La región más transparente / Gonzalo Celorio

Pertenezco a una generación nonata que antes de configurarse como tal fue sacrificada por la brutal represión del movimiento estudiantil de 1968, mismo que acabó con todo intento gregario —y por ende con toda articulación generacional— y condenó a cada uno de sus virtuales miembros al solipsismo y al recelo; una generación descoyuntada en el momento en que debería haber consolidado su integración y afianzado su proyecto literario y que no se estableció sino muchos años después, cuando los que debimos haberla conformado ya peinábamos canas y habíamos recorrido nuestro propio camino en soledad. Tarde nos encontramos, sí, pero nos reconocimos en nuestras lecturas pretéritas y en nuestros antiguos ideales juveniles. Y coincidimos en que un signo que nos aglutinaba era precisamente el influjo que la obra, el ideario y la actitud literaria de Carlos Fuentes había ejercido, por separado, en cada uno de nosotros. En efecto, novelas como La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, ensayos como Tiempo mexicano y La nueva novela hispanoamericana, conferencias como la que pronunció en Bellas Artes dentro del ciclo Los narradores ante el público, para citar sólo unos cuantos ejemplos, nos habían marcado de manera indeleble y nos conferían, retroactivamente, una pertenencia generacional que no habíamos vivido en su momento. Por el profesionalismo y la modernidad de su literatura, por la agudeza y la dimensión crítica de su pensamiento, por la amplitud de su cultura y la firmeza de su vocación, Carlos Fuentes había adquirido, ante cada uno de nosotros, la condición del escritor paradigmático; un escritor que sabía conjugar, como lo habían hecho Alfonso Reyes y Octavio Paz, la raigambre nacional y las arborescencias universales; un escritor untado a la vida y comprometido con ella y con sus mejores causas; un escritor a quien nada humano le era ajeno: la historia, la política, la economía, las relaciones internacionales, la música, la pintura, el cine, el teatro, la ópera —nutrientes todos de su obra literaria—; un escritor, en fin, que representaba con excelencia la cultura nacional en el ámbito internacional y sin quien nuestro país y su literatura no tendrían ni el carácter ni la resonancia que han alcanzado en el concierto de la cultura universal.

