La llave roja

Carmen Leñero

(Ciudad de México, 1959). Uno de sus últimos títulos publicados es Del faro al foro: la imaginación novelesca frente a la imaginación teatral (UNAM, 2016).

Todo refugio tiene la tentación de convertirse en cárcel.


El anonimato es cobijo, de ahí que deteste los pueblos chicos y los barrios donde todos te saludan al pasar. Las grandes ciudades, de preferencia extranjeras, te libran de llevar tu penosa identidad al aire.


Un refugio llamativo es oxímoron. Pero quizá sea el mejor.


Finales de mayo del 37, Bilbao. «Donde estoy yo no pasa nada», dijo mi abuelo con absoluta convicción, tranquilizando al grupo de personas que se había juntado en la planta baja de una antigua tienda departamental. La vieja casona, intocada, se alzaba inocente en medio de varios edificios altos y modernos que fueron alcanzados y abatidos en el bombardeo. «Donde estoy yo no pasa nada», recité como sortilegio ante mis alumnas, para impedir que salieran en estampida del salón durante la réplica del terremoto del 85, Ciudad de México.


¿Dónde refugiarte cuando el avión en que viajas se desploma?, me he preguntado muchas veces. No la cabeza entre las rodillas. No un ansiolítico veloz. No un interior ensimismado. Sino una mente que da un giro hacia la locura, y de pronto empieza a batir las alas.


A salvo en mi estudio, escribo estas líneas mientras escucho las noticias sobre el ataque ruso a Ucrania. Sigo tecleando, ensayando cierta forma de autismo, pero en mi garganta mora la asfixia. Especialmente en mi estudio, nunca estoy «a salvo». Debía saberlo.


Me empeño en existir

más allá del ahora,

tener un hogar.


¿Cómo se resguarda un demente? Igual que cualquiera en su sano juicio: sumiéndose en un tiempo de columpio, en el monótono tic-tac, en el ritmo cansino de una tonada.


La tierra y el cielo se ocultan.

Todo entre los árboles

murmura su escondite.


Tenemos dos cuerpos. Uno visible y otro invisible, ambiental. Cuando nos despojan del segundo devenimos un nuevo tipo de criaturas, indigentes, despellejadas. No tenemos dónde llorar, ni adónde huir.


Paciente, la tortuga

lleva a cuestas su refugio,

yo, mi intemperie.


¿Quién diría que observar un río desde la orilla borra la sensación de estar envejeciendo?


Toda ocupación: subterfugio contra la espera.


No le gustaba irse a dormir. Por eso tardaba tanto en conciliar el sueño después de que lo mandaban a la cama. […] Cuando desaparecían los renglones de luz proyectados por las persianas y escuchaba que sus padres se habían encerrado por fin en su recámara, ya podía respirar a sus anchas. Esperaba un rato a que el silencio fuera total y entonces ponía en práctica su estrategia milagrosa para dormir: hacía a un lado las cobijas, se paraba sobre el colchón y construía con un martillo y unos clavos imaginarios un blanco refugio en torno a su cama. Se trataba de un refugio a prueba de todo mal, en el que no podía penetrar ninguno de los horrores del mundo, ni sus preocupaciones del día, ni los animales feroces, ni los vientos huracanados, ni la más diminuta bacteria maligna. Una vez terminado su refugio invisible se volvía a acostar. Imaginaba que «allá afuera» reinaba una selva esperpéntica con monstruos de todo tipo, el peor de los climas, volcanes en erupción, mares enardecidos, gente salvaje. Pero él estaba a salvo en su guarida, y se acurrucaba en sí mismo como en el interior de un huevo sagrado para sumergirse poco a poco… dulcemente… placenteramente… en el más tibio de los sueños.[1]


Si con el paso de los años y el desgaste cerebral ya no recuerdo quién soy, ¿cuál será mi guarida?


El olor del naranjo, mis vicios,

mi pobre cuerpo acostumbrado

a dejarse disolver.


Cuando por fin se vuelve inmune a todo, ¡resulta que el alma lo abandona!


En su carreta con vino

medicinas y relatos,

va el refugiado español.


Es tabla de salvación el olvido, siempre que no se convierta en un mar. Dice un proverbio hindú que sólo posees aquello que puedes salvar de un naufragio.


Hechos para el exilio,

buscamos ya

otro hogar en la galaxia.


Yo, que ni de bebé me resignaba al sueño, no tardaba en caer dormida cuando la cosa se ponía fea. Por ejemplo, en medio de un puente de madera tembleque, bajo la fiera tormenta, viajando en un viejo Fiat entre la niebla, y mis jóvenes padres atolondrados insistiendo en avanzar.


Una de mis manías es imaginar cómo haría que ese rincón miserable del albergue al que acudo se convirtiera en un mundo. (No sólo se expande el espacio, se multiplica hacia adentro).


