Yo siempre digo la verdad,
aunque mienta, respondiste,
altiva, muchos años después.
La última vez que vino la abuela Granny de visita a España te sentaste con ella en la cama del dormitorio de tus padres y ella te preguntó si echabas de menos a Valentina, si tú y tus hermanos ayudabais en la casa, si erais buenos. Tu madre respondió por ti en su inglés de señorita española, dijo que erais tan buenos que cuando ella le daba unos azotes a algún hermano los demás os echabais a llorar. Se estaba arreglando la cara en el espejito que colgaba de la ventana grande. Entraba un sol naranja y las montañas estaban ahí, al fondo de todo, coronadas con la gigantesca cruz de piedra del Valle de los Caídos. Era temprano, pero la casa bullía, los niños voceaban en el jardín.
La abuela y tú la mirabais, a tu madre, tan guapa, mientras ella se perfilaba las cejas con un pincel. Después de ponerse el carmín, de frotarse un labio contra otro, se giró hacia vosotras en un gesto divertido y añadió, refiriéndose a tu persona, Es ella la que se echa a llorar. Al poco recogía las ropas esparcidas de tu padre, su melena negra brincando alegremente por la habitación.
Esa risa de mamá sacudía la casa, lo que habrías dado muchos años después por volver a escucharla, pero en aquel momento te pareció una risa traidora. Te levantaste de tu sitio del borde de la cama, te levantaste para marcharte del dormitorio de tus padres, y entonces la abuela te retuvo, Espero que en España no se pegue a los niños, dijo con su mirada azul. Tú respondiste que a una amiga tuya la pegaba su madre con la correa cuando perdía un guante camino del colegio. La boca de tu madre se abrió muchísimo. Lo que me faltaba, pensó en alto, en español, Que ahora la abuela vaya a creer que aquí se maltrata a los niños, ¡Pues buenos son los ingleses para criticar! Y empezó con el asunto de los internados y de cómo caneaban sin piedad a los pobres estudiantes, que encima tenían que decir Thank you. La abuela Granny no le quitaba ojo.
A ti te gustaba su nombre, Granny, y también el aparato que llevaba detrás de la oreja porque estaba sorda, y cada poco intentaba regularlo con sus manitas nerviosas, y tú tenías que repetirle todo. Te encantaba pasear con ella, cogida de su mano, como aquella primavera en que fuisteis a Mallorca y os pasasteis los días buscando conchas en la playa, haciendo volar a las mariquitas que se posaban en sus vestidos de colores celestes, tan alegres comparados con el negro riguroso de las abuelas españolas. Luego esas conchas las metió en un frasco de cristal y las puso en su salón, en Inglaterra, en el alféizar de la ventana que daba a su jardincito de rosas, y pocos años después, cuando te dejaban salir del internado algunos fines de semana para visitarla a ella y al abuelo en Mánchester, las mirabais juntas, a escondidas del abuelo, a contraluz, un trocito de Mediterráneo, y ella te hacía señas para escaparos a la cocina, reencendía su cigarrillo woodbine, daba un par de caladas, lo volvía a apagar. What a shame, Qué pena que el divorcio haya llegado tan tarde para mí, Si fuese diez años más joven me divorciaría, me divorciaría… I hate him, le odio, cómo le odio. Granny no pronunciaba la hache, como la mayoría de la clase obrera de Mánchester, pero más, porque ella era hija de un irlandés, y su padre salió de County Mayo con la crisis de la patata y fue un gran poeta que se casó por amor y murió luchando por Inglaterra en la guerra de los Boers.
Granny era un hada. Tú también. Cuando se enfadaba con el abuelo Otto, decía I hate him, y tú al principio entendías I ate him, me lo comí, y te hacías un lío formidable, entre otras cosas porque el abuelo Otto era un hombre inmenso y ella apenas le llegaba a la altura del esternón. Granny y yo somos hadas, le dijiste al abuelo tras una de sus peleas. No lo dudo, respondió él, y te apuntó con esos ojos achicados tras las gafas, ese dedo de laboralista sindical, Sólo espero que en tu colegio, tan caro y elegante de Derbyshire, te enseñen que no fueron las hadas ni los elfos los que levantaron al pueblo de Inglaterra de siglos de miseria. ¿O cómo crees que your Granny ha conseguido su jardín de rosas? Y te mostraba sus manos grandes, cuadradas. Pero a ti no te daba pena. ¿Por qué no quiso llevar a Granny a Kenia, cuando la fco británica le ofreció trabajar en el ferrocarril?
Tu padre se reía mucho con tus historias en Mánchester, pero ni él, ni tu madre, ni siquiera Valentina, sospecharon nunca hasta qué punto se había abierto entre Granny y tú ese espacio azul, delicioso, o que sabías tantas, demasiadas cosas que no deben saber las niñas. Aunque quizá tampoco les habría importado tanto. Valentina tenía demasiado trabajo en la casa, tu madre demasiados hijos y además un marido inglés, el negocio, los horribles cócteles del Club Británico de Madrid. Valentina adoraba a la Granny, tu madre sólo a su manera. Thank God she is deaf, Menos mal que está sorda. Tu madre te regañaba en inglés, enfatizaba en inglés, alargaba las uves dobles con un estilo inimitable. Qué tontería lo del guante y la correa, ¡Pegar a una cría con una correa!, Ahora por tu culpa va a creer que en España somos unos fascistas salvajes.
