Quién como tú, Eloy, para violar los dogmas newtonianos y colgarse así de los campanarios, a la manera de un badajo o de un murciélago. Quién como tú para ver al revés la ciudad, sus calles o los edificios que cuelgan, como estalactitas frágiles y luminosas, sobre la alfombra estrellada de la noche. A medio camino entre el cielo y el cieno, la brisa refresca tu rostro mientras vigilas el vecindario, el vaivén de esas personas, casi zombis, que circulan por la acera sin ver a nadie, sin que nadie los observe sino tu atenta persona. Vergüenza deberían sentir esos infelices: en tantos meses que tienes frecuentando esta cornisa, sólo tres chamacos levantaron la vista y te miraron con calma, hasta convencerse de que sólo eras una gárgola colgada bocabajo, custodio insomne de nuestra catedral.
No los culpes, Eloy, por ser tan humanos, tan débiles, tan miopes. A estas horas la mayoría sólo piensa en tomar un clonazepam, divertirse en la computadora, dormirse en el sofá con la televisión encendida. De ese cansancio suyo nada sabes, como tampoco de su hambre, su tedio o su dolor. Incansable e inmune, tu cuerpo nunca enferma ni flaquea. Sin contar la imaginaria comezón que a veces te irrita la espalda, sólo conoces un apetito, venial pero irresistible: esa curiosidad que te impulsa sin medida hacia algunos individuos muy concretos. Ese anciano canoso, por ejemplo, ese que porta una caja bajo el brazo y que atraviesa la plazuela seguido por su gato blanco, marchando con modales de caballero argentino, aficionado a las matemáticas, los rompecabezas de madera, las caligrafías obsoletas y los palíndromos.
Quién como tú, Eloy, para descender hasta la calle, levitando con la suavidad de una pluma o de un pétalo. A prudente distancia de su arrogante minino, tan habituado a percibir lo intangible, persigues los pasos del anciano. Vaya que conoces a don Macedonio. Junto con su gato Naoke y su nieta Híkuri, habita pobremente una mansión de ricos, ubicada al sur de nuestra ciudad, conocida como la Casa de las Muñecas. Algunos dicen que es doctor en psicología, otros lo acusan de negociar con los Carroñeros. Sabes, eso sí, que tiene costumbres de lunático, como comprar al mayoreo anguilas en lata, o dirigirse de noche en noche al Hostal de las Esfinges, donde compartirá su cena con Naoke antes de amenizar la sobremesa con un juego de ajedrez. Y vaya que conoces a su contrincante: esa jovencita trabajadora e inteligente que responde al nombre de Layla y que no contesta tus telefonazos ni quiere saber de tu existencia. Y eso que es tu hermana, tu única familia, la frágil raíz que te mantiene unido a este pedazo de roca, aire y océano.
—Cállate, Eloy —te regañas entre dientes—. No chilles y aguántate, acércate a ella, entérate de su vida, de sus historias, de sus dolores.
Respiras profundo para diluir tu nostalgia y de sombra en sombra los persigues, entre vapores de incienso, frituras chirriantes, umbrales olorosos a pachuli y alcantarilla, hasta que desembocas al Hostal de las Esfinges. Don Macedonio acaba de entrar: las meseras lo tratan como rey, los parroquianos lo saludan y la dueña lo besa con cariño en la mejilla. Incluso a su ladino gato le han reservado un cojín especial y un tazón de leche cruda. Detrás del ventanal, te paraliza la indecisión. Quizás pudieras sentarte allá, al fondo, en la mesa más discreta, usando tu laborioso talento para pasar desapercibido. Pero no, mejor no: si tu hermana llegara y por alguna casualidad te divisara y reconociera, entonces sí que estarías perdido, Eloy: no más hermanita que te lea cuentos, te ayude con tus problemas o tranquilice tus furores.
Así que no refunfuñes, Eloy. Mejor conserva tus energías y quédate aquí, tras la ventana, muy quietecito, paralizando cada músculo y cada hueso hasta convertirte en una estatua viviente sobre la banqueta. Deja que los curiosos se acerquen a ti, pasmados ante el prodigioso equilibrio de tu cuerpo, apoyado sobre un solo pie como un garabato chino. No faltará el gracioso que te haga cosquillas, ni el generoso que te regale una moneda. Eso sí: nadie conseguirá que te muevas un milímetro y al poco tiempo, aburrido, el público te va a olvidar, favoreciendo tus planes.
