Ciudad de México, 1963. Su libro más reciente es Después, seguía la muerte (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024).
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Te conocí el día de tu muerte. Tras la noticia avasalladora mi padre se entristeció y evocó varias veces tu nombre. Era tu lector, te había tratado en el periódico Excélsior donde eras editorialista. Así es como en mi memoria se quedó una frase: la poesía de Rosario Castellanos. A los once años no tenía mucha idea de lo que significaba. Un nombre contundente, sonoro. Sentí una hondura.
¿Y qué pasó después? Llegaron leyendas sobre ti, llegaron tus libros. Pero la belleza se instala de manera extraña, se niega a veces a ser lo que simplemente es. A tu nombre lo rodearon ideas de feminismo, ideas de poemas-pensamiento. No obstante, había debajo de esas reflexiones formas interesantes y turbulentas, un mundo enriquecido no por conceptos sino por la poesía misma con sus nudos, su raíz, la música y sus matices.
«¿Qué reptil se enfilaba entre la brisa? // ¿Qué zumo destilaba la amapola / que el vino se hizo un día de hiel entre mis labios? // ¿Cómo fueron mis células ahondándose / para ceder un sitio decoroso a la angustia? // ¿Cómo creció esta fiebre de hormigas en mis pulsos? // ¿Cómo el recto camino fue curvándose / hasta ser un dedálico recinto? // ¿Cómo fue Dios quedándose sordo y mudo y ausente, / irremediablemente atrás como la aurora? // ¿Cómo a cualquier extremo al que volviera el rostro / me devolvía el suyo —absoluto— la nada? // El cielo de tan pobre se encontraba desierto / y al principio y al fin del horizonte / se extendía el dominio del silencio» («Trayectoria del polvo», en Poesía no eres tú).
A medida que me encaminé en tus libros, mi lectura se convertía en una experiencia corporal, una pulsión me recorría, un deslizamiento de algo interno, una especie de gestualidad de la memoria. Se trataba no de algo mental sino de lo motriz, como si el cuerpo escribiera internamente esos poemas tuyos que leía. La belleza de la escritura —dice Miguel Casado— en cualquiera de sus acepciones, es un encuentro misterioso.
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Rosario Castellanos se volvió una leyenda entre los estudiantes de Letras. La madre del feminismo, la mujer que había sufrido los avatares del machismo. Y su muerte trágica y prematura. Durante los años de estudio fue para mí una autora de culto, intocable y al mismo tiempo una guía espiritual. Junto a mujeres como Elena Poniatowska y Dolores Castro, amigas suyas. Frente a escritoras como Inés Arredondo, Julieta Campos y Elena Garro, con quien nunca trabó una amistad (según Poniatowska, Garro era una persona muy brava y Castellanos le tenía miedo). En ese México posrevolucionario, convulso, con la influencia del muralismo; un país que apenas se estaba formando políticamente, gestándose también una transformación cultural y una nueva constitución de tradiciones. Un México esperanzador, con «una reorganización radical y completa de la Universidad, con Antonio Caso como rector; un departamento nuevo de intercambio y extensión universitarios, cuya jefatura tenía Pedro Henríquez Ureña; la edición de los Clásicos Universales, tarea que dirigía Julio Torri, en la que hizo buenas armas de ilustrador José Clemente Orozco, y donde colaborábamos Samuel Ramos, Eduardo Villaseñor y yo» (El uso de la palabra).
Fue Castellanos una voz conmovedora, valiente, accesible, auténtica. Su punto de referencia es original porque es único. Una voz que logra apartarse del discurso masculino de sus antecesores inmediatos como son Los Contemporáneos, para construir con su literatura un espacio intelectual y moral propios. Al igual que ellos, desconfió de las imposiciones ideológicas del Estado, sobre todo del indigenismo oficial, temática en la que borda fino a través de sus propias vivencias de la infancia en sus libros Balún Canán, Ciudad Real y Oficio de tinieblas. También heredó el aprecio por el cuidado del lenguaje y la claridad expresiva sin caer como ellos en la búsqueda de la perfección estética. Coincide con este grupo por la versatilidad de los géneros que maneja: poesía, narrativa, dramaturgia, ensayo y artículos periodísticos.
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La escritura de Rosario Castellanos permea en los distintos temas de actualidad de su época. Con su poesía va de las raíces a las hojas y en sus ensayos parte de lo ridícula que le parecía a veces su propia vida, hasta filosofar sobre ella. Octavio Paz reconoció su «mirada amplia y conmovedora y su derechura espiritual» (prólogo de Poesía en movimiento).
Su literatura nos brinda un espacio que es un lugar pero también el comienzo del precipicio. Concibo ese lugar como lo define Giorgio Agamben: «el lugar no como algo espacial, sino como algo más originario que el espacio […] el poder de hacer de tal modo que, lo que no es, en cierto sentido sea, y lo que es, a su vez, en cierto sentido no sea» (Estancias). Castellanos instala a sus lectores en esa irrealidad para llegar justamente a asir la máxima realidad. Es cuando su obra hace habitar en ella la ausencia. Esa semilla que sólo los dioses degustan y los artistas plasman.
