La meca del rock and roll

Nicolas Kouzouyan

Montevideo, Uruguay, 1980. Su libro más reciente es La ciénaga de las revelaciones (Amateditorial, 2023).

Miami. No era la meca del rock and roll, pero ahí estaba y algo tenía que hacer. Así que puse aviso en los clasificados y algunos escribieron pidiendo más material que la única canción que tenía en MySpace. Busqué estudios cerca, hablé con algunos; al final me decidí por uno pegado al centro de Miami. Como recién me había mudado y no conocía a nadie, grabaría solo. 

Llegué al estudio un jueves cerca de las once de la mañana. Me bajé del tren y caminé las calles hirvientes sintiendo al sol caribeño como una guillotina en la nuca. La guitarra acústica pegada a la espalda, asándose dentro del estuche. En el cielo era diciembre, y el aire estaba limpio y salado. Ni una nube allá arriba, todo azul profundo. El viento fresco que soplaba desde el agua se espesaba sobre el asfalto, se convertía en vaho y calentaba los graznidos de las gaviotas. 

El estudio quedaba en el tercer piso de un edificio que daba al mar turquesa. Un edificio viejo, parecido un hotel, con la fachada como la proa de un barco encallado, descascarándose de humedad. Entré por la puerta giratoria. El reflejo de la calle dejó de encandilarme y aflojé los ojos y la cara. El lobby estaba vacío y en silencio; una ausencia de sonidos como un elixir para los oídos saturados. Después la vida que la calle me había robado me volvió al cuerpo y el aire acondicionado me despertó. Miré alrededor. Fui hasta el directorio, pegado en la pared a un lado del ascensor, y busqué el nombre del estudio. El lobby parecía abandonado. La moquete era azul y la sentí aplastada y vencida. Todo se veía viejo y usado, cargado con el recuerdo de la gente. Me subí al ascensor y fui hasta el tercer piso. Salí a un corredor claustrofóbico, en penumbras, muy largo. Olor a encierro y gusto a moho en la lengua. Caminé sobre la moquete acolchonada hasta encontrar la puerta. Ni un ruido. Ni siquiera música funcional. No me crucé con nadie. Tampoco parecía haber nadie detrás de las puertas. Todo muy raro. Busqué el timbre. No había. Antes de golpear miré el reloj: las once en punto. Golpeé. Nada. Golpeé de nuevo, un poco más fuerte ahora. Saqué el celular y llamé a la persona con la que había arreglado la grabación, un tal Carlos. Me atendió la contestadora.

—Habla Ernesto —dije—. Son las once y estoy en la puerta del estudio. 

Colgué. La sangre empezaba a hervirme; la guitarra se me colgó del cuello y me zarandeó como un niño jugando a no pisar lava. ¡La la-la la-la! «Otra vez lo mismo», pensé. «Otra vez más. No entiendo. ¿Cuál es el problema? A ver, razonemos… Es que no entiendo. Nunca entiendo estas cosas». Unas ganas tremendas de patear aquella puerta hasta tirarla abajo. Me guardé el celular y fui hasta la ventana al final del pasillo. Era redonda y de colores, como un ojo de buey con vitró de iglesia. Del otro lado y tres pisos por debajo, la calle amarilla. Enfrente, una plazoleta roja con juegos para niños. Todo desolado. Estiré la cabeza y miré más allá de la plaza, hacia el mar naranja. Sentí la reverberación del calor en la cara; imaginé a los poros abriéndose y chorreando grasa. Me giré asqueado y volví a la puerta. Recordé unas fotos que había visto el día de la entrevista. Esas eran las fotos que me habían convencido de grabar con ellos. El tal Carlos me las había explicado, un hombre tan satisfecho de sí mismo que rozaba con lo peligroso. En las fotos se veía al productor y dueño del estudio (un tipo alto y bronceado de marrón-cobre, con una dentadura que saltaba hacia delante como las fauces de un tiburón) recibiendo un Grammy Latino en la gala de los premios MTV, abrazado a Shakira o posando para el paparazzi con Gloria y Emilio Stefan. «Esto es exactamente lo que estoy buscando», había pensado frente a las fotos. Esa era la clase de personas con las que siempre había soñado trabajar. 

