Escribo esto con la esperanza de no perder la cordura.
Conocí a Eufemio Ron Hartar cuando intentaba hacer un texto en torno al poemario de Efraín Huerta La rosa primitiva. Hartar me contactó por un amigo mutuo, a quien conoció hace al menos cuarenta años: Romo. Hacía algunas semanas que, por coincidencia, Romo me había llamado para saludar; recordé que él había conocido a Efraín Huerta y pensé que podía ayudarme. Le hice llegar un ensayo inédito de Manolo Mugica acerca de una posible interpretación del poemario sobre el que quería basar mi texto. Sin consultarme, Romo le pasó mi contacto a Eufemio y éste se comunicó conmigo algunas semanas después. Romo me comentó luego, cuando le pregunté el motivo de su gesto, que Eufemio R. Hartar era un amigo suyo interesado en la literatura y particularmente en Efraín Huerta. Hartar refirió que tenía algunas notas que podrían servir para mi trabajo, pues había conocido de cerca a Efraín Huerta y a Blanca Estela Pavón. Propuso que nos encontráramos en el café La Habana.
Desde entonces esa conversación no se quita de mi mente.
Cuando arribó me sorprendí por su estatura, pero mucho más por sus dimensiones corporales; era sumamente obeso y, a pesar de contar con más de ochenta años, su piel no parecía colgar de ningún sitio, como si la grasa debajo de la dermis hiciera que ésta se estirara. «Tu trabajo va bien», me dijo, «pero necesitas saber algunas cosas sobre Efraín Huerta y su relación con Blanca Estela, antes de que esto se publique: ellos jamás tuvieron una relación amorosa». Quise interrumpirlo y decirle de dónde provenían las ideas del ensayo inédito, pero parecía no escuchar nada de lo que yo decía. Era como si fuere una máquina o un autómata. Quedé hipnotizado por la hermenéutica que ofrecía y resolví escucharlo. Había algo en su voz que me parecía muy familiar. Saqué una pluma y comencé a garrapatear en mi cuaderno algunos fragmentos de la conversación y, sin que me viera, coloqué una grabadora bajo la mesa.
En su exégesis de La rosa primitiva, Hartar ofreció una conexión de varios poemarios de Huerta que sugerían un romance entre Blanca Estela y Efraín Huerta que, al mismo tiempo, se esforzó siempre por negar. Los libros en cuestión son Estrella en lo alto (1956), Para gozar tu paz (1957) y La rosa primitiva (1950), al que se refería como La elegía del aire y del que, según dijo, tenía la edición original —que incluía dos poemas que no estaban en la versión final: «Los nombres del alba» y «Despunte de la aurora». Además, para mi deleite numérico-obsesivo, me ofreció una relación de elementos que se repetían en forma simétrica: nueve figuras que aparecían insistentemente nueve veces (las tardes, las estatuas, el verbo ser, el sueño, el clavel, la rosa, la noche y el aire que, según él, representaba tanto a Efraín como a Blanca y que, por ello, aparecía dieciocho veces, esto es, dos veces nueve). Como ejemplo me dio estos versos: «El sueño de la tarde en que la luz brilla más alto, / el sueño nocturno en que tu seda se despierta, / el sueño mínimo en que el botón de rosa sobrevive, / el sueño del aire derramado en las pupilas, / el sueño del sueño, / el sueño virgen en que aún no nacemos, / el sueño perdido que se gana con insomnio, / el sueño, en fin, en que la tarde erige su recinto más legítimo»; nueve veces sueños que pertenecen al poema inédito «Los nombres del alba».
Fue por ello que logró captar mi atención sobre sus explicaciones en torno a los poemarios de Huerta, la clave para sostener su interpretación parecía estar en los poemas inéditos. En el primero, «Los nombres del alba», Huerta usaba varias derivaciones del nombre Blanca Estela como Alba, Estrella, Estela de luz y, más separado de su nombre, Rosa. Decía que ésa era la razón del título La rosa primitiva y también el motivo de la supresión de este poema en su versión final: era el único en el que el bardo escribía: «Blanca, amor para el poema»o, más abajo, «Estela de luz que guía al poeta»,donde podía malinterpretarse un idilio entre ellos.
