La niña que robó mi tamagochi* / Francisco López Ibarra

Licenciatura en Letras Hispánicas-CUCSH

Para un ángel de cabellos verdes
y la gracia de sus drogas.

A Marianita la conocí cuando todavía existían los tamagochis. Yo quería jugar con ella siempre. Pero no íbamos a la misma escuela: yo iba a un colegio para niños y ella a un internado de monjas. Sólo la podía ver los fines de semana. Siempre que nos sentábamos en medio del jardín, prendía una vela. Cuando le pregunté por qué, me contestó que porque le daba miedo la oscuridad. Yo no le creí nada porque siempre se me hizo que a Marianita nada le daba miedo, ni las culebras en el patio, ni matar animalitos; mucho menos la oscuridad. Después me enteré que tenía quién sabe qué enfermedad en la piel y no podía salir de día. Con razón siempre decía: “Todo lo que necesito es un poquito de sol”.Pero de eso nada: se le ponía la cara roja y se veía muy fea, me decía. Porque yo nunca la vi de día. Por eso le seguía sus jueguitos en la noche, pero siempre me imaginaba que jugábamos con las culebras de día, cuando están más tontas.
     La vez que matamos al conejito me dio un poco de tristeza, pero Marianita me dijo que lo viera a los ojos: no tenía alma. Así que ya no me dio lástima cuando matamos al gatito. Ése sí sufrió poquito más, pobrecito. No sabíamos cómo matarlo y lo tuvimos que aventar de la azotea. Pero no se murió: los gatitos caen parados. Así que Mariana me pidió que lo estrellara en la pared. Y como yo sabía que era para que Marianita se curara y pudiéramos jugar de día, lo agarré y lo aventé con todas mis fuerzas: ya ni se movió. Mientras pasaba todo esto, Marianita siempre cantaba una cancioncita que no me podía aprender pero que a veces me daba mucho miedo, quién sabe por qué. Igual sí me la aprendí, pero la verdad es que ya no me acuerdo.
     Luego cuando quiero pensar en ella me gusta más acordarme de las imágenes: Marianita con su vestidito rojo, quitándose las botas y enseñándome su piecito sin calcetín; Marianita mordiéndose el dije que traía colgado: la estrellita al revés; Marianita enfrente de su veladora, enojada porque le hacía más caso al tamagochi que a ella, yo no quería que se me muriera.  Y aunque matamos muchos animalitos, el que más me asustó fue el chivito. Marianita se lo trajo de no sé dónde. Mi papá estaba borracho en el sillón y ni escuchó las pisadas. Lo pusimos en el patio y prendimos varias velas. Marianita se le echó encima como si fuera un caballo y se le colgó del cuello: “Córtaselo, córtaselo”, me dijo. Pero yo no me podía mover ni veía el cuchillo. Me fui corriendo a la cocina y saqué uno. Pero cuando volví al patio, Marianita ya había sacado su navaja y estaba haciendo que la sangre cayera en una olla. Y así, hasta que matamos el ratoncito y nos dimos cuenta de que había culebras entre la hierba.
     “A veces me desespero porque la puerta del jardín no se abre desde que creció la hierba. Papá nos prohibió hacerlo. Cuando llega la tarde y comienza a trazar planes, me exige que no la abra porque entre la maraña hay culebras venenosas que pueden meterse a la casa. Ya habrá tiempo de matarlas a todas, dice antes de quedarse dormido”, le conté a Marianita una vez , y nos subíamos a la azotea para no abrir la puerta. Marianita se quitaba las botas y bajaba a bailar sobre la hierba. Yo me quedaba en la azotea para disparar con la resortera que me dio mi primo Paul. Al principio le intentaba pegar a las culebras que se le acercaban a Marianita. Pero ella me dijo que no le hacían nada, que mejor les pegara a los pajaritos, que ella me iba a ayudar a atinarles. Todas las tardes antes de que oscureciera me ponía a matar algunos después de que mi papá se dormía, y se los dábamos a Lucy, la culebra favorita de Marianita. Y a mí a veces me daba mucho miedo cómo me veía Marianita, porque era igual a como Lucy veía a los ratoncitos que le dábamos, todos con las piernitas rotas para que no se escaparan. Luego me decía que tenía unos ojos bien bonitos, y a mí nunca me gustó que me dijeran eso. Me decía: “Esos ojos no te pertenecen… ¿de dónde los sacaste?”. Me decía que los tenía como los de mi mamá, pero de ella no me acuerdo, en cambio, de Marinita o de Lucy nada más cierro los ojos y me las imagino. De mi mamá me acuerdo por lo que me cuenta mi papá cuando llora borracho. Y siempre que quería hablar con Marianita de mi mamá, me contestaba que los papás de todos mueren. Y yo me quedaba callado porque no sabía qué les había pasado a los suyos.
     Cuando mi papá volvió de la casa de Marianita, me prohibió que me juntara con ella porque su abuelita era una bruja. Así que Marianita empezó a venir más tarde y nos quedábamos platicando toda la noche porque su abuelita no la obligaba a ir a misa los domingos y mi papá tampoco a mí desde que se murió mi mamá. Lo más raro es que en esos tiempos yo como que tenía sueños muy raros: que se me caían los dientes, o que todos estaban ciegos menos yo y me querían quitar los ojos y al final sí me los quitaban. Marianita también me contó sus sueños. Me dijo que una vez soñó con que había un hombre esperando al fondo de las escaleras. Le pregunté que si le daba miedo porque le iba a hacer algo, pero me contestó que no, que le daba más miedo lo que quería decir que el hombre viniera a esperarla al fondo de las escaleras. Porque era de esos que llevan traje y te vienen a dar una mala noticia o a pedirte que los acompañes a la limosina y luego te explican. También me contó que soñó con el chico que se ahogó en el campamento de verano. Me dijo que lo estuvieron buscando por dos semanas hasta que se dieron cuenta que estaba en el fondo de la alberca. Y yo me lo imaginaba oyendo todo desde el fondo porque no sabía todavía lo que era estar muerto. Así sin alma, como el conejito o los demás animales que le dábamos a Lucy para que los matara.
