Es movimiento. La más leve brisa del final del verano entre las hojas. ¡Ah… y un pájaro! Un pájaro cuyo nombre desconozco y al que no puedo ver.
El oído percibe las vibraciones que desata el movimiento. Por el caracol, el laberinto, viaja el movimiento vuelto vibración, descarga eléctrica, al cerebro, que decodifica, entiende, clasifica, y este tránsito invisible constituye la zona franca merced a la cual somos uno con el mundo. El mundo, en su ser irrefrenable, tiene un ritmo, y quien acepta el mundo oye su música.
Es silencio. ¿Se puede oír el silencio?
Se oye: tras el gorgoteo del café, cayendo de la cafetera a la taza. Se oye no nada más con el oído. Si me quedo muy quieta, oigo el silencio con mi corazón, con mis párpados cerrados, con mi sangre.
El zumbido constante en mis oídos, ¿qué es? La porción de vida que me toca y me acompaña, a la par de mis ojos —el suave deslizarse de mis ojos que ven el estanque a través del vidrio y saben del sonido imperceptible del agua quieta, de todo lo que pasa bajo el agua, del aire invisible que, sobre el estanque, pasa.
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¿Hay un sonido del sol?
¿Cantan, con algo más que luz, las estrellas?
¿O es su luz, su parpadeo, su canto?
¿Con qué órgano escucho el canto de las palabras?
Con mis ojos.
Y es el oído el que escucha, fino, el trazo de la pluma sobre el papel.
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Cerca de mí alguien también escribe. Susurra. Se va dictando sus palabras, reconociéndolas quizá; las aspira quedo, como si les tuviera desconfianza. Como si recién se hubiera familiarizado con el misterio del habla.
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Si el sonido es movimiento, es también tiempo.
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Más pájaros. El zurear de las palomas. El segundero del reloj despertador. A un leve chasquido en la ventana abro los ojos: el sonido viaja a mi pecho como alarma. Oigo el sonido de mis pestañas contra la almohada al parpadear. La pared es blanca, muda. El sonido es movimiento, incluso en la delgada garganta del pájaro. Movimiento es mi sangre, que tiene su rumor. Mi cuerpo quieto que sin embargo se abandona gradualmente (su peso) al soporte del colchón, y arriba el sol, el sol que todo lo contiene, con su luz, como el silencio.
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Los pasos de una mujer en sandalias. Su ritmo —sin verla— me dice quién es, el balanceo de su cuerpo en mi memoria.
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Aviones. Helicópteros. Batir de alas. Un llamar de tantos pájaros cuyo nombre ignoro, ocultos en el ocaso. La grada de un granjero, y alrededor del roble, listones de colores ondeando en la brisa.
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El sonido es la noche, ahí donde el ojo no ve. El lúgubre ulular de los gatos antes de aparearse. Chillidos de murciélagos y, a lo lejos, un resplandor: un Buda de piedra bajo un roble. Un helicóptero, y la voz de pequeñas bestias también ocultas, también desconocidas. Tras las nubes, las estrellas, aún ahí, su luz contra el silencio. A lo lejos, afirmándolo, el retumbar de un bajo, andamio de la música: una fiesta en una granja lejana que el aire nos trae hasta acá. Es sábado en la noche.
Todo esto, que sostiene el silencio, es sonido que se percibe con el oído y con los ojos; con la piel, con el peso del cuerpo sobre la tierra. El resplandor de la figura bajo el árbol me alcanza como un rumor. Avanzo: mis pasos sobre la grava, después sobre la hierba, y me detengo justo ahí donde dar otro paso sería andar a ciegas. La oscuridad porosa, sin barreras, tiene también su voz.
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El zumbar del insecto que pasa volando junto al oído es movimiento. Es tiempo inteligible.
