Cuatro días hace que llegué a la costa por cierto asunto. Como me ocupa sólo las tardes, dedico las horas de la mañana a pasear desde los últimos pinos del pueblo hasta los riscos puntiagudos del espigón, a recorrer la playa muy despacio y con la cabeza vacía, a dejar que la brisa salobre limpie de parásitos mi alma, encarado al mar. Y, como es invierno, nadie suele molestarme. Ayer, cuando alcancé el suave promontorio donde muere el camino, intuí un mar desacostumbradamente silencioso, sombrío de tan pajizo, como si la luz del sol luchara sin ímpetu para abrirse paso entre las nubes o les pidiera licencia para reflejarse en el agua. Pero el cielo no estaba cubierto, excepto unas migajas sueltas color rosa vinagre que punteaban el norte. Acerté a pensar que esa luz cargada de tristeza, el silencio estéril, el opresivo horizonte, la naturaleza compacta del agua a lo lejos, la ausencia de salpicaduras en el ribete de la playa, todo conspiraba para imaginarme en la costa de otro país. Según salvaba los doscientos metros que separan el promontorio de la orilla, no parecía sino que una especie de toldo infinito, de color ceroso y abullonado por una amalgama de pólipos u hongos, cubriera la superficie entera del mar. A decir verdad, sólo cuando estuve a varios pasos pude cerciorarme de lo singular de la visión: aquel mar era una apiñadísima masa de cuerpos inertes mecida por la marea, una maraña humana tan entrelazada que no permitía ver el agua por intersticio alguno. Levanté la mirada y comprobé que ese tumultuario aluvión, esa prieta esponjosidad de cadáveres desnudos, continuaba hasta perderse de vista en el horizonte. De pronto, una tímida ola que comenzó a pronunciarse mar adentro avanzó elevándose poco a poco, se dilató en los flancos y se adensó dispuesta a acometer la playa. En el cenit de su impulso, mientras se sustentaba pesadamente en el aire, advertí con claridad que su cresta se componía de personas vivas, como una espuma vehemente que se moviera con un frenesí un tanto pueril, como una delirante guirnalda de burbujas que eran cabezas embestidoras, ojos en alegre desafío, bocas que mostraban tesón o desdén, extremidades que braceaban al unísono, cientos de torsos jóvenes, elásticos, que se sostenían victoriosos arriba por un instante antes de derrumbarse, con una exhalación más sorda que bronca, entre la cinta pedregosa de la orilla y la superficie grávida de cuerpos. Allí quedaban, a la deriva, muertos ya e indistinguibles del resto de despojos, adormecidos para siempre en el placentario vaivén de un regazo ilimitado. Poco después, una nueva ola despuntó al fondo, inició la infatigable fuga hacia delante, fue creciendo lentamente alentada por la premiosa resaca, y volví a ver esa onda colectiva, esa voluta donde bullían protuberancias tersas y peludas, ese festón horizontal de humanos vivos que, deslizándose sobre la base de difuntos, se esforzaban ciegamente, casi con arrogancia, con una engañosa vocación de eternidad, por ganar el rompeolas. Luego, a medida que se desplomaban contra las piedras de la playa con un blando golpeteo de rodamiento, con un roce viscoso, el múltiple cabeceo se debilitaba, la tenacidad desplegada cedía, las figuras vivas eran ganadas por una melancolía irreversible antes de morir, antes de sumergirse y volver a emerger y reintegrarse a los demás, a la miríada de prójimos, al tapiz de pieles, a la saturación animal de pellejos biliosos e hinchados, para no turbar un proceso que parecía incubarse a sí mismo sin descanso. Tardé en aceptar la evidencia de un pensamiento tan elemental: no se trataba de cadáveres desnudos flotando arracimados en el agua; esos cuerpos innumerables eran el agua, eran el mar mismo, eran sus corrientes, constituían cada una de sus moléculas, desde la superficie hasta los confines de las profundidades abisales, eran el turbión alimentado con el acúmulo de cien generaciones, el rompiente donde se engolfan todos nuestros antepasados. Comprendí también por qué razón las gaviotas sobrevolaban, sin precipitarse nunca, aquel mar incierto y pútrido. A fin de cuentas, en la distancia, en las alturas, la suplantada extensión acuática quizá se percibiera como la mole escamosa de un armadillo inabarcable, meciéndose morosamente, con su opacidad color badana, frente al litoral. De hecho, hasta donde alcanzaba la vista, no se distinguía ninguna embarcación, y el perfume del aire no traía el menor indicio de sal o de yodo. Mientras tanto, el sol hacía vano alarde de fuerza. Nada podía su luz velada contra el mórbido resplandor que despedía la palidez amarillenta de los cuerpos, de ese piélago silencioso y cárnico, frío y mortecino, de espeso reflujo, donde sin cesar, como obedeciendo a una llamada, nacían nuevas olas formadas por concentraciones de criaturas de fugacísima existencia, ajenas por completo a la playa final, a su agónico desencuentro con la tierra, a la extinción de su breve reinado, a su veloz regreso, resignado y definitivo, al vasto mar de los muertos.