     A mí me gustaba mucho hablar con Marianita porque le podía contar lo que me pasaba en la escuela: como era una escuela católica, todos los jueves iban unas monjas a darnos el catecismo: me contaban de un señor furioso que le hacía bromas a sus hijos para que no se subieran a una torre para verlo, y eso me daba mucho coraje. Además no podía imaginármelo, y cuando me decían que rezara, yo no sabía a quién hablarle en mi cabeza porque yo no sentía que Dios me escuchara. Y me sentía muy mal porque todos mis compañeritos creían y yo no. La primera vez que se lo dije a Marianita me dijo que si no creía en Dios tampoco iba a creer en el diablo. Pero a mí no me importaba. Hasta que me dijo que yo no tenía que creer en ese dios que me decían, que era el mismo del que le hablaban a ella, pero que conocía otros. Decía que había varios dioses ocultos, en todas las cosas. La verdad es que yo no le entendía bien y mejor le seguía la onda, que al cabo alguien iba a encontrar a esos dioses escondidos en las piedras o en los libros, quién sabe.
      Marianita y yo nos escondíamos en la hierba crecida del jardín desde que mi papá ya no me dejaba verla. Y cuando me enseñó otros juegos además de matar animalitos y dárselos a Lucy, ya no podía aguantarme al fin de semana y me ponía a tirar piedras al jardín todas las noches hasta que salía Lucy, y mejor me dormía porque me daba miedo que me viera como me veía Marianita.
     Cuando mi primo Paul vino, me preguntó que si “me la jalaba”. Yo no le entendí hasta que me explicó, entonces le dije que, cuando jugábamos, a veces Marianita lo hacía y que por eso me gustaba más jugar con ella que con nadie, aunque mi papá no quisiera. Pero también le dije que me daba mucho miedo cuando se lo metía en la boca porque yo no sabía si luego Marianita iba a mordérmelo y arrancármelo si estornudaba o porque se le antojaba, que al cabo ella siempre hacía lo que quería. Yo creo que por eso tenía tantos sueños raros. Luego me dio más miedo porque empezó a jugar otro juego que se sentía más bonito pero que me asustaba porque no podía saber si Marianita también tenía dientes ahí y sí podía comerme cuando se le antojara. Y aunque a veces hacíamos ruido, mi papá no nos veía porque estábamos entre la hierba. Cuando hacíamos eso, las víboras se acercaban y a Marianita le gustaba tocarlas y cantaba como cuando matábamos a los animalitos y se los dábamos a Lucy. Siempre cantaba con su vela delante.
 Cuando se fue Paul, yo no quería acompañar a mi papá a llevarlo a la central porque iba a venir a jugar Marianita. Me dijo que era un juego nuevo y hasta me pidió que preparara algunas cosas antes de que llegara. Mi primo Paul se puso muy contento conmigo cuando le conté a lo que jugábamos Marianita y yo, pero le dijo bruja y eso no me gustó, porque así le había dicho mi papá a la abuelita de Marianita cuando me dijo que ya no me juntara con ella. Así que de plano no quise ir con ellos. Le dije a mi papá que me dolía la panza y me mandó a que me acostara. Me fui corriendo a la cama hasta que se oyó el motor del coche y se fueron. Me quedé dándole de comer a mi tamagochi un rato, hasta que dieron como las once y me fui a buscar lo que me había pedido Marianita. Luego me fui a esperarla a la azotea. Lucy salió y se comió el ratón que maté en la tarde. Vi cómo se lo tragó vivo. Entonces Marianita llegó y me preguntó si traía lo que me había pedido: saqué la cuchara y se la di. Me dijo que me acostara en el pasto, que Lucy me iba a cuidar de que las otras culebras no me hicieran nada. Le pregunté que si íbamos a jugar al doctor otra vez, pero me dijo que no, que era parecido pero que aparte lo íbamos a hacer para que ella se curara, y volvió con su cantaleta: “Todo lo que necesito es un poquito de sol”.Por puros nervios le pregunté que qué quería ser de grande, y me dijo que una Julieta. Entonces pensé que se quería morir de amor. Cuando le pregunté por qué, me dijo que porque se había dado cuenta de que siempre que hacía algo malo le pasaban cosas buenas, que yo tenía que aprender de eso, que me iba a quedar como la niña del corazón de oro: iba a andar por el bosque dado migajas y ropa a los pobres hasta quedarme con hambre y desnudo en medio de la nada. Luego me pidió que me quitara la camisa y prendió varias velas. Mi tamagochi sonó porque tenía hambre, pero Marianita me lo quitó. Se me puso encima como después de que jugábamos al doctor, y se sentía bien rico pero después ya no, porque Marianita me vio como Lucy veía al ratoncito que se comió, me puso la cuchara en el ojo. La comenzó a meter por el párpado y yo no sabía si gritar, no sabía si seguía siendo un juego. En eso mi papá llegó con su pistola y se la puso a Marianita en la cabeza. Pero ella se empezó a reír como cuando matábamos animalitos. Lucy se le quiso echar encima pero mi papá le disparó. Entonces Marianita se volvió a reír más porque sabía que en la madrugada mi papá se iba a colgar en el patio y yo nunca iba a volver a ver mi tamagochi.

**Cuento ganador del III Concurso Literario Luvina Joven, 2013 en la categoría Luvinaria  / Cuento breve.

 

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