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El ocaso junto al estanque es luz dorada de septiembre: un reverberar. Pasa una avioneta blanca, alto sobre una nube danzante de mosquitos. Muy cerca, el zureo de las palomas invisibles. Más allá graznan las urracas, e hilvanándolo todo, el gozoso gorjear de los vencejos. Tan pequeños y vivos, dibujan su baile contra el cielo; un batir de alas diminutas, muy alto en el cielo el latido de su nimio corazón. ¡Ah, lo escucho con el mío!, aquí, donde lo secreto es el canto. Entre los lirios, movimiento: un pájaro pardo que se detuvo un momento y ahora echa a volar. Desde el oeste llega un llamado tenue y dulce, balido de ovejas. El mundo se recoge en la quietud, y el aire está lleno de su voz.
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La lluvia suave casi imperceptible, como dedos tamborileando en el aire.
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Entre las nubes, bajo la llovizna, hay un estanque o una ventana de cielo ardiendo: el sol que se oculta (que dejamos atrás) entre los árboles. Los patos graznan. Ladra un perro. Y en la carretera pasan los autos.
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En la sala de meditación, en el silencio, los dedos de la lluvia ya sobre el tejado. El gozo pasa por el rostro como luz sobre un lago, pero la luz viene de dentro, seguida por la voz, sus vibraciones. Algo inexplicable que emana del cuerpo: los pulmones protegidos por el tórax, la garganta. Cuerdas vocales. Canto. Oigo la voz de muchas, articulada con lengua y labios. Oigo mi voz desde dentro de mí y mi sola voz se enlaza a la voz colectiva, armonía que no pasa nunca por la cámara del pensamiento aunque sí es una voluntad. Sube espontánea, la invisible realidad creada por voces al unísono; alcanza un clímax y luego como una ola desciende, se extingue en susurros aún armónicos, aliento. Silencio.
El tañer del cuenco tibetano esta noche apenas se percibe; es apenas murmullo, casi un sueño, pero ocupa igual su tiempo, lento, hasta extinguirse ahí, en ese espacio donde nada en realidad se extingue nunca, inaccesible para el oído y el tiempo de lo humano.
Afuera, charcos de la lluvia, pero las nubes se dispersan, y de nuevo nos cubre el canto sin voz de las estrellas, el manto oscuro perforado de diamantes y polvo luminoso.
En la grava mis pasos se dilatan; los sigue siempre el paso de su eco. Un búho llama, y su voz es nocturna. Dialoga con el follaje oscuro, dialoga con el cielo negro de la noche y sus estrellas, con un reino vedado para mí, que soy del día. Lejos, muy lejos, otro le responde y al callarse los dos oigo el silencio. Mis pasos sobre la hierba esponjada tras la lluvia. La linterna revela las gotas en la hierba, nítidas, conversación con las luces infinitas allá arriba, o un multiplicado espejo. Al pasar bajo los árboles caen algunas gotas rezagadas; oigo su leve golpear contra el impermeable. A mi izquierda, mi sombra es tan larga y densa que es sólida: mi sombra es toda mi presencia. Mi sombra es otro. El barrunto de mi miedo tiene también un eco (suave). Pero llego ante el Buda, el resplandor en el centro de la noche. Amoghasiddhi, el que nada teme. A lo lejos, aunque es de noche, distingo los muchos grises de las nubes colgando sobre las colinas.
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Alguien ronca en otra habitación. Llega hasta acá el sonido como una apagada conversación, desde el dulce misterio del sueño. Cuerpos. La vida en el cuerpo, su transcurso, sus murmullos.
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Al bajar la colina, voces humanas, invisibles, en la vastedad del aire.
Ahogados los sonidos en la niebla, no sé si vienen tras de mí, si pasan a mi lado o estoy por alcanzarlas.
No se extingue el reverberar de la campana de la iglesia vecina, que se alza tras las ovejas casi inmóviles. Impregna el aire, el campo, el cielo. Bronce, movimiento y aire. Subimos y bajamos colinas envueltas por un clamor metálico, que también encuentra su eco en la sangre y el corazón. Porque no cesa en su movimiento la campana, porque ha llenado el aire con su voz, el verde tiene otro color, la luz tiene algo fijo en su transparencia.
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Empieza el periodo de silencio. Entonces, un susurro: una mujer se ha acercado a mí. Es mexicana. Está llorando.
El terremoto.
