O el traductor deja al escritor lo más tranquilo posible y hace que el lector vaya a su encuentro, o bien deja al lector lo más tranquilo posible y hace que el escritor vaya a su encuentro».

El caso de un texto nuevo, contemporáneo, es distinto (y de hecho, muy bien pueden combinarse las dos posiciones según los diversos fragmentos que enfrenta uno). Como para casi todos los textos, en Liquidámbar hay partes que pueden verterse directa o casi directamente al francés. Otras se resisten a la literalidad y son evidentemente estas dificultades que presentan interés.

Puede ser un problema del idioma de llegada, por ejemplo la presencia de tres palabras muy sencillas pero casi pegadas: padre, tierra, hermano. En francés se produce una aliteración poco afortunada: père, terre, frère.[4] Imposible poner papa, demasiado familiar, desde el inicio del poema, imposible reemplazar terre por algún sinónimo (sol, glaise, humus…) porque hubiera desvirtuado el contexto del entierro, fundamental en todo el poemario, sin hablar de las referencias implícitas en segundo o tercer grado al zapatismo «histórico»: «Tierra y Libertad», «La tierra es de quien la trabaja», etc. Y frère no tiene sinónimo adecuado.

En sentido contrario, ¿cómo traducir esta aliteración del original: «derrochen» / «chorreen»? Uno de los problemas es justamente la dificultad para conservar tanto el sentido como el sonido; a veces es posible, pero por desgracia no siempre, o mejor dicho pocas veces. Así que aquí la solución consistió en conservar mal que bien la aliteración (écoule s’ouvrent) sin respetar del todo el sentido, pero aprovechando la posibilidad de crear otra (en –eur): «Que s’écoule des fleurs leur saveur. / Que s’ouvrent les pulpes».

Algo similar ocurre con: «Se llevaron la escápula / la esdrújula clavícula», con un juego entre la sílaba tónica en los tres sustantivos y partes del esqueleto en el primero y el tercero. Siendo el francés una lengua atonal, la esdrújula no existe y sólo podría traducirse literalmente en un tratado de gramática («accent sur l’antépénultième syllabe»), de ninguna manera en un texto literario y menos aún poético. No queda de otra que interpretar e inventar, y el juego de la aliteración es probablemente la mejor solución: «Ils ont emporté les cartilages / les clavicules claudicantes», donde se conserva más o menos la red semántica con los huesos y donde la esdrújula misma «cojea»[5] (claudiquer significa cojear).

Las oraciones en torno a «humo» adoptan la forma de locuciones o de proverbios, algunas de las cuales obligan a encontrar algún equivalente, y entonces se eligió imitar el original y tomar la definición de esta palabra en un diccionario francés, así como buscar expresiones existentes en este idioma y con ellas reconstruir una frase similar conservando el espíritu del original (el humo, la muerte, la incineración, la desaparición, etc.).

La definición del diccionario de la Real Academia Española para «humedad» menciona que esta palabra evolucionó por haplología, esto es, la supresión de una sílaba con respecto al latín (humiditas). Cosa que no ocurrió en francés (humidité), por lo cual esta operación de fonética desaparece forzosamente en la definición.

Como decíamos más arriba, cuando hay empatía el traductor se adueña del texto fuente, se lo apropia en una especie de acto de antropofagia. Hasta el punto de atreverse a señalar algunas dudas y colaborar con la autora en el texto original. Un ejemplo de ello está en la página 162, donde por deducción lógica el sujeto es la muerte (femenino) y no el miedo (masculino); por consiguiente, el pronombre en el primer verso de la tercera estrofa tiene que ser la y no lo. Y así se corrigió en la edición bilingüe. (En francés la cuestión no se plantea, puesto que tanto mort como peur son femeninos: por más que según el contexto se imponga «muerte» como sujeto, permanece cierta ambigüedad…).

Estas breves observaciones confirman que la traducción literaria es, no tanto una creación, sino una re-creación, ya que en muchos casos se necesita inventar, aunque no «en el vacío» sino a partir de un texto-base que es el original y que debe imperativamente respetarse hasta donde sea posible.