Desde esta posición invariable, disimulada entre los reflejos del cristal, tu vigilancia es perfecta pues no la interrumpe el menor parpadeo. Qué elegancia la de Macedonio cuando se quita el sombrero y acomoda la servilleta. Y qué cortés doña Ludivina, la dueña del Hostal, cuando le ofrece un platillo preparado para él de acuerdo con una receta muy exclusiva y venerable, «originaria de Pakistán, se lo juro»: tres Goliathus regius rellenos con su propia linfa, previamente freída con ajo, condimentada con laurel y nuez moscada. Considerados por algunas religiones como intermediarios entre los mortales y los inmortales, estos escarabajos le concederán a don Macedonio «el caro privilegio de comer tres dioses paganos, servidos entre alas de mariposa, pepitas de girasol, nidos de avispa hervidos en miel».
Quién como tú, Eloy, para envidiar el deleite del viejo cuando mastica esas texturas, cuando percibe aquellos aromas, cuando bebe aquellos jugos. Sabes muy bien, por supuesto, que tu envidia carece de fundamento: la razón que te impide disfrutar esas alegrías gastronómicas es la misma que te ahorra cualquier enfermedad y agotamiento, la misma que te ayuda a trepar campanarios, la misma que permite a tus pulmones contener el aliento mientras esperas a Layla, mientras tu imaginación juega a reconstruir, con los datos de tu memoria, los posibles aspectos que tendrá tu hermanita. ¿Se habrá rapado el pelo, como a veces hacía, cuando se cansaba de tintes y trenzas? ¿Se habrá puesto aquel tatuaje en la espalda, con el que tanto soñaba? ¿Usaría lentes, le seguirán gustando el rockabilly y el jazz?
Sonríes. Luego de tantas millas y errores, has alcanzado quizás la madurez necesaria para procurarla, pedirle perdón, todo eso. ¿A quién le importa tu progresiva, irreversible pérdida de sustancia, mientras tu hermana la vaya ganando? A nadie sino a ti, Eloy, y en serio que lo haces de buena fe aunque ella no te lo agradezca, aunque no responda tus telefonazos ni quiera saber de tu existencia.
Pobre. Desde los cuatro años empezó su calvario. Esa edad tenía Layla cuando pidió como regalo de Navidad una muñeca que tomara bibi y que hiciera pipí. Lo malo fue que Santa Claus no le trajo ningún regalo, no, a excepción de la golpiza que tu papá le dio al leer su cartita navideña. En buenos aprietos se vio tu mamá, no para curar sus moretones, sino para explicarle que unos juguetes son para niños y otros para niñas, y que ella debía jugar con carros y pistolas, pues no se llamaba Layla sino Eloy y era todo un varoncito. Tu hermana nada más se calló, sin aceptar esas disculpas, pero decidida a tomarse en serio la amenaza. A partir de entonces su persona se escindió en dos partes que crecieron dentro del mismo cuerpo pero con rumbos distintos. En la calle, tú te divertías con balones, soldaditos o canicas, mientras ella se ocultaba en el sótano para jugar bridge con sus muñecas; en la escuela, te batías a golpes con tus amigos y enemigos, mientras Layla se encerraba en tu recámara a leer novelas históricas, con mucho romance y fantasmas. Sólo de noche, bajo las cobijas, disponían de tiempo para estar juntos y confesarse uno al otro sus diarias aventuras.
Qué lejanas como felices parecen hoy aquellas charlas, cuando tú eras el «real» y ella la «imaginaria». Porque desde entonces, desde aquellas noches felices, tú empezaste a perder peso y materia, al tiempo que Layla adquiría la forma y el encanto de una verdadera mujer: esa dama que justo ahora entra en escena, tal como no te la imaginabas: muy cortés y sonriente, con su uniforme de bibliotecaria, su maquillaje sobrio, su cabellera negrísima, mal contenida por una pañoleta. ¿Es tristeza u orgullo lo que segregas, Eloy, mientras la miras y admiras? Tal vez una cosa, quizás la otra. Te impresiona el respeto con que don Macedonio la convida a su mesa, pero más aún los modales que ella exhibe: la elegancia con que maneja sus cubiertos, el deleite que expresa mientras mastica la ensalada de pulgones, larvas de akuilotle y salsa negra que le ha servido la señora Ludivina.
