(La Habana, 1985). Crítica y curadora de artes visuales. En 2015 obtuvo mención en la categoría Reseña del Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros.
El libro llega hasta mí en circunstancias que entonces me parecen demasiado caprichosas: una edición en español, perdida entre volúmenes francófonos en una librería de segunda mano al este de Montreal; un libro en español que antes estuvo en inglés para luego convertirse en una versión de sí mismo e inaugurarse, increíblemente, como si jamás hubiera sido otra cosa que esa historia narrada en el idioma límbico, maleable, provisorio de los migrantes. Se titula Desierto sonoro, pero también Lost Children Archive, dos sintagmas que apuntan al territorio innombrable en el que la novela se las está viendo con la realidad. Que es el desierto y es la carretera, la frontera entre México y Estados Unidos, el bucle de tiempo que replica en un gesto continuo los acontecimientos olvidados en cada travesía, el país de la infancia, el viejo mundo de los apaches. Que es, digamos, ninguna parte, la franja geográfica de la impermanencia adonde van a parar cientos de miles de personas con su escaso patrimonio material («biblias, escapularios, talismanes, fotos y cartas», alguna muda de ropa, un par de botellas de agua) y la certeza de que hay que llegar, sí o sí, a ese sitio en el que la vida está atornillada al suelo firme del planeta.
Hojeo el libro y, de a poco, constato que su primer dueño no es hispanohablante. No, al menos, en un sentido estricto. Mientras avanzaba en la lectura iría anotando pequeñas traducciones al margen de la página impresa. A veces comete errores, extravíos de sentido que son más culturales que lingüísticos. No es fácil penetrar la gramática de las tribus. A través de estas notas, sin embargo, comprendo que el libro forma parte del continuum de voces que articula el paisaje sonoro de los desplazamientos y las diásporas actuales, de sus ciudades hiperpobladas y de nuestros pueblos vaciados. ¿Por qué batallar con el español si se tiene a mano la versión anglófona de la novela? ¿A qué universo trasfronterizo pertenece el primer lector del libro que termino comprando y devorándome en una semana?
Valeria Luiselli comenzó a escribir este texto monumental en el verano de 2014. Pero en el inicio, claro, era otra cosa, una suerte de bitácora personal de ecos con la que la mexicana fue registrando los modos en los que los hombres y las mujeres de los diferentes estados norteamericanos conceptualizaban y daban cuerpo al relato doméstico de una nación al borde del abismo. Su idea de documentar el país a partir de la desintegración de una familia clasemediera se tropezó entonces con una constatación mucho más honda, algo que tenía que ver con el «otro» y el lugar que ocupaba dentro del rompecabezas del imaginario colectivo. Por esos años, la cifra de niños que cruzaban solos la frontera empezó a dispararse abrumadoramente y Valeria se encontró embargada por una necesidad apremiante de denuncia. Quiso, pues, instrumentalizar la novela impelida por una condicionante de fuerza mayor: el rechazo a permanecer al margen, la voluntad de incidir a como diera lugar, tomar parte de un proceso en el que miles de niños se jugaban no ya el futuro, sino el presente inmediato (¿existe algo que movilice más que la vida de un niño?).
La novela, empero, se resistió a ser algo que no es. Y a pesar de los esfuerzos de Luiselli por imponerle la respiración de crónica y direccionarla a la arena del activismo político, no lograba manifestarse en sus propios términos. Fue así como se dio cuenta de que debía cambiar de estrategia si quería, como de hecho quería, denunciar y ficcionar sin traicionar la voz de los niños migrantes, y sin traicionarse a sí misma en última instancia. Empieza de nuevo, intenta construir sobre la base de los testimonios obtenidos de su experiencia como traductora para menores que buscan protección legal en Estados Unidos e impedir la deportación a sus países de origen. Es duro. El resultado es un ensayo tremendo y conmovedor: «Tell Me How It Ends: An Essay in 40 Questions» / «Los niños perdidos: Un ensayo en cuarenta preguntas». Una vez catalizados su rabia y su dolor, Valeria siente que puede avanzar por otras rutas escriturales, caminos que no están obligados a desembocar en la denuncia explícita porque les basta con asistir al espectáculo cotidiano de lo real. La mera exposición de la realidad, bien lo sabe Valeria, es un acto disensual profundamente político. De ahí parte el artefacto novela, de su incapacidad para impostar la voz de los personajes y funcionar como correa de transmisión de las obsesiones y vicios de su autor.
En la medida en que me voy metiendo de cabeza en la narración, desplazándome junto al matrimonio y sus dos hijos de Nueva York a Arizona, el libro se despliega ante mí cual muñeca rusa. La historia no es simplemente la historia, con inicio, desarrollo, fin; la historia va sólo parcialmente de una familia específica y de siete niños concretos que atraviesan, agarrados a la espalda metálica de un tren de materias primas, la planicie árida que media entre dos mundos que son dos abismos. Todos los ecos se hallan en permanente reverberación y emergen a la superficie en un esfuerzo constante por hacerse escuchar. Desierto sonoro efectúa un corte hacia el interior de los tiempos, y pone en relación las muchas voces en tránsito que catalizan, como una franja de la memoria, para impedirnos olvidar lo esencial, a saber, la historia cíclica de las migraciones infantiles.
