Guadalajara, 1971. Sus libros más recientes son el poemario Desviación vertical disociada (2022) y el breve volumen de notas y apuntes De otra cosa (2022).
Setenta veces siete, hasta donde llega mi conocimiento, es la cuarta selección antológica de la poesía de Raúl Bañuelos (Guadalajara, 1954) que se ha publicado por ahora. La primera fue Casa de sí, publicada por la UNAM en 1993. La segunda fue Bebo mi limpia sed, que apareció bajo el sello de Arlequín en 2001. La tercera fue Puerta del cielo, editada por la Secretaría de Cultura de Jalisco en 2010. Si se toma en cuenta, como debe tomarse, que varios libros de Bañuelos mucho tienen de revisión, reorganización e incluso recomposición de libros anteriores, no será difícil entender en qué medida el acto de releer —y, desde luego, de releerse— conlleva, para este poeta, una toma de partido y, para decirlo con Pessoa, una suerte de autopsicografía. Bañuelos, al reescribir sus libros, nos invita, como es lógico, a releerlos, en diferentes órdenes o con algunas modificaciones, tanto que para entenderlo a él como persona es preciso imaginarlo evaluándose a sí mismo.
Ahora bien, Setenta veces siete no sólo es una «selección personal», como acota el subtítulo del volumen, sino que además atañe de modo concreto a las «poéticas» de su autor. De niño, dice Bañuelos, uno «aprendió a escribir en los cuadernos / y en las cosas». Percibo en estas palabras una invitación a representarse al poeta escribiendo sobre la poesía, es decir: literalmente sobre la superficie de un objeto llamado poesía, un cuerpo material, aunque intermitente: presencia y ausencia que se alternan. Las poéticas de Bañuelos, más que declaraciones bienintencionadas a propósito de lo que la poesía es o debería ser, son poemas en los que sus asuntos predilectos (la niñez, el retorno a la casa familiar, la caminata, el canto de los pájaros y el sonido de los instrumentos musicales, el humilde milagro de la lluvia o ciertas frases y leyendas de los poetas que admira, por mencionar algunos temas) contribuyen a la caracterización de la poesía como «suceso del suceder», en sus propias palabras. Como en una cadena de acontecimientos, lo que ocurre primero, «el suceder», da lugar a su vez a otro «suceso». Lo poético es, en este orden de cosas, una chispa repentina originada por cualquiera de las innumerables fricciones de lo real, como es el caso del intercambio amoroso:
Toqué
mi corazón con tu mano
y se quedó encendido.
En su prólogo a Setenta veces siete, Pedro Goche destaca dos motivos en las poéticas de Bañuelos: el deseo y la paradoja. Son «la dirección y el camino […] de sus poemas». En otras palabras, el deseo dice hacia dónde ir y la paradoja dice cómo llegar ahí (o cómo intentarlo, por lo menos). «No será […] el deseo quien nos habría arrojado, propiamente, del paraíso, sino aquel que nos ayudará a reconquistarlo a través de la palabra poética», señala Goche, sugiriendo con ello que la nostalgia del origen, por importante que parezca, es apenas el requisito previo a emprender el camino hasta dotar a ese origen de sentido.
Por otro lado, el motivo de la paradoja, si entiendo bien a Goche, podría llamarse también conjunción. En el desafío de unir formalmente la sencillez y el refinamiento expresivo cristalizan las junturas (palabra, por cierto, muy propia del universo de Bañuelos) de la distancia con la inmediatez, de lo ausente con lo presente y del movimiento con el reposo. Así, el poema es «casa del cielo unívoco y la tierra dividida» y «mesa del pan y el hambre» para el autor de Setenta veces siete.
El setenta y el siete del título se ven ratificados por el número total de poemas que conforman el poemario: setenta y siete. No me resulta extraño ese guiño escondido en la organización del volumen. De origen bíblico, la expresión «setenta veces siete» cuantifica, con un plural de majestad, el imperativo cristiano del perdón y el deber de superar todo apetito de venganza. Bañuelos convierte la cifra de poemas de su libro en otras tantas ocasiones para cumplir con un mandamiento: «Puede hablar cualquier cosa». La nube reflejada en un charco, la hormiga y el rayo de luz pueden hablar en el poema, con el doble sentido de tener voz y derecho de usarla. El poema será el espacio donde todas esas voces coexistan.