 Así que volví a golpear. Toc-toc. Nada. Pegué la oreja y escuché, al mar encerrado ahí adentro. Giré la cabeza y dejé apoyada la frente. Me vi los pies, las piernas en diagonal. Saqué el teléfono y llamé a Carlos sin despegar la cabeza de la puerta. La misma contestadora. Cerré lo ojos. Me guardé el teléfono con delicadeza y respiré profundo. Ni ecos de mar ni nada. Me separé de la puerta y la pateé, dos, tres veces, hasta que me dolió el dedo gordo. Ningún mar que se jacte de ser tal se encierra a sí mismo. De pronto escuché que me llamaban desde el agua, y me vi saltando por la ventana y abriéndome la cabeza contra la calle. Conocía la historia. Capaz que hasta yo la había escrito. En otra vida. Me fui corriendo por las escaleras de emergencia, tapándome los oídos para no escucharlas.

Al otro día recibí una llamada.

—¡Una disculpa, Ernesto! 

 El tal Carlos. 

—Lo siento mucho —dijo más tranquilo—. No pudimos avisarte que se había suspendido la grabación.

—Entiendo —dije con voz sentida. 

—Estamos en medio de un proyecto muy importante, esa fue la razón. 

 Hablaba con acento cubano pero sin lunfardo ni muletillas. Lo noté acostumbrado a tratar con músicos extranjeros. Tampoco había rastros de que se estuviera disculpando realmente. Lo imaginé sonriendo del otro lado, inmune a mi mal humor. Tenía esa clase de voz. 

—Está bien —dije—. ¿Cuándo podemos hacerlo entonces? ¿O ya no se puede?

—Hoy mismo a las ocho —dijo Carlos—. Si aún quieres.

—¿A las ocho? ¿Pero es seguro?

—Es seguro. Te doy mi palabra.    

Lo dudé un instante. Después dije:

—Ok, a las ocho llego entonces.  

Nos despedimos y colgamos. 

Cuando fui por tercera vez ya era de noche y me estaban esperando. El mismo Carlos del teléfono y alguien de mi edad que no había estado en la entrevista; sentado frente a la consola, medio jorobado, con la frente arrugada y los ojos clavados en el monitor. Un tipo relajado ese Carlos, que se tomaba la vida con calma. Del otro lado estaba yo. 

—Estamos listos para empezar —dijo Carlos—. Este es Jeff. Va a estar ayudándote con la grabación. 

—¿Jeff? ¿Qué Jeff? —se me escapó—. ¿No vas a estar vos? 

Carlos sonrió todo lo ancho de su dentadura y dijo:

—No, no… —que sonó como un «No, no, tontuelo»—. Me quedaría con mucho gusto, pero tengo que ayudar a mi socio con el proyecto que te comentaba. —Después me enteraría, por Jeff, que se trataba del álbum Fijación oral de Shakira—. Pero Jeff es de nuestra confianza —siguió—. Y muy buen ingeniero. Ya verás.  

Miré a Jeff, que había levantado la cabeza después de escuchar su nombre.

Hi —borboteó. Nos dimos la mano. 

—Ve preparándote mientras aquí vemos unos últimos detalles —dijo Carlos.

Me alejé hasta los sillones a espaldas de la consola y saqué la guitarra acústica para afinar. Ni siquiera era mía aquella guitarra, era del Mella, con el que vivía en un cuarto del que nos echarían (sin razón) más adelante. Ni guitarra propia tenía. Había vendido todo en la cuidad anterior para poder mudarme a Miami. Puro rock and roll. 

Después de que Carlos se fuera me acerqué a Jeff. Dije algo, una tontería para sacar conversación. Pero nada, el otro no hablaba. Y como yo estaba negado a seguir grabando en ambientes de mierda empecé a tirarle de la lengua. Ya había tenido suficiente de esos ambientes, quería saber lo que se sentía grabar en un buen entorno, donde el ingeniero estuviera de buen humor y las cosas fluyeran y todos contentos. Nunca me había pasado hasta ahora.    

