La mujer sin nombre / Enrique López

Preparatoria 7 (UdeG)

Un día, en uno de mis tantos viajes, llegué a un pueblito cerca de un cerro. En medio de
toda la gente, una mujer llamó mi atención, una mujer alta, de rostro pedregoso por la
cantidad de pecas. Su pelo era tan claro como la piedra con la que hacen la cal, su piel tan
blanca y brillante como rociada siempre por el amanecer. Cuando intenté acercarme a ella,
un tumulto nos separó.
    Encontré una posada llamada Cuesta de la Piedra Cruda y decidí entrar. Me senté
junto a la ventana. Un mesero llamado Camilo me atendió, le pregunté sobre esa extraña
pero hermosa mujer. Un hombre que escuchaba la conversación vino a sentarse a mi mesa.
Me contó sobre la mujer, una desconocida para el pueblo:
    -Nunca la verás sonreír, como si nunca hubiera visto un cielo claro y azul, como si
tuviera la mancha de un recuerdo triste que no se borra nunca.
    Se hizo un momento de silencio, pero no duró mucho pues los niños corrían de un
lado a otro. Después siguió:
    -Esa mujer vive triste, como si en ella anidara la tristeza. Resulta fácil ver todo
desde afuera. Le puedo contar lo que sé de ella: fui a seguirla con mis ilusiones y volví
viejo y acabado. Un día, un hombre me guió hacia ella, la señaló, dio media vuelta y se fue.
Ni Agripina me quiso ayudar. Yo intentaba conversar con ella, pero era como si no hubiera
alma en ese cuerpo, o como si el alma de un viejo lo habitara. Me armé de valor para
preguntarle su nombre, pero me miró y comenzó a reír; fue la única vez que la vi reír.
    En ese momento la mujer pasó frente a la posada y salí corriendo tras ella,
gritándole que me esperara; pero era como si no existiera. Cuando por fin la alcanzaba,
subió a un coche que arrancó a toda velocidad, llenándome de polvo. Sólo miré aquel coche
que se alejaba con aquella mujer sin nombre.

 

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