Quisieras envidiarla o maldecirla, pero no lo consigues. Cuando menos ella ha encontrado en Macedonio un padre que la comprenda, la aconseje, la proteja. Qué diferencia con tu padre biológico, ese que un día descubrió los vestidos de Layla entre tus ropas, ése que de inmediato, a puños y puntapiés, te dejó muy claro que prefería un hijo muerto que uno homosexual. A partir de entonces Layla y tú se propusieron complacer a su padre y destruir esa doble existencia que los jalaba a la locura. La oportunidad llegó al terminar la secundaria: saliendo de la misa de graduación, Layla y tú se arrojaron bajo los neumáticos de un autobús en marcha. Pero ni el uno ni la otra consiguieron matar el cuerpo que los unía. De poco sirvieron las súplicas o los rezos de tu madre: en cuanto salieron del hospital, semanas después, tu papá los condujo por la fuerza hasta el Colegio Baphomet, el internado religioso-militar donde se gestaría el desastre.
Tómalo con calma, Eloy. No lloriquees ni permitas que te flagele la melancolía. Y menos ahora que Layla y Macedonio han terminado su cena. Tras recoger los cubiertos, la señora Ludivina les sirve té de loto con galletas de la suerte y coloca ante ellos un tablero de ajedrez muy bonito, con piezas hindúes labradas en mármol verde y jade blanco. No te duermas mientras ellos acomodan las piezas; aprovecha su distracción para descongelar tu cuerpo y embolsarte las notables ganancias que obtuviste con tu espectáculo. Sin demora escala por las paredes, recorre el tejado de bambú, deslízate entre la hojarasca hasta el patio de servicio. Ahí encontrarás, detrás de unos tablones, una ventana rota que te conducirá al baño. Una vez ahí, podrás colgarte del foco y espiarlos a través de la escotilla, entre las aspas del ventilador, mientras los alfiles y caballos se disputan las posiciones claves del tablero.
—Una apertura excelsa, lenta pero implacable —reconoce el anciano cuando el alfil de Layla se adueña de la diagonal principal—; nada honra tanto al maestro como la dedicación del alumno.
—Tuve suerte: esta semana hicieron inventario y tuve mucho tiempo para practicar esta apertura; aunque no pude concentrarme en realidad —Layla se interrumpe cuando Naoke se acomoda entre sus piernas, ronroneante como un motorcito bien aceitado, y enseguida cambia de tema—. ¿Sabe usted? Ayer vi de nuevo a mi hermano, ¿se acuerda de él, de Eloy?
—Sí, pero importa muy poco lo que me hayas dicho antes. Lo primordial es lo que esta noche deseas contarme. ¿Cómo ocurrió?
—Lo miré en el espejo del baño mientras me maquillaba.
—¿Platicaste con él?
—No tuve tiempo: él desapareció… es decir, mi rostro recuperó su apariencia. Creo que no le he contado todo sobre él, sobre mí, sobre nosotros.
—Te escucho, amiga, mientras hallo el antídoto contra tu ataque.
Con expresión afligida, tu hermanita empieza a hablar sin freno sobre tu familia, sobre aquella Navidad, sobre aquellas reprimendas de tu padre, sobre los años terribles en el Colegio Baphomet. Deberían dolerte sus palabras, pero el cariño te lo impide. Aún te acosan, Eloy, aquellos punzantes insomnios que padeciste en el colegio, con el esqueleto roto por la disciplina académica y deportiva, con el orgullo herido por los castigos físicos y las disputas metafísicas, con el cuerpo desencajado por el peso de las dos almas que latían en su interior. El tránsito a la adolescencia sólo empeoró las cosas, pues, al tiempo que tú pretendías extenuar tus deseos con la disciplina, Layla aullaba en silencio ante el espectáculo muscular y viril de tus compañeros. Alguien tenía que ceder o romper el pacto. Y los pactos suelen romperse por la cláusula más frágil: así, mientras tú dormías, ella comenzó a escaparse en sueños de tu dominio, procurando su propia vivencia en los rincones del colegio o sus alrededores. Casi siempre Layla conseguía volver a tiempo al amanecer, para vestirse con tu cuerpo justo antes del timbre matutino; pero cada vez lo hacía con mayor desgano. Hasta que llegó esa noche.
—No me lo expliques, Layla, lo entiendo —aclara don Macedonio antes de cubrir con su caballo el avance del peón blanco—: esa noche tú encontraste el amor, Eloy se dio cuenta y pensó que tu comportamiento lo deshonraba.
—Gracias por decirlo de esa forma —obedeciendo a su instinto ofensivo, Layla sacrifica su caballo para impedir el enroque de su rival—. Bueno, yo temía que se enfadara, pero no tanto; a mí no me hubiera molestado que él buscara el amor por su cuenta.
—Al parecer, tu hermano era un hombre muy poco honorable. ¿Y qué pasó luego?