Tu padre y la abuela Granny eran un mundo aparte. Si una cerraba los ojos los sentía como si estuviesen hechos de lo mismo, la misma canción. Gracias a tu padre tuviste a tus perros, siempre callejeros, A ver qué nos has traído hoy. Ella, tu madre, nunca estuvo de acuerdo con tener animales en casa. En especial odiaba a los gatos, por maléficos. A tu madre le daban ataques de cansancio, jaquecas, Dejadme ahora de perros, No me hagáis pensar, por Dios, que me estalla la cabeza, y justo mañana tiene que venir la abuela de Inglaterra. Habrá que sacarla por ahí, entretenerla, responder a sus mil y una preguntas, y siempre escandalizándose con los precios, con cuánto gastamos.
Tu madre era muy distinta de las otras madres españolas, pero sobre todo de las británicas del club de Madrid. Ellas no llevaban vaqueros, ni los negocios de sus maridos, ni tenían siete hijos. No habían tenido que vender helicópteros para traer dinero a casa y por supuesto que no habían ido a la universidad, ni eran antifranquistas. Encima las inglesas estaban encantadas de perder sus propios apellidos al casarse, lo cual era para tu madre un espanto. Unas sosas, vamos, misis esto, misis lo otro, Ya verás cuando se divorcien, una lista de misis con el mismo apellido, ¡Qué risa!, Y qué aburrimiento escucharlas, Y cómo me duelen los pies en esos cócteles interminables.
Pero Granny no tenía nada que ver con todo eso, era un hada, sólo que tu madre no entendía de hadas, para ella era parte de una especie de martirio agotador.
Al segundo día de la estancia de la Granny en Madrid tu madre y tu padre volvieron a pelear. Él quería que fuese a trabajar a la oficina, ella le gritaba en español que se fuera a freír espárragos. Todo delante de Granny, que se veía muy chiquitita sentada en la mesa de la cocina junto a tu padre. Como te miraba con esos ojos azul eléctrico, ansiosa por saber qué estaba pasando, le contaste que mamá había desaparecido de casa una semana entera y que tú te habías sentado en el porche con tu padre todas esas noches a esperarla, a ver si llegaba. Le contaste que cuando tu padre te pedía que le prepararas un whisky, tres dedos y dos hielos, le dabas un vaso de leche. El silencio en aquella cocina fue atroz. Tu padre cogió su americana y su cartera, las llaves del coche, se marchó de un portazo.
Por eso te llaman mentirosa, te diría Valentina minutos después, cuando corriste a esconderte a la despensa, temerosa de la furia de tu madre. ¿Por qué dices esas cosas tan inoportunas y lo cuentas como te da la gana a ti? ¡Las niñas hablan cuando las gallinas mean! Tú le respondiste a Valentina con mucha rabia, le gritaste que ella no estaba ahí cuando todo eso pasó. ¿Pues quién había entonces? Nadie. Sólo mi padre y yo. ¿Y tus hermanos? Los mayores están en Inglaterra. Calla, anda, calla. ¿Cómo que yo no estaba aquí? ¿Y quién atendía la casa? Hay que ver la de mentiras que cuentas. ¿Es que me esfumé? Pues sí, Valentina, tú ya estabas muerta y muchos muertos se esfuman. Eso es lo que te crees tú, ¿Qué hacemos entonces hablando aquí en la despensa, eh, criatura de Dios? ¿Me ves o no me ves? Porque puede que viva no esté, pero de esfumada nada. Anda y ve a sentarte con la Granny, que se ha quedado sola con mamá, y cuando te pregunte por mí le dices que me acuerdo mucho de ella.
Valentina y Granny siempre tuvieron una relación especial. No hablaban el mismo idioma, igual ni se escuchaban, pero se entendían perfectamente, conversaban, reían. En fin, un misterio.
Ésta fue la última vez que vino Granny a nuestra casa de Madrid. Como Valentina se había muerto, la abuela no volvió. Bueno, y porque se fue haciendo vieja. Además, el abuelo Otto nunca quiso venir con ella, no viajaba en avión. Debía de recordarle la gran guerra, o la segunda, quién sabe cuál. Tu abuelo inglés y yo vamos con el siglo, solía decir Valentina, Nos lo hemos tragado todo, y yo, para más inri, la civil. Pero ya sabes que de eso ni mu, ni aquí en casa ni afuera.
¡Basta de secretos!, intervenía tu madre.
Casi todos los muertos se esfumaban, pero había algunos que no. Y quedaban sus voces, el rumor de sus pisadas por los suelos de madera. Pesaban sus secretos, el aire se hacía denso, frío, sabías que estaban ahí.