Se cimbra mi cuerpo. Lo que oye por dentro es el derrumbe.
En el silencio largo y total, la espera. En México es todavía de noche. No seré yo quien lance la alarma de un teléfono en la madrugada. Espero. Lo que oigo es la tristeza; el miedo. La densidad misma del silencio en un día subyugado de tan gris que no termina de decidirse a llover.
Anoche, y aún feliz, me acosté viendo las estrellas, subida la persiana. Ahora, aturdida, en el cuerpo todavía el recuerdo de las rodillas flojas al oír la noticia, se han vuelto invisibles todos los astros. Estoy vacía, y el vacío también resuena.
Oigo también el latido desacompasado de mi corazón.
–™
Pero venimos a Adhisthana a aprender, justamente, a aceptar lo real.
Todo el día repito para mis adentros el mantra, Om Mani Padme Hum.
Recuerdo los temblores, en México. Muchas veces se oye el trueno profundo de la tierra.
El sonido es movimiento. El crujir de paredes, tintinear de cristal, el estallido de los vidrios rotos, el golpe multiplicado de las cosas que se caen es el sonido del miedo, y es el eco de la tierra que se mueve. Gritos. Llanto.
Un trueno. Parece que se acerca una tormenta.
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Tarini me busca, está al pendiente. Me consuela con palabras que se ajustan, maleables, a la forma del silencio. Tiene gravidez la gentileza.
Son muchas las urracas. Llaman y llaman, con un matiz de urgencia que comparto. No puedo verlas en las nubes grises.
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Una voz muy dulce saluda al Buda y su recinto antes del ritual y marca el ritmo. Mantras: Tara Blanca y Maha maitri. Imagino a Tara Blanca brillando, refulgente, sobre la Ciudad de México. Luz amorosa y compasiva sobre esto que somos, esta fragilidad. Amor y compasión el único puente entre el corazón y el sufrimiento inconcebible.
Afuera, tras la lluvia, el viento entre los árboles. Tiene la misma suavidad que las voces que apenas han dejado de cantar.
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Paseo por el campo, las gotas de agua aún en la hierba. La tarde es gloriosa pero dentro de mí retumba el desasosiego. Tras el ritual de la tarde, veo la iglesia (ya calladas las campanas). Las ovejas que parecen no moverse ni un ápice durante un tiempo muy largo. Su quietud es el silencio.
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El batir de alas de los patos en el estanque. La brisa entre las ramas de los árboles. Mi sombra.
Debe de haber un sonido en el desplazarse de los patos sobre el agua, pero no lo alcanzo a percibir.
Pasan volando los insectos.
Esta hermosa tarde de verano debe ser quizá la última. Ha pasado el equinoccio. Viene la oscuridad.
El baile de las hojas en las ramas es su movimiento y el del aire, y de eso está hecho su sonido.
–™
Es la última noche y camino de nuevo hacia Amoghasiddhi. Una noche apenas fresca, tras un espléndido día soleado, mientras algunos árboles empiezan ya a amarillear.
Me sigue la estela de la dulzura de las voces del ritual, en su, dijérase, autónoma armonía.
Parada frente a la figura de piedra, el tiempo se dilata. El árbol: su estructura, su quietud y realidad en medio de la noche.
Cae una bellota en la hierba húmeda. Son pequeñas, su sonido mínimo pero perfectamente claro, como una piedra en un estanque pero otra cosa: hay algo definitivo en ese tocar la tierra, su quedarse ahí, su decir: esto ha caído. Esto es un acto del mundo; ha caído y se queda aquí y el sonido de ese acto —movimiento— se expande en la conciencia aún después de que deja de ser perceptible. (Su lentísimo acomodarse entre la hierba, con su peso).
Eso también es armonía.
Luego, un leve agitarse entre la hierba. Alguna bestezuela, invisible para mí. No sé qué ven sus ojos, o siquiera cómo ven.
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Camino de regreso a la casa. Pronto estaré en México, y veré. Ya sabré entonces el verdadero sonido del dolor de lo caído, del duelo entre millones, nuestro miedo.
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Samsara.