Esta intención polifónica está presente no sólo en las distintas narraciones que arman el texto, en la estructura misma de la novela —basada en el principio fundacional del archivo—, en las muchas referencias de las que Luiselli echa mano para encontrar orden dentro del caos de la dispersión, sino que, además, es una necesidad manifiesta de los personajes. El padre, por ejemplo, se embarca en un proyecto de recolección de ecos que le permitan capturar, en algún sentido, la presencia de los últimos apaches; la madre quiere documentar el relato de los niños perdidos. La madre quiere salvarlos, en realidad, conjurar la posibilidad de un extravío que sea más definitivo que el extravío físico del limbo del trayecto. El niño mayor desea que su hermana, de apenas cinco años, recuerde los sonidos íntimos de la tribu, la vida compartida que no será más porque a la vuelta de su road trip, intuye, la relación de sus padres se habrá ido por el vertedero. Hay, dentro del libro, varios pasajes que dan cuenta de la fijación de Valeria con la idea de los registros sonoros —algunos de ellos son un desgarrón en la entraña—:
oficina que no es nada sino un pequeño rectángulo aislado de aquel asqueroso desierto por una simple pared gruesa y una puerta delgada de aluminio, bajo cuya ranura el viento arrastra las últimas notas de todos los ruidos del desierto, diseminados a lo largo y ancho de las tierras yermas que hay afuera, sonidos de leves ramas que se quiebran, pájaros que cantan, piedras que ruedan, pisadas, lamentos, voces que ruegan por agua antes de apagarse con un quejido postrero, luego sonidos más oscuros, como el de los cadáveres que se convierten en esqueletos, los esqueletos en huesos sueltos, los huesos que se erosionan y desaparecen en la tierra, y nada de esto lo oye la señora, por supuesto, pero de alguna manera lo presiente, como si hubiera partículas de sonidos adheridas a las partículas de arena que el viento desértico arrastra hasta el tapete de pasto artificial afuera de su oficina.
Aguanto, aguanto la respiración y sigo el viaje de la mano del lector desconocido, voy apoyándome en la extrañeza de una lengua que no es la mía para trascender el marco estrecho de la anécdota, el hilo diegético en el que se basa cualquier narración. Para leer, diría Fabián Casas, «con el corazón de la especie». Es mi manera de ser consecuente. La forma, pienso, en que lo harían los niños, los verdaderos protagonistas de esta novela montada a golpe de retazos, de otros libros, de fotografías y canciones, de «Reportes de mortalidad de migrantes», de ruidos arbitrarios que salen al paso mientas el carro de la familia parte en dos el mapa de los Estados Unidos.
El universo de la infancia, repito, en donde las palabras se dicen siempre por primera vez. Y se resignifican los sentidos, y los sonidos tienen peso verdadero. Los niños escuchan. Digo que escuchan en serio. Uno de los centros de la novela, ha asegurado Vila-Matas, es esa escena en las montañas Burro en la que Memphis, la más pequeña del clan, descubre con incredulidad la existencia del fenómeno acústico del eco luego de que sus padres y hermano lancen palabras a las rocas por el puro placer de verlas rebotar. La importancia que le atribuye el español viene dada por la capacidad del momento para revelarse como una suerte de aleph sonoro en donde cristalizan, podrían cristalizar, las infinitas voces del mundo. A mí, en cambio, lo que me interesa de ese pasaje es algo más, el modo en el que la niña se niega a ser partícipe de las lógicas del mundo adulto, su resistencia a desestimar el tipo de conocimiento que proviene de los sentidos y la experiencia. Valeria lo supo al escribir la primera letra, sólo los niños pueden salvar la voz de los niños:
Al escucharlos ahora, de pronto comprendo que son ellos quienes cuentan la historia de los niños perdidos. La han venido contando desde el principio, una y otra vez, en el asiento trasero del coche, durante las últimas tres semanas. Pero yo no los había escuchado con la atención suficiente. Y tampoco los había grabado lo suficiente. Tal vez las voces de mis hijos son como aquellos cantos de aves que grabó Steven Feld con ayuda de mi esposo, y que funcionan como ecos de personas fallecidas. Sus voces, la única forma de oír otras voces inaudibles: voces de niños que ya no pueden oírse porque esos niños ya no están.
Después de terminar el libro, vuelvo constantemente a las cicatrices que ambos —el primer lector y yo— horadamos en las páginas blancas de la edición en español. Releo las líneas subrayadas, las suyas y las mías, trato de encontrar en los pequeños comentarios algún indicio sobre su vida, trato de explicarme el lazo invisible que nos está conectando. Algo de sí descansa en el objeto libro que ahora toco, abro, huelo —sus diarios, escribe Luiselli en algún punto, son las cosas que subraya en los libros—. Se me ocurre, en una de ésas, que ese lector sí que habla español, un español de segunda generación, digamos, un español que conserva como profesión de fe. Se me ocurre que lee y traduce para alguien más, para sus hijos quizás. Eso, para sus hijos, niños canadienses que oyen, de sus labios, el viaje violento, injusto, desolador de otros niños guatemaltecos, salvadoreños, mexicanos, hondureños. Y oyen, por primera vez, la palabra frontera, la palabra desierto, la palabra refugiado. Su padre las pasa al inglés con la esperanza de que, en el acto de traducción, conserven el músculo vivo del español latinoamericano, el idioma continental de la migración.
Los niños obligan a los padres a buscar un pulso específico, una mirada, un ritmo, la manera correcta de contar una historia, a sabiendas de que las historias no arreglan nada ni salvan a nadie, pero quizás hacen del mundo un lugar más complejo y a la vez más tolerable. Y a veces, sólo a veces, más hermoso.