El único secreto que hay es que no existe la muerte. Palabras de Valentina. Y esto nos lo dejó bien claro nuestro Señor Jesucristo.
Tonterías, dijo tu madre, ¿Es que te crees que los muertos no tienen nada mejor que hacer que andar espiando a los vivos?
Aquí el misterio es por qué crecen las cosas, Por qué nacen, decía la voz extranjera de tu padre. En nuestro barrio de Mánchester había una mujer que hacía que las cosas se moviesen, tazas, sillas, hasta levantaba armarios, tu Granny y yo la visitábamos, y ella misma decía que lo más importante, tanto en el mundo sobrenatural como en el natural, lo más impactante, era que las plantas echasen flores. ¡Toda esa belleza por arte de magia!
Te gustó aquella idea de las flores. Pero tú a Valentina la seguías viendo después de muerta. Una noche te la encontraste calentado un cazo de leche en la cocina. No tenía los pies posados en el suelo sino que flotaba un poquito, un poquito nada más. Cuando le preguntaste qué hacía flotando en el aire ella te contestó que qué creías tú, que si no echabais a nadie en falta en la casa. No hace ni un mes y ya me habéis olvidado. Tu madre te sacudió por los hombros. ¿Es que Valentina no tiene nada mejor que hacer que venir aquí a asustarte? What a stupid woman!, le dijo a tu padre con exasperación. Qué mujer estúpida, siempre con sus historias. Y tú, eres imposible. Oh, leave her, Déjala, respondió tu padre, She must be fed up, Debe de estar harta, estudia demasiado. Así concluía tu padre gran parte de las conversaciones. No se enteraba de nada.
Antes de comprar la casa a las afueras de Madrid, vivíais en el centro, en un piso muy viejo que había sido la pensión de la tía Gregoria antes de la guerra. Tenía un pasillo central muy largo y oscuro que daba a las estancias. Al fondo estaba la cocina, un puntito de luz al final del túnel. Gabriel lo trepaba hasta lo más alto poniendo manos y pies a cada lado, en cada pared, y tú pasabas corriendo, corriendo, para ponerte a salvo con Valentina, que siempre andaba en los fogones, ¿Qué tienes? Es ese Gabriel, no me digas, gateando por los techos otra vez. A ver cuándo le mandan a Inglaterra. No. No era eso. Es que estaba entrando mucha gente a la casa sin llamar a la puerta. Entraban y se quedaban pasmados mirando el cuadro de la Virgen que había en el hall y luego algunos se metían dentro del cuadro y desaparecían, pero otros no, y la gente seguía llegando. Y todo el tiempo la Virgen tan quieta, subida a una bola azul que parecían transportar unos angelitos apenas sin esfuerzo cielo arriba, nubes arriba, y era imposible verle la cara al niño Jesús, pero la Virgen era tan guapa, su cabello hermoso, larguísimo, llegaba hasta el suelo. A Granny y a ti os encantaba ese cuadro.
Vamos, déjate de líos y ayúdame a limpiar las lentejas. Era interminable esa tarea. Había que quitar las piedrecitas, las lentejas feúchas, y venga a extenderlas por tandas y más tandas sobre el mármol de la mesa. Desde el patio entraba una luz muy blanca que iluminaba el rostro de Valentina, sus ojos vivaces, pequeños y oscuros, su nariz grande, su boca pensativa, toda su cara enmarcada en un cabello tirante y negro y blanco que se juntaba en un moño lleno de horquillas, un moño perfecto, una rueda de pelo que giraba y brillaba bajo esa luz. Déjame peinarte, le pedías. Quita, Aparta, mocosa, que hay que tener la comida lista, que hoy llega tu abuela de Inglaterra, hay que trabajar. Y aún quedaban por rebozar las albóndigas y terminarse de cocer el arroz con leche y arreglar a todos los niños. Mocosos, que sois una panda de salvajes. ¿Y los muertos, Valentina, qué vamos a hacer con ellos? ¡Hay muchos en el hall! ¿Qué muertos? Si son almas, nada más que almas de la guerra, ¿No ves que hubo mucho estropicio aquí en Madrid, entre unos y otros? Anda y deja ya las lentejas. Lo que vienen es a visitar a nuestra Virgen de la Inmaculada Concepción, que está viva de milagro. ¡Y lo que costó esconderla! Y mira, mira cómo vienen todavía a disputársela. Así pasa cuando se lucha entre los hermanos. Aprende, aprende. Ahora corre a cambiarte el vestido, y lávate bien las manos y la carita, que ellos ya se irán. Además la Granny no los va a ver, que es inglesa. Irlandesa. Pues irlandesa, y tú no digas tontunas, haz el favor. No hay que preocuparla, que cuando fue niña ya se llevó lo suyo la pobre, que la metieron en un orfelinato y por eso está sorda. Bastante tuvo ya. ¿Y tu madre? ¿Dónde anda tu madre? Arreglándose. Pues ve a llevarle esta taza de té. Venga, corre. Ah, y dile a esa pequeña mentirosa que se calle. ¿Y quién es la mentirosa, Valentina?
¿Quien va a ser, sino tú?