—¿De dónde sos, Jeff? 

Andaba encorvado sobre la consola, conectando y desconectando cables. Giró la cabeza cuando me escuchó. Sus ojos dieron una vuelta por el techo y pararon en mi cara. 

—De aquí —dijo—. Pero ahora vivo al norte, en Hollywood.

—¿No hay mucho latino por ahí, no?   

—No. Sólo americanos. 

Hablaba con un arrastre sedado, con una cadencia moribunda entre la lengua y el paladar. Esperé a ver si decía algo más pero no lo hizo y volvió a sus cables. El estudio quedó en silencio, que con el aislamiento de las paredes se sintió mucho más. Un lugar pequeño, con dos cuartos aparte del de la consola. Uno para las voces y otro para la batería.  

—¿Hace mucho que trabajas con Carlos? —le pregunté. 

Esta vez no giró la cabeza para contestar.

—No trabajo para ellos. Hago un internado por parte de la escuela de sonido. 

 Volcado así, sobre la consola, parecía más alto y desgarbado. Su pelo era cobrizo y seco y le tapaba las orejas y se aplastaba en la nuca. Terminó de enchufar y volvió a sentarse. Me miró. 

—¿Podemos probar los micrófonos, por favor? 

Fui por la guitarra que había dejado sobre el sillón. Hablábamos más español que inglés. Me metí al cuarto de la batería, que usaríamos por ser el más grande y de mejor acústica, y detrás entró Jeff. En lugar de la batería habían puesto una silla y alrededor, un par de micrófonos con sus atriles. Un tercer micrófono estaría sobre mi cabeza, alto, para captar el sonido ambiente, algo que le daría profundidad y peso a la grabación. Haría tres canciones. Guitarra y voz a la misma vez. Estaba seguro de que podía captar un buen momento para cada una, rescatar la esencia sin necesidad de grabar en pistas separadas.  

Empecé con la más nueva. Me llevó cuatro tomas. El silencio del estudio creó una burbuja y ayudó a que me conectara más rápido. Antes de la segunda miré a Jeff a través del vidrio. Vi mi cara reflejada, y los enormes auriculares que llevaba puestos. La pasividad de Jeff empezaba a ser pasmosa. 

—Jeff —le dije.  

Levantó la cabeza y me miró como si lo hubiera sorprendido durmiendo. 

—¿Cómo vas con los volúmenes?

Me preocupaba el tema. Traumas pasados. Jeff agachó la cabeza, revisó y enseguida levantó el pulgar. La cara aún paralela a la consola. 

—Qué raro que sos, Jeff.  

No me entendió.   

—Vamos con la otra —dijo. 

Esta era más vieja y salió en dos tomas. Nada de cortar y pegar, las quería hacer enteras. Después vi que Jeff se levantaba y entraba al cuarto.

—¿Todo bien? —pregunté cuando se paró a mi lado. 

—Voy a mover un poco este micro —dijo.   

—¿Pasó algo?

—No. Quiero probar otra posición. 

—¿Pero se escucharon bien las otras canciones?

—Sí. 

No dije más nada. Él era el que sabía. Terminó y volvió a sus controles.

—Empieza cuando quieras —dijo por el micrófono. Volví a ajustarme los auriculares, conté y empecé. Y empecé muy bien. Lo sentí desde el primer momento. Entré en el lugar exacto. La toma era diferente a las anteriores, todo mi cuerpo lo sintió: tenía los brazos y la nuca erizados. Sentí que flotaba. El cuarto desapareció, el estudio y el edificio entero. Todo era la canción, y yo flotando dentro, gozado, en una pausa viva, cálida y armoniosa, atravesado por ráfagas elípticas de una música que había escrito como si fuera la única cosa viva que me quedara en la tierra; hinchado de felicidad, sintiéndome diez veces más grande: un gigante entre los hombres. La canción llegó al puente y supe que estaba grabando algo especial. ¿Qué más que esto me pertenecía? Ese estado superior con sensación a hogar. Eso era lo que buscaba en cada canción. Ese lugar en el que ahora estaba. Dejé el puente atrás y empecé la última estrofa. Un milagro. Estaba siendo testigo de un milagro. Después escuché: 

Ernest. Hold on.  