La importancia que da Bañuelos a la reescritura queda de manifiesto en el caso del poema «El verso», de los primeros del volumen, que reaparece más de cincuenta páginas después, en otra versión, titulado «Del verso». Que dos tratamientos de un poema convivan en un mismo libro es, como mínimo, llamativo, y puede significar tal vez que Bañuelos entienda el poema como borrador o vislumbre de lo que un día pudiera llegar a ser. Basta con leer el poema en cualquiera de ambas versiones para observar que Bañuelos extrae, sin hacerlo explícito, un significado peculiar de la palabra «verso», a la que atribuye una carga semántica similar a la de la preposición francesa vers, «hacia»: de verso en verso, el poema va siempre hacia otra parte, hacia otro poema.
En ese constante verso, en ese constante hacia, Bañuelos es, por necesidad, un transeúnte, un forastero, un migrante. Como intuye que la poesía es, más que un ser, un hacer, pone atención en los oficios, del barrendero al buzo, del afilador al albañil, acaso interrogando su propia tarea. No cede a la tentación de viajar al pasado; antes bien, consigue que la exploración del futuro a la que se sabe destinado aproveche la energía del deseo que la experiencia no ha logrado saciar:
voy a seguir la ruta
de las hormigas
que me quedó pendiente
desde niño.
Al tema de la poesía como incesante hacer y nunca terminar se añaden otros: la deuda con la poesía y la consiguiente gratitud («A la poesía todo / se lo debo. / Y no tengo poesía / con que pagarle»), la reverencia por los poetas (Vallejo, Parra, Neruda, Paz, Fayad Jamís, Eduardo Anguita, entre muchos otros), la naturaleza como entidad poética, la poesía como investigación de lo cotidiano (capaz de ir «Semilla adentro del día»), la poesía como indagación en la memoria («Escribo para inventarme / un pasado digno de olvido»), la poesía como escucha de «Lo que van / Diciendo / Las palabras» y, en términos más amplios, la poesía como ética de la hospitalidad, noción que tomo prestada del filósofo español Daniel Innerarity. Si algo tiene que ofrecerle a nuestro tiempo la poesía, parece decir Bañuelos, es un sentido renovado de la recepción, del cuidado, del oído y de la comprensión. La poesía es un espacio de acogida simultánea para el ayer y para el deseo de transformarlo en mañana.
Los poemas de Setenta veces siete proceden de libros de distintas épocas. Los lectores de Puertas de la mañana (1983), Cantar de forastero (1988), Junturas (1996), Los solos (1996) y Cantos del descampado (2004) los reconocerán casi todos, aunque no necesariamente con los mismos títulos o disposiciones tipográficas. Bañuelos ha barajado y reescrito poemas de diferentes poemarios desde la última década del siglo xx, al punto de que ya se hace indispensable comparar las variantes y preparar un índice con la trayectoria editorial de cada texto.
Justo en medio de Setenta veces siete Bañuelos coloca la que a mi juicio es, entre sus poéticas, la más ambiciosa y compleja: «Pendular». Subdividido en cuatro estancias, «Pendular» es comparativamente un poema extenso, de cinco páginas, cuando los demás poemas rara vez tienen más de una. El péndulo simboliza, para Bañuelos, la conjunción y la interpenetración: en su ir y venir, «une los contrarios a la mitad / del instante». Si el péndulo va, por ejemplo, del sustantivo «desnudez» al adjetivo «luminosa», en el punto de conjunción hay no una desnudez luminosa sino una vallejiana «luminez / desnudosa». Si el péndulo va de la muerte a la vida, y viceversa, quien ha muerto «desborda los límites / del dolor» y «regresa a la palabra / viva del poema». Esa calle recorre, asombrado, el pasajero del poema, comprendiendo paso a paso que «allá está el aquí / que vino / y hasta allá se anda».