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Se dice que la novela es un género de madurez porque, sin desdeñar los atributos de la imaginación que le son inherentes, el escritor, para articular su discurso narrativo, echa mano de su propia experiencia, que es directamente proporcional al transcurso de su vida, a diferencia del poeta, que, para expresar sus sentimientos y sus pasiones, sus anhelos y sus desencantos, sus deseos y sus altercados con la realidad, acude al expediente de la imaginación, más fresca y vigorosa entre más breve es la edad de quien la posee, por lo que la poesía lírica suele ser un género de juventud. Si bien es posible aplicar semejante aserto a un altísimo número de casos, muchos ejemplos de uno y otro lado podrían contradecirlo, pues se trata, obviamente, de una generalización. Uno de ellos, y muy conspicuo por cierto, es el de la novela La región más transparente, que en mayo de 1958 Carlos Fuentes publicó, milagrosamente, antes de cumplir los 30 años de edad.
    Un milagro, sí. Asombran, en primer lugar, el conocimiento que el joven escritor tiene de la realidad histórica mexicana, la soltura con la que transita por las diferentes épocas que ha vivido el país desde los tiempos prehispánicos hasta mediados del siglo XX y la madurez de su juicio crítico, que endereza muy señaladamente contra el discurso triunfalista de la Revolución Mexicana y las traiciones cometidas por quienes lucharon en sus filas y medraron a sus expensas.
    La novela de la Revolución Mexicana había dado sus primeros frutos cuando la lucha armada aún no había llegado a su fin. Autores como Mariano Azuela, Francisco L. Urquizo y Martín Luis Guzmán escriben sus primeras novelas al fragor de las batallas, en calidad de testigos presenciales de los acontecimientos que relatan, en algunos de los cuales incluso participaron directamente, como lo habían hecho siglos atrás Hernán Cortés, Alonso de Ercilla y tantos otros soldados metidos a cronistas que dejaban descansar la espada para empuñar la pluma y escribir sus hazañas de conquista. Deben pasar algunos años, aunque no tantos como los que transcurren entre las Cartas de Relación de Cortés y la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, para que el suceso revolucionario adquiera la dimensión histórica que escritores como José Vasconcelos o Agustín Yánez les imprimen a sus obras narrativas: particularmente La tormenta, del primero, y la trilogía provinciana del segundo, integrada por las novelas Al filo del agua, Las tierras flacas y La tierra pródiga, que dan cuenta, respectivamente, de la situación del país antes, durante y después de la Revolución. Y más años todavía para que la novela asuma el proceso revolucionario como un fenómeno cultural amplio y complejo en el que intervienen no sólo factores históricos, políticos o económicos, sino también la sensibilidad, las creencias, la imaginación de una colectividad, como queda de manifiesto en la novela Pedro Páramo, en la que Juan Rulfo amplía las escalas y categorías de la realidad para incluir en ella, objetivamente, los atavismos, los mitos, las fantasías de La Media Luna, población ubicua del campo mexicano. En la novela de Rulfo, la Revolución no es más que un telón de fondo que le da sentido histórico a la idiosincrasia y a las mitologías de un pueblo dominado por el caciquismo que la Revolución misma prohijó.
    Poco más de cuarenta años después de la publicación de Los de abajo y a escasos tres años de la aparición de Pedro Páramo, Carlos Fuentes renueva la tradición novelística de la Revolución Mexicana con La región más transparente. Sus personajes son emblemáticos. Más allá de sus rasgos individuales, cada uno de ellos representa, diacrónicamente, las transformaciones que la Revolución infligió en los estamentos de la sociedad mexicana, particularmente los hacendados porfiristas, como la familia De Ovando, que pierden sus fortunas y sus tierras, pero conservan el espíritu y los modos del ancien régime y recuerdan con nostalgia los tiempos de bonanza, y, en el otro extremo, los que lucran en «la bola», como Federico Robles, a quien la Revolución «le hace justicia», transformándolo de peón de hacienda en banquero potentado. La novela de la Revolución había señalado las injusticias sociales que le dieron legitimidad a la lucha armada, pero también había denunciado las miserias humanas que habían salido a relucir en el proceso: la bajeza, la criminalidad, la traición, la bestialidad que igualaban a los héroes con los bandoleros y creaban la figura del «bandolhéroe» con la que Salvador Novo identificó a sus protagonistas. Fuentes ya no centra su novela en la etapa prerrevolucionaria ni en el conflicto armado —aunque se refiere a ambos—, sino en la postrevolución, para señalar, de manera asaz crítica, la traición de las causas primigenias y la persistencia de los males que llevaron a la conflagración: la desigual distribución de la riqueza, el monopolio del poder, la escasa participación democrática. Semejante al Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, de Diego Rivera, Fuentes pinta en La región más transparente un mural literario de la historia de México y, sincrónicamente, de la ciudad capital durante el período presidencial de Miguel Alemán, primer presidente civil del país después de la Revolución. Como en el mural de Rivera, los personajes de esa novela representan todos los estratos sociales que confluyen en la urbe: los latifundistas que perdieron sus haciendas con la Revolución, y los revolucionarios que participaron en la lucha para expropiárselas; los banqueros y los nuevos profesionistas, los intelectuales y las sirvientas, los ruleteros y los juniors, los estudiantes, los poetas, las declamadoras, los príncipes impostados, los aristócratas internacionales y los aventureros, las prostitutas, los burócratas, los espaldas-mojadas, las soldaderas, los obreros, los líderes sindicales, los ferrocarrileros, las mecanógrafas, los abogados, los periodistas, los embajadores… A tan dilatado elenco se suman los personajes atemporales, los guardianes de la tradición y de la historia, Ixca Cienfuegos y su madre, Teódula Moctezuma, sobrevivientes de un pasado abolido que se hace presente en la conciencia de todos los demás. Todos integrados en una novela totalizadora que propicia que los personajes cedan sus protagonismos respectivos a la ciudad que los acoge, y le presten sus voces peculiares para que sea ella, por primera vez en la historia de la literatura mexicana, con su espectral polifonía, la verdadera protagonista de la historia.
    Es, como digo, una novela asombrosa, que no puede ocultar, empero, los signos de la extrema juventud de su creador: se trata de una obra asaz ambiciosa, densa, experimental, pletórica de datos históricos y de referencias culturales, vigorosa, demostrativa, crítica, iconoclasta, contundente, despiadada. Precoz, en una palabra. Por estas características, reveladoras de la juventud del Carlos Fuentes de La región…, cierta crítica ha considerado la novela desmesurada, sobreintelectualizada, recursiva, y ha destacado el valor de otras obras narrativas del autor, como La muerte de Artemio Cruz o Terra nostra, que tendrían mayores méritos literarios y que acaso son las que deberían haberse publicado en un edición conmemorativa avalada por la Asociación de Academias de la Lengua Española.
    Más allá de la circunstancia del cincuentenario, habría que justificar esta publicación por la enorme importancia que tiene en la historia de la literatura de nuestra lengua. Hay escritores importantes para la literatura y hay escritores importantes para la historia de la literatura. No siempre las obras que la literatura guarda para sí y preserva del tránsito del tiempo son las que han tenido incidencia determinante en la transformación del quehacer literario de su momento, ni siempre aquellas que ejercen influencia en sus contemporáneas ocupan un lugar de permanencia en el seno de la literatura. Carlos Fuentes es un escritor de excepción: importante para la literatura y para la historia de la literatura. La literatura preserva su obra y al mismo tiempo, con cada obra suya, se transforma. Más allá de los valores intrínsecos de La región más transparente —su energía, su fuerza narrativa, su capacidad crítica— que la literatura ha sabido reconocer, habría que señalar la enorme importancia que tiene en la historia de nuestras letras. Es la primera novela moderna de la literatura mexicana que le confiere a la Ciudad de México una voz propia. Por las anchurosas puertas que Fuentes abrió con esa su primera novela, han pasado las generaciones subsecuentes.

 

 

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