La revuelta nihilista / Enrique Serna

Las gestas heroicas de México se han producido cuando un vasto contingente de hombres armados desafía a la muerte como último recurso para salir de la miseria y recobrar la dignidad. Tal vez por eso, los caudillos que han encabezado nuestros ejércitos populares fundamentaban su liderazgo en los alardes de valor suicida, el recurso teatral más eficaz para enardecer a las masas. Los novelistas de la Revolución nos dejaron abundantes ejemplos de esa disposición al martirio, que en algunos casos rayaba en el humor negro, por el carácter retador y fanfarrón de los guerreros indómitos que al pie de la horca sonreían con el cigarrillo en los labios o pedían como última voluntad ordenar sus ejecuciones frente al pelotón de fusilamiento. Se trata, pues, de una tradición popular que puede quedar archivada en la memoria colectiva durante décadas, pero resurge en situaciones críticas, cuando la desesperación asfixia al pueblo y el orden institucional se desmorona por dentro.
     A juzgar por las matanzas cotidianas, las decapitaciones, los secuestros de políticos prominentes y la desaparición del Estado en provincias enteras donde el hampa ya gobierna de facto, nos hemos desbarrancado en un abismo sin fondo que tiñe de luto las fiestas del bicentenario. A pesar de la alharaca festiva del gobierno, y la estúpida demagogia de la Iniciativa México, el país está reventando como un chancro con pus. La conmemoración de las dos insurrecciones armadas más importantes de nuestra historia estuvo precedida de rumores que auguraban nuevos alzamientos guerrilleros. No se vislumbra en el horizonte ninguna posibilidad de que el ezln o el epr alteren seriamente el desorden público (su carácter sectario y su estrechez de miras les impide movilizar a las masas), pero al parecer estamos asistiendo a un rebrote de la cólera sanguinaria que en tiempos de la Independencia y la Revolución dejó un reguero de cadáveres en los campos de batalla. Sólo que los mártires del siglo xxi ya no veneran el estandarte de la Virgen de Guadalupe, como en tiempos de Hidalgo, sino la macabra efigie de la Santa Muerte, y en vez de arriesgar la vida por una parcela de tierra, como las huestes de Villa o Zapata, se matan a diario para controlar la venta de drogas en un territorio que han conquistado a punta de metralleta. Como dijo el filósofo anarquista Max Stirner cuando profetizó la tiranía del individuo sin leyes: «No es una revolución lo que se acerca, sino un crimen potente, orgulloso, sin respeto, sin conciencia, que crece con el trueno en el horizonte».
     Desde el periodo comprendido entre 1910 y 1928, nunca hubo en México tantas matanzas impunes como en el actual sexenio. El presidente Calderón ha declarado muchas veces que no es la acción del ejército y la policía, sino la guerra entre cárteles, lo que ha ensangrentado nuestras ciudades, pero ese deslinde no tranquiliza a nadie ni exime al gobierno de la responsabilidad de apaciguar o someter a los imperios criminales en pugna. Tras la derrota electoral de 2009 por la desaprobación pública de su combate al crimen organizado, el gobierno ha querido presentar la guerra contra el narco, y la guerra de los cárteles entre sí (dos pugnas que a menudo se entrecruzan, por los favoritismos de las corporaciones policiacas hacia una u otra organización delictiva), como una calamidad transitoria, que sólo puede afectar al ciudadano común si tiene la desgracia de quedar en medio de una balacera. Pero lo cierto es que esta barbarie incontrolada ya está cobrando visos de estallido social, un estallido único en su género, porque pretende sustituir el precario estado de derecho por un nihilismo salvaje. Nadie en su sano juicio puede negar a estas alturas que el narco tiene bases sociales. La industria más importante del país después del petróleo cuenta con un ejército de jornaleros, halcones, sicarios, operadores financieros, policías comprados y pilotos aviadores dispuestos a morir por defender su fuente de trabajo, ya sea contra el Estado o contra la competencia.
     El México bronco ha despertado con los rencores sociales a flor de piel, pero los rebeldes armados ahora son apolíticos y ya no le tienen apego a sus lazos comunitarios, el muro de contención que durante muchos años impidió el desbordamiento de la violencia. La televisión les inculcó un individualismo feroz, una obsesión vulgar por los signos de estatus, una avidez insaciable de placeres intensos, y cuando entran a las ligas mayores del crimen sólo piensan en cobrarle a la sociedad todas las frustraciones que han acumulado desde la infancia. Pero las pugnas sangrientas entre mafias poderosas, o las batidas del ejército contra el narco, son guerras de pobres contra pobres, en las que sólo mueren las infanterías: los de arriba siempre ven la masacre desde un cómodo refugio blindado. La rebeldía nihilista de los matones a sueldo, que van subiendo en el organigrama de un cártel hasta obtener una pequeña tajada de sus negocios, es en realidad una inclinación servil frente al poder: dentro del clan asienten y agachan la cabeza, fuera de él se desquitan con otros miserables. Como los viejos revolucionarios, coquetean con la muerte (de hecho, la han convertido en su santa patrona), y en los corridos que mandan componer para divulgar sus hazañas se ufanan de pertenecer a una aristocracia del martirio, más meritoria a su juicio que la aristocracia del dinero viejo. Pero nunca podrán gobernar a la sociedad que sojuzgan, ni implantar el orden en los territorios bajo su control, porque sólo conservan un valor ético: el amor a la familia, una coartada moral infalible para decapitar vecinos sin remordimientos. Si un narco sufre remordimientos por haber acribillado a 19 ex adictos en una clínica de rehabilitación, expía con facilidad sus culpas, regalándole a mamá una camioneta Suburban el 10 de mayo. ¿O acaso no es un deber sacrosanto darle lo mejor a los seres queridos?
     La familia es la célula básica del crimen organizado y lo último que se pudre cuando una sociedad entra en descomposición. Pero la salud de la institución familiar puede coincidir con un eclipse total de los valores cívicos, como está ocurriendo en México, donde la violación sistemática de la legalidad ha implantado como norma rectora de las relaciones sociales la doctrina del anarquismo individualista que preconizaba Max Stirner. La falta de respeto al derecho ajeno es la guerra. Pretendemos venerar a Benito Juárez, pero los mexicanos jamás hemos hecho nada por llevar a la práctica una frase que repetimos como loros desde la escuela. Por el contrario: estamos enfrascados en una lucha a muerte por ser el más chingón, el más hábil para la zancadilla, el golpe bajo y el arreglo marrullero en lo oscurito. En cualquier corruptela para obtener un permiso de suelo chueco, una concesión inmerecida, una beca ganada con palancas o una plaza sindical heredada de padres a hijos siempre hay cientos o miles de damnificados anónimos. Los narcos sólo han llevado a sus últimas consecuencias la rapiña antisocial que practican desde tiempos inmemoriales los plutócratas respetables, los dinosaurios de la política y la gente que aspira a recoger sus migajas (desgraciadamente un gran porcentaje de la población, lo que explica las victorias electorales del pri). Proteger a la propia familia es una reacción instintiva; respetar la vida, la salud mental o el patrimonio de un desconocido es en cambio una obligación ciudadana que sólo se puede inculcar cuando nos ponemos en el lugar del otro, o cuando la ley nos obliga a hacerlo.
     