En el otro poema inédito, «Despunte de la aurora», según Eufemio, Huerta hace una súplica al cielo: «que la luz encuentre la vida en el firmamento, / que se desparrame por el día, / que la muerte no sea una sombra, / sino claridad volcada, / que el nacimiento de la mañana sean sus ojos verdes, / anegados de sí, / que la luz se desborde y cubra todas las auroras». Un ruego que contiene la fe más áspera, la del ateo que conversa con Dios. Además, en la misma lógica numérica del novenario, en este mismo poema aparecen nueve «flores» que contrastan con las nueve menciones de «muertes» y dieciocho «aires» que están en «La elegía del aire»; según su exégesis, la flor para ella, la muerte para él y los aires para los dos, de ahí que fueran dos veces nueve: «flor del ocaso, / flor de tierna furia, / flor que se agosta y reverbera, […] florecer de muerte, / hasta las últimas espinas […] muerte de aire y llamarada, / combustión de ascenso […] muerte que ya no es muerte sino aire». Vitalidad, fenecimiento y aliento que se funden en los versos. Alucinante. Otra de las cosas que se quedó grabada en mí es que Eufemio sostenía que las nueve menciones a las estatuas eran como fotografías de una película que Blanca Estela no filmó.
Luego continuó con versos de Estrella en alto en los que, según él, se podían encontrar ecos y conexiones del poemario de 1950. Versos como «El misterio del aire, el más puro misterio / va a decir su palabra de consuelo, a dar su lento llanto, / su rumor de alas blancas»; o «Hoy te sueño, / amante: / estrella en alto, huella / de una violeta lenta»; o «Rosa blanca: viviste puramente, /como apasionada y cansada frialdad, /como alba derrotista»; o «Rosa blanca: has dejado mis ojos y mis manos / como viento aserrado», con los que seguía convincentemente su interpretación pues, además, este poemario contenía nueve poemas que se ligaban con Blanca Estela —y en los que se consolidaba la visión de la mujer-flor, florecita, como le decían en el cine, razón por la que luego Huerta la nombrara Rosa.
Por último, Hartar ofreció una conexión con Para gozar tu paz, donde, de acuerdo a su explicación, el bardo al fin asimila la muerte de Blanca Estela y cierra el ciclo de novenarios. Versos como «el viento agita las altas hierbas […] como el aire de junio en la colina / mueve la dulce sombra de la nube», o «sólo cuando / la hora ha llegado, y tú, / joven de rosas y jazmines, / miras al horizonte del deseo / y dejas que el tesoro de seda y maravilla / sea la noche en mis manos», o «una medalla de aire, / palpitante, como el fuego / de una lágrima viva», o también «y digo adiós a la violencia / para gozar tu paz, / tu dulce, tu gloriosa geografía, / por siempre detenido, / por siempre enamorado», daban, según él, el tono de aceptación a la muerte de Blanca Estela seis años después.
Cuando quise decirle que su interpretación parecía sugerir aún más un posible romance, Eufemio se alteró gritando y diciendo que no entendía nada. Salió rápido y sólo dejó sobre la mesa el volumen mínimo de La elegía del aire que sostuve por primera vez ahí, unos días antes de que la locura comenzara. Desconcertado por el encuentro, regresé a casa, cerca de la media noche. No me di cuenta en qué momento oscureció. Llegué harto por la fatiga de garrapatear apuntes que no sabía si servirían de algo y boté el libro encima de un librero de la sala.