Al respecto, señalemos que a partir de una idea expresada por Marina Tsvetáyeva en una carta a Paul Valéry, en el sentido de que un sistema de signos siempre puede verterse en otro sistema de signos, François Maspero cuestiona la concepción de presentar al traductor como creador, al mismo nivel que el autor. Debe considerarse más bien como un buen artesano, con la «humildad de un Francisco de Asís que era capaz de oír y traducir el lenguaje de los pájaros y de dirigirse directamente al sol». Y añade algo fundamental: la traducción es ante todo un viaje. Viaje en la inmensa geografía de las palabras, «territorio casi infinito de las lenguas»; viaje en la historia de esas palabras, de esas lenguas, y viaje de lo material a lo espiritual, esto es, siguiendo «el recorrido del creador en sentido inverso para alcanzar esa región perdida, ese punto de partida ignorado de todos [el “océano imaginativo” que mencionamos aquí, en los primeros renglones], donde su pensamiento todavía no era palabra».[6]

Dos puntos más para terminar. En literatura debe respetarse el nivel estilístico y, en particular, un detalle como lo son las repeticiones, pues así lo quiso el escritor. En Liquidámbar el adjetivo «pequeño» aparece tres veces seguidas, lo que refuerza la impresión de fragilidad, de inocencia ante la embestida de los caballos del Apocalipsis «por el angosto callejón»: «pequeños cuerpos», «pequeñas estampas», «pequeños miedos» (en lugar de lo que se esperaría: «enorme», «tremendo miedo»). Es indispensable, pues, conservar esta reiteración, que es propiamente significativa. Y toda la primera parte (titulada «Liquidámbar»), llena de repeticiones, tanto de un poema al otro como en los poemas mismos, es una verdadera letanía. No en balde Milán Kundera se quejaba de las traducciones de sus primeras novelas, considerando que el traductor había reescrito en francés La plaisanterie («La broma»); a propósito del no respeto de las repeticiones (evidentemente voluntarias, para crear este efecto de letanía, que es el principio de la composición musical) criticaba severamente a sus traductores que se valieron de sinónimos y, al hacerlo (por más que fuera con buenas intenciones), «destruyeron no sólo la melodía del texto sino también la claridad del sentido».[7]

Al respecto, llama la atención el hecho de que Liquidámbar tiene una estructura musical notable. Podría ser una sinfonía o, mejor, una cantata. El mismo autor checo se interesó de cerca a la estructura de la novela y escribió: «Una parte es un movimiento. Los capítulos son compases. Estos compases son o bien cortos, o bien largos, o bien de una duración muy irregular. Lo que nos lleva a la cuestión del tempo. Cada parte en mis novelas podría tener una indicación musical: moderato, presto, adagio, etc.».[8] 

De esta manera, con la introducción «Un árbol» tendríamos la obertura, muy breve: presto. El primer movimiento, larguísimo, expone el tema con poemas bastante cortos y hay un efecto de letanía: algo así como andante moderato. El segundo, de duración media, mucho más denso, con metáforas girando en torno a la muerte, al humo de la desaparición definitiva, sería una especie de largo mezzo forte. «Gotas de ámbar» es un intermedio, un breve remanso con recuerdos de infancia, una felicidad ida: allegro lento. Le sigue el tercer movimiento, duración media, muy denso también, sombrío y violento, agonía, gritos, miedo: agitato fortissimo. El cuarto, «Etiopía», otro intermedio, reflexivo, sobre el origen y destino de la humanidad, podría ser un allegro moderato. Y por fin la coda («El jardín del filósofo»), serenidad recobrada: andante allegreto.[9]

[1] Por haberla leído en su infancia y adolescencia, Proust la prefería a versiones posteriores.
[2] François Maspero, introducción a César Vallejo, Poèmes humains, París, Seuil, 2011, p. 37.
[3] Véase Antoine Berman, La traduction et la lettre ou l’auberge du lointain, París, Seuil, 1999.
[4] Véase la edición bilingüe francés-español Liquidambar. Chant d’adieu en terre zapatiste, París, L’Harmattan, 2022, p. 29 : «Je suis venue, père, fouiller la terre / où mon frère a déposé ton nom». Versión francesa del autor de estas notas.
[5] Como observó atinadamente Fabio Morábito en la presentación de esta edición (Bonilla, Ciudad de México, noviembre de 2022).
[6] François Maspéro, op. cit., p. 41.
[7] Milan Kundera, L’art du roman, 1986, p. 160.
[8] Op cit., p. 108.
[9] Todas estas indicaciones musicales mías no pasan de ser meramente ilustrativas, que me perdonen los músicos.

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