Poeta de estilo directo con apertura hacia lo experimental, si bien nunca abandonó la tradición, lo que permitió que su literatura estuviera mejor ligada al contexto sociocultural, a la calle, a la tierra, al rostro de la gente.
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En 1972 Castellanos escribe: «Como yo me inicié con la poesía (descubrí a muy temprana edad que corazón y pasión, amor y dolor, eran términos inseparables, puesto que rimaban bien, y esto me condujo no sólo a una temática y a un estilo infectos, sino también a una concepción de la vida y del mundo de la cual aún padezco las consecuencias) me fue muy difícil hacerme a la idea de que lo que yo hacía era algo más que un monólogo […] Quizá hubiera permanecido eternamente en mi propio limbo a no ser por la intervención de Julio Scherer […] No sé qué vería en el agua cuando la bendijo, pero me solicitó que yo colaborara en la página editorial, posibilidad que me llenó de un pánico tan grande que no hubo otro modo de vencerlo que diciendo que sí» (El uso de la palabra). Esto lo escribió en un texto titulado «Prólogo involuntario», que forma parte del libro que Excélsior publicara en 1974, luego de la muerte de la escritora, con una selección de los artículos que durante algunos años escribiera en el periódico, hecha por Danubio Torres Fierro y José Emilio Pacheco, y con un prólogo de este último.
El libro muestra a esa mujer desenfadada que habla con sus lectores con humor y a la vez aborda temas álgidos y bellos. No hay máscaras en su escritura, se transparenta el dolor de vivir, sus ideas feministas, el elogio de lo simple, el asombro frente a lo cotidiano. Y la nuda vida que lleva a cuestas, esa soledad que la volvió fuerte, ese ser amoroso que la volvió tan querida. Y esa pluma entrañable que la transforma en este momento —al leerla— en una escritora a quien echamos de menos, una compañía que quisiéramos haber tenido en algún momento.
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El uso de la palabra es un libro diverso del que se ha hablado poco. Las cinco partes en las que está dividido («Cosas de mujeres»; «Todas las edades. Todos los climas»; «México: el dedo en la llaga»; «Notas autobiográficas»; «Esplendor y miseria del intelectual») reúnen los temas fundamentales de Rosario Castellanos. En primer término aborda el tema de la sumisión de la mujer. Retrata el problema de la educación del sexo femenino en una sociedad machista al extremo.
Para la poeta, los grandes temas de la literatura son el amor y la muerte. Y como los seres humanos somos cuerpo —un cuerpo con sus funciones— ambos hechos son reducidos a mera fisiología. Como Thomas Mann, considera que la enfermedad es la única salida al callejón en el que nos arrinconan las presiones exteriores. No obstante, la enfermedad en Mann no es sino un trampolín para saltar a las especulaciones metafísicas y éticas porque permiten reflexionar sobre la estructura de la temporalidad. La muerte y «el pesado ceremonial de la agonía, del tránsito y el entierro. Y después ese vacío, ese súbito silencio en el que se cree seguir escuchando un estertor tenaz que tarda en extinguirse». La muerte es soledad y se vuelve una potencia liberadora de las ansiedades y dudas de los que se quedan en esta margen, escribía Castellanos sólo un año antes de morir.
En cuanto al amor, el cuerpo es tal vez más inefable que el alma. A través de sus textos editoriales, Rosario logra lo que nunca creyó que podría hacer: urdir una poética desde la descripción o la narración de la cosa en sí, como el tan cotidiano y humano tema de la envidia: «La familiaridad, afirma Shakespeare, engendra desprecio […] es muy difícil soportar —mejor diríamos perdonar— la grandeza de un hombre cuando se es pequeño […] Se forma entonces en el corazón de un hombre tal —el que atestigua la magnitud del otro y no la alcanza, el que palpa su pequeñez con escala ajena— una irritación sorda y malévola».
Otro de sus temas es México. En uno de sus artículos de 1971 analiza por qué el mexicano es triste: «Porque Tezcatlipoca puso de vuelta y media a Quetzalcóatl; porque el indio escuchó “el sollozar de sus mitologías”; porque la Malinche traicionó a su raza […] porque la Conquista se hizo con lujo de fuerza y de crueldad y no como se hacen todas las otras conquistas que es a base de convencimiento; porque nunca aprendimos a hablar bien el español, lengua ultramarina si las hay, y así cuando queremos escribir una obra maestra no nos sale porque tenemos que andar ¡todavía!, a cachetadas con las palabras».
En otra de las secciones del libro, Castellanos habla de su hijo Gabriel y cuenta una anécdota con ese tono sarcástico tan caro en ella: «Estoy acostumbrada a que me sucedan anacronismos de los que no benefician a uno. Acostumbrada a que me presenten como la autora del Chilam Balam, a que me confundan con homónimos que pertenecen a otras generaciones […] Todo esto lo digiero con estoicismo, pero lo que sí me ha parecido que sobrepasa todos los límites, es la pregunta que acaba de hacerme (a propósito del año que termina y de otras cronologías) mi hijo Gabriel, que está instalado de una manera feroz en la infancia. La pregunta era esta: “Mamá, cuando tú eras chica, ¿existían aún los dinosaurios?”».