Como un chirrido. Una rociada de sirenas en los tímpanos. 

Ernest, stop. Can you hear me?   

Paré. El delicado cristal en el que estaba tallando al cisne más hermoso del mundo cayó destrozado a mis pies. Después sentí que era yo el que caía, en picada y desde muy alto. Apreté los ojos. Tenía ganas de llorar, gritar y patalear como un niño. Respiré profundo. Algo horrible descascarándose dentro de mi pecho. Sentí que volvía de un lugar muy lejano, que aún estaba volviendo cuando pregunté:  

—¿Qué pasó? 

Sorry —dijo Jeff con la misma sosera, como si nada hubiera sucedido—. Olvidé apretar el botón para grabarte. ¿Vamos de nuevo?

 Un genocidio. Otro más. Un baño de aceite hirviendo. Que me arrancaran las uñas con un desarmador no hubiera sido tan doloroso. 

Amagué con decir algo, pero la mandíbula no me respondió. Estaba anonadado, inclusive para enojarme. Un paroxismo total de descreimiento e incredulidad. Después escuché unas quejas tibias que fueron desfragmentándose entre mis labios hasta ser nada, cayendo en otro vacío, en la inevitable conclusión de que ni un instante de aquel milagro había quedado grabado. Me tomé la cabeza y apoyé los codos en las rodillas; me miré los pies, volviendo todavía de lo lejos que me había ido. 

Ernest

La voz de Jeff llegando desde el fondo de los auriculares. 

Can you hear me?

Levanté la cabeza y lo miré. 

—¿Vamos de nuevo? —preguntó. 

La cara muerta, la voz chata: no se había enterado de nada. Suspiré y corrí la mirada. 

—Vamos —dije. 

El micrófono de la consola volvió a abrirse en mis oídos y Jeff dijo:

—Estoy grabando. Entra cuando quieras.

Me acomodé mejor, conté y empecé. Hice tres tomas, pero ninguna se acercó ni a kilómetros de la primera. Al final nos quedamos con la mejor. Mientras Jeff se ocupaba de la mezcla fui a la terraza del último piso a fumar. La noche estaba seca y llena de estrellas. El olor y la presencia del mar me llegaban desde el otro lado de la plazoleta pero no podía verlo. Sentí el agua en calma, la marea tenue y limpia entrando y saliendo de la playa como si lo hiciera en puntas de pie. Escuché las mismas voces del día anterior. Como un ballet acuático de cantos gregorianos. Me acerqué a la baranda y miré hacia abajo. Siete pisos. «Ahora no», pensé. Apagué el cigarro y volví al estudio. 

Al otro día subí las canciones. También puse un nuevo aviso clasificado y por un tiempo esperé. Y eso fue todo lo que hice: esperar. Ensayaba a diario en el cuarto y a veces escribía alguna canción, pero no más que eso. No había mucho más que hacer en Miami. Dos por tres iba a la computadora del Mella y me fijaba en las canciones. Veía que la gente las escuchaba, que los números subían, pero nadie escribía. Me sentí estancado y tiré el demo a la basura. Conseguí un trabajo repartiendo pizzas y me concentré en otras cosas. 

Meses después, cuando planeaba mi mudanza a Los Ángeles, me llegó un mensaje. El muchacho parecía joven, no más de veinte por su foto de perfil en MySpace. Quería saber si además de mis canciones estaría dispuesto a tocar algunas de Los Enanitos Verdes. Le dije que podríamos aprendernos unos covers de rock argentino para cuando saliéramos a tocar en vivo, pero que me gustaría concentrarme más en mis canciones, que eran tan buenas como las otras. Tenía material de sobra, por Dios. El muchacho me respondió unas horas más tarde, en mayúsculas:

¿PERO QUIÉN TE CREES QUE SOS, FORRO? ¡JA JA JA! ¡TU MÚSICA ES MALÍSIMA! ¡ANDÁ, APRENDÉ A CANTAR PRIMERO!

Dos semanas más tarde me mudé a Los Ángeles. 

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