Layla no responde y su silencio te angustia. «No se lo digas, hermanita», le suplicas entre dientes, pues sabes muy bien lo que entonces pasó aunque te rehúses a pagar el balance de tu culpa. De pronto, una mañana cualquiera, despertaste en una cama ajena, destrozando a puñetazos el cráneo de ese pobre viejo que había dormido con Layla: el sacerdote, con grado de coronel, que custodiaba la biblioteca del colegio.
A medias recuperaste el sentido, bien que te acuerdas, sólo cuando la sangre te salpicó los ojos. Te detuviste al instante, todavía borracho de violencia. Lo habías matado, ahí mismo, frente a las lágrimas mudas de tu hermanita, que sólo atinó a encerrarse en el baño para desatar su llanto. «Esto no ha sucedido, esto no puede sucederte, Eloy», murmurabas mientras envolvías el cadáver con la sábana. La situación era crítica. Conociendo a tu hermanita, comprendiste que había amado a aquel hombre, tal vez por su sabiduría, quizá por su ternura, o acaso por el color de sus ojos. Quién lo sabía y a quién le importaba. Tú, menos que a nadie, carecías de autoridad para impedirlo. Habías reaccionado igual que tu maldito padre, y saberte idéntico a él te llenó de vergüenza. Pero eso tampoco importaba, pues tampoco había remedio. Habías cruzado la línea y sólo te restaba esconder ese cuerpo, desertar del colegio, salvar no tu pellejo sino el de tu hermana.
—Ese asesinato pudo no ocurrir, ¿lo has pensado? —don Macedonio adelanta un peón para abrir un escape a su acosado rey—. El inconsciente suele implantar falsos recuerdos en el cerebro para justificar o evadir las culpas.
—Lo he pensado, claro, y también que pude inventarme a Eloy como un chivo expiatorio o como proyección de mi odio paterno —Layla amenaza la torre con el mismo caballo que protege el avance de su peón—. Pero sospechar de eso no basta. Ningún argumento vale ante la evidencia de los sentidos: yo veo y oigo a Eloy tal como lo veo y lo oigo a usted.
—Según mi opinión, no hay diferencia entre el sueño y la vigilia, que son como el reverso y el anverso de esta ilusión que llamamos mundo.
—Sí, lo sé. Por eso estamos aquí, ¿no? En esta ciudad.
—Tú lo has dicho —el anciano la interrumpe y la mira a los ojos, orgulloso de la jugada que ha deducido—. ¡Jaque!
—Buen intento —se burla ella, bloqueando el ataque con su alfil y bebiendo el último trago de té—. ¿En qué íbamos?
Mientras don Macedonio analiza su nueva y desventajosa posición, Layla mordisquea con deleite una galleta, y tú evocas las semanas posteriores a tu primer crimen, en especial ese momento cuando, escondido en un motel fronterizo, concebiste el plan que parecía más sensato. Si tu hermana fue incapaz de vivir dentro de tu osamenta varonil, debías averiguar si tú eras capaz de hacerlo dentro de su pellejo femenino. Le entregaste a Layla la mitad de tu dinero para que lo invirtiera en ropa y cosméticos. Luego, con la otra mitad, le pagaste una consulta médica, dos exámenes clínicos, tres frascos de progesterona y cuatro inyecciones de estrógenos para iniciar la metamorfosis.
Layla no podía creer tanta generosidad de tu parte, pero al final consintió. Asumiendo apariencia de mujer sería más fácil evadir la persecución de tu padre, los esbirros del colegio y a la misma policía. De ese modo, pastilla a pastilla, hormona a hormona, Layla fue evacuándote de su cuerpo, cada vez más femenino, cada vez más suyo. Fue así, hormona a hormona, como te fue encerrado en los sótanos de sus sueños, de su desmemoria, de su inconciencia. Layla, por supuesto, estaba feliz. Recién nacida al mundo, todo para ella era hermoso, sorprendente, como si estuviera percibiendo cada cosa por primera vez, pero sin advertir el resentimiento que a ti comenzó a envenenarte en lo más profundo de tu sombra.
—¿Y cómo sabes tú que Eloy estaba enojado, Layla?
—Porque volvió a suceder. Igual que en el Colegio Baphomet. Tenía celos, supongo, o lo vencían los prejuicios que le heredaron mis padres. A través de las reacciones de Eloy fui conociendo a mi papá, sus furias, sus debilidades, sus arranques de cólera o de arrepentimiento. Hoy se portaba como un amor, mañana prometía que me iba a matar como a mis amantes, y pasado mañana me juraba, llorando, que no volvería a cometer el mismo error. De cualquier manera, teníamos que ocultar el nuevo cadáver, hacer nuestras maletas y mudarnos a otra ciudad, cada vez más lejana, cada vez más hostil.