A la mañana siguiente, resolví llamarle a Romo para preguntarle sobre Eufemio R. Hartar y su extraño comportamiento de la tarde anterior. Romo atendió mi llamado una semana después —se me notificó que llevaba algunos días en Cuba y que regresaría entrando el próximo mes, a casi seis días de que le dejara recado. Me saludó efusivo: «¡Qué milagro! ¿Cuánto hace que no hablamos, cinco años?». Pensé que se burlaba de mí, porque esas mismas palabras había usado yo cuando conversamos al teléfono apenas dos semanas antes. «Deja de ser sarcástico, necesito consultarte algo que se relaciona con tu amigo, ese viejo gordo que me enjaretaste so pretexto de que, te cito, “te servirá mucho para tu ensayo”».
Al principio, cuando me preguntó de qué hablaba, insistí en que dejara las bromas y me informara en serio algunas cosas sobre Eufemio R. Hartar, si era confiable, si había conocido a Huerta o a Pavón. Cuando me percaté de que su desconcierto era real, le pedí que me esperara al teléfono mientras buscaba los correos que habíamos intercambiado él y yo. Al no encontrarlos rápidamente, le dije que luego le devolvía la llamada. No estaban en ninguna de mis cuentas. El último correo que le había escrito tenía fecha, exactamente, de hacía cinco años. Volví a llamarle y me confirmó que tenía más de un mes en Cuba y mucho más tiempo de no saber de mí. Al escucharme consternado me preguntó si estaba bien, pero no alcancé a contestarle porque, mientras caminaba de vuelta a mi habitación, tropecé con un libro y, al caer, se cortó la llamada. El libro con el que caí fue La rosa primitiva de Huerta, la versión de 1950. Corrí al librero para buscar la «edición original» que había botado allí, pero no estaba. Sólo entonces reparé en que yo no tenía una copia del libro original, que había adquirido sólo unas fotocopias donde venían algunos poemarios de Huerta. De regreso al cuarto iba hojeando el volumen con siete poemas, pensando cómo había llegado hasta mi casa y cómo, más extrañamente aún, había terminado en el suelo. Mi gata pasó entre mis piernas e inmediatamente pensé que ella era la responsable de la caída; luego me tranquilicé cuando recordé que había adquirido más de doscientos ejemplares sin revisar muy detenidamente los títulos y autores. Casi había olvidado lo peor: el desconcierto de Romo, mi encuentro con Hartar.
Resolví, para calmarme, pensar que había soñado el encuentro. Volteé y vi mi morral donde lo había dejado cuando llegué aquella noche. Saqué mi cuaderno y empecé a sudar frío: ahí estaban las notas. Para tratar de sosegarme, me quedé en la sala para revisar el poemario de Huerta y buscar en los versos la exégesis que me ofreció Hartar, convencido de que encontraría una explicación racional. Primero tomé La rosa primitiva y comparé los datos que tenía escritos. Comencé a decepcionarme. La repetición del nueve no figuraba como yo tenía escrito en mis notas. Para empezar, las menciones de la tarde no eran nueve sino once. Luego el aire se repite diecinueve ocasiones, no dieciocho. Igualmente, el verbo ser en primera persona ocurre en once momentos. La rosa, el clavel y la noche sí se repiten nueve veces, pero no parecen funcionar como un patrón debido a la disposición de las anáforas. El sueño y la muerte suceden dispersos en todos los poemas —seis veces el primero, diez la segunda—; las menciones a estatuas no parecen aludir a nada en concreto, si bien figuran a lo largo del poemario en siete ocasiones. Confundido, volví sobre mis notas y encontré una posible clave: la supresión de los dos poemas de la versión final. Supuse entonces que, de ser cierta la hermenéutica de Hartar, los elementos estarían en el impreso original, que quizá habría más cambios. Busqué La elegía del aire (terminé yo mismo llamándolo así para distinguirlo del poemario de imprenta) en el resto de los libreros de la sala, pero no lo encontré. Asumí que podría encontrarlo en un librero del cuarto. Cuando entré solté el libro que llevaba en la mano. Vi, encima de mi cama, el ejemplar de autor de La elegía del aire. Tomé ambos libros para compararlos y la angustia creció: el poemario estaba hecho de viento, no contenía ningún poema impreso, eran solamente hojas blancas.