     Los rebeldes que se alzaron contra Porfirio Díaz y Victoriano Huerta tenían conciencia de luchar por una causa más importante que sus propias familias. En un célebre y perturbador episodio de ¡Vámonos con Pancho Villa!, la gran novela deRafael F. Muñoz, el jefe de la División del Norte, derrotado y maltrecho tras la derrota en Celaya, encuentra a Tiburcio Maya, el protagonista de la novela, arando la tierra de su parcela, retirado en el campo después de varios años de servir como soldado, y le propone que se una de nuevo a sus filas. Tiburcio se rehúsa alegando la obligación de cuidar a su esposa y a su hija. Entonces Villa entra en el jacal donde están cocinando las dos mujeres y elimina el impedimento a balazos: «Ahora ya no tienes a nadie, no necesitas rancho ni bueyes. Agarra tu pistola y vámonos».A pesar de sentirse dolido y atropellado, Tiburcio toma su carabina y se une a las fuerzas de Villa.
     No creo que Muñoz, al elogiar la abnegada y fanática lealtad de Tiburcio, haya querido justificar la atrocidad de Pancho Villa, sino dramatizar, en una escena simbólica, la importancia de anteponer los valores cívicos a los familiares en una gesta colectiva donde no se podían escatimar sacrificios. A pesar de su saña, los capos del hampa defienden a capa y espada la integridad de la propia familia. De hecho, su código de honor, divulgado en varias narcomantas, prohíbe expresamente meterse con las familias de los enemigos, por miedo a padecer la misma represalia. Villa se permitió matar a la familia de Tiburcio en nombre de una familia superior: la que forman todos los pobres. Los nihilistas burgueses que amenazan con imponer su ley en todo el país ya no reconocen ese lazo de parentesco, pues han adoptado la doble moral de los patrones rapaces y los políticos tracaleros que siempre les pusieron la bota encima.

 

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