—Sin embargo, cuando te conocí, él no estaba contigo —ante el caballo blanco que vuelve a ponerlo en jaque, don Macedonio suspira, sorprendido por la inspiración de su alumna—. ¿O me equivoco?
—No. Muy amablemente le pedí a Eloy que se largara de mi vida. Si no aceptaba por las buenas, yo me arrojaría por una ventana, a ver cómo nos iba. No sé si lo hizo por caballerosidad o por amor. Pero funcionó.
—Excelente oferta, ni el diablo podría haberla imaginado mejor.
Layla sonríe, divertida por la frase de don Macedonio. Tenía motivos para alegrarse, la maldita. En realidad, ella había impuesto siempre su voluntad sobre ti, Eloy, desde que era una niña y mucho más cuando tu persona se empezó a desvanecer entre tanta mudanza, psicoanálisis y hormonas. En contraste con tu progresiva ruina, Layla fue floreciendo: le fue muy fácil terminar la preparatoria abierta y con la misma facilidad obtuvo una beca de licenciatura y ya estaba buscando alternativas para el postgrado. En otras palabras, ella fue consumando los proyectos que tú ni siquiera habías podido concebir. Tú eras tan sólo un bárbaro que solucionaba sus problemas a patadas; ella, una joven que evitaba los conflictos y que sólo aspiraba a construirse un porvenir.
Al ver que eras tan sólo un estorbo inútil y sin argumentos, te tragaste el coraje y te marchaste lo más lejos posible de Layla. A merced del viento, los trenes y los camiones de carga, recorriste diez estados americanos y dos provincias canadienses hasta llegar a Alaska. No padeciste frío ni aburrimiento: el viaje te permitió descubrir que no estabas solo. En cada lugar donde viviste encontraste gente como tú: jóvenes y viejos, casi inexistentes, que habitaban cementerios y casas abandonadas, usurpando nombres, vidas y nacionalidades; gente, por cierto, muy discreta, que jamás te preguntaba por qué no comías ni dormías, por qué no buscabas mujeres ni cerveza, por qué no te importaban el clima ni los inconvenientes de la carretera. Entre todos fueron conformando una tribu sin jefe ni jerarquías, sin mayor preocupación que sobrevivir y divertirse, hasta que juntos cayeron en Ciudad Simulacro, en este laberinto que, por ironía del destino o guiño del azar, también había atrapado a tu hermana.
—Estás imposible hoy —suspira don Macedonio, recostando su rey sobre el tablero—. Me rindo, Layla.
—Pero, maestro, aún no me dice lo que debo hacer.
—Me parece muy obvio. Observa tu peón: ha recorrido todo el tablero eludiendo obstáculos y masacrando oponentes; nada puedo hacer para impedir que corone. De la misma forma, Eloy te ha conducido hasta aquí, hasta la última casilla, donde podrá coronarse, volverse reina.
—No entiendo.
—Claro que entiendes. La magia es muy útil cuando comprendemos que la esencia es inmutable tras la apariencia material —dicho esto, don Macedonio le enseña la redoma verde con alegorías budistas que traía anudada al cuello—: éste es el Vino Tibetano de las Mutaciones. Bebe un poco, ahora mismo. Es hora de que Eloy, el peón, se desvanezca y ceda su lugar a Layla, la dama blanca.
Tu hermana acepta silenciosa la botella, la destapa, bebe un pequeño trago. Aunque en su gesto descifras la sentencia de tu muerte, ese conocimiento no te aflige, sino que te alivia. Dejar de ser tú, qué alegría; olvidarte de la gente y del tiempo y de tu rabia. Agradecido por ese regalo, abandonas tu escondrijo y te acercas a ella. Aunque don Macedonio ni la señora Ludivina alcanzan a mirarte, a Naoke se le esponja el pelo de puro susto y las pupilas de Layla se dilatan al máximo cuando tú le sonríes, mientras la besas en la frente y te encaminas hacia el ventanal, decidido a salir de ahí atravesando el vidrio.
Afuera, una tenue llovizna traspasa tu cuerpo casi insustancial. Frente a ti dos jovencitos grafitean en la pared una leyenda que describe muy bien la plenitud de tu vacío, de tu ausencia:
No eres un cuerpo
sino aquello que lo habita
Parado en la mitad de la calle, absorto por esas palabras, no alcanzas a advertir ese taxi que pasa encima de ti, deshilachando tu cuerpo como se deshilacha el humo al paso de un abanico. Sólo quedan en tu sitio un puñado de billetes y un rintintín de monedas corriendo por el pavimento.
Fragmento de Ciudad Simulacro, novela en preparación.