Todo se embosca:

la luz, el agua,

insectos en la corteza.


Para eludir a la policía de Franco hubo que salir esa misma noche y abordar un barco carguero, llevando un improvisado pasaporte donde la identidad de mi madre, que acompañaba a su padre, se limitaba a la mención: «y una niña».


En sus historias de exilio

me da la llave roja,

huérfana de toda cerradura.


Me mira mi acompañante semidormida, mientras pienso a medias luces que su salvaje modo de ser me protege de lo que soy, y del mundo. Todo él es una coraza en la que a veces me guardo, para volverme por un rato esa cosa expectante y suave de la que tan poco sé.


Alma es un hueco que cultivo

para que Dios se refugie

si aún existe.


Cuando sucedió el accidente en Chernobyl, me encontraba en Lovaina-la-Nueva, perdiendo el tiempo y el alma. A unos jóvenes bromistas les dio por vender unas bolsas de papel de estraza que servían para protegerse de la radiación en caso de ataque o desastre nuclear. La bolsa traía sus instrucciones claramente impresas: «Colóquese la cabeza dentro de la bolsa, dando la espalda al estallido, de preferencia mirando hacia el cementerio» —que Lovaina, por cierto, no tenía—. Todo en ese campus —versión moderna de una reservación para estudiantes del tercer mundo— era risible y siniestro.


Una catarina encontró

su escondite predilecto

entre pistilos.


Me acurruqué sobre su vientre, mi hogar de antaño, para ampararme ahí de su muerte, ya inminente. Ella, recostada, acarició mi cabeza sin hablar.


El árbol nodriza

gime muy suavemente:

¡Ah, mi refugio grave!


Un simple colchón doblado por la mitad, como tienda de campaña, debía resguardar de los bombazos a una niña de dos años y a su hermano. «Si escuchas la explosión a lo lejos, es que no te ha tocado», decía el mayor. Lo inquietante, claro, era el silbido.


El terror de un niño se alivia con simples cantos en voz baja.


Encuentro en una página de internet ciertas instrucciones capitales: «Un búnker subterráneo requiere mucho trabajo duro y planificación, pero ofrece la tranquilidad de tener un lugar para proteger a tu familia si, o ciertamente cuando (sic), la civilización tal como la conocemos implosione (sic)». La idea me entusiasma tan poco como la bolsa de estraza que vendían en Lovaina.


Los niños aman los refugios, en especial los que construyen con nada: arena, sábanas, cartón. Luego, casi siempre, se aburren y los patean.


¿Y ahora qué?, se dicen uno tras otro, en la fila de Migración. El mismo prójimo malvado, otro clima inclemente, el hambre, el miedo y la ingente grosería. ¿Para qué caminar tanto trecho hacia otra tierra… si el suelo sigue a tus pies, y desde ahí te chupa y digiere?


Soledad, refugio amable, de color mate y portátil, hasta que se extiende en todas direcciones, como una inmensa medusa.


Que otros hayan muerto antes que uno no sirve de consuelo. Menos sirve que otros vayan a morir, aunque sea en condiciones más penosas. En todo caso, nuestra vida no deja de hacer aguas.


Me están esperando adentro.

Hogar de la letra.

Refugio de voces.


Buscar seguridad en un oráculo es idiota. Ni la fe, ni la duda nos protegen. Mucho menos la conjetura.


Ya que no puedes alfombrar todos los senderos de la tierra, cubre las suelas de tus sandalias, dice el budista.


El ánimo previsor y el pánico se heredan. Varias comunidades del País Vasco sobrevivieron durante la guerra civil gracias a los garbanzos que enviaban ricos agricultores de Monterrey. Sólo eso conseguía mi abuela cruzando bajo las balas. Unos días antes del bombardeo a Bagdad, en enero del 91, me vi comprando en un supermercado de Mixcoac varias latas gigantes de chícharos —no había garbanzos—. «Hambre que espera hartura», decía mi abuela, «no es hambre, es apetito». Yo también soy risible.


Si el futuro te asusta y te avergüenza el pasado, atrinchérate en el presente, ese lugar imposible donde la conciencia se esfuma.


Cuántas cosas se preservan en una maleta vacía.


Entrar en amistad con la ola que te revuelca, con el techo que se desploma, la bala que te penetra, la niebla que te obnubila, la inundación que te ahoga, el dolor que te desmiembra, el terror que te paraliza, el aliento que te estrangula, las fauces que te desgarran, el filo que te deshoja… No sabemos todavía pervivir.


Nómadas fuimos en tiempos santos. Ahora sólo somos despojados.


Yo también usé el presente para huir, olvidarme de santo y seña, hacer caso omiso del tiempo y de mi índole mortal. Fueron cómplices la luz cambiante y un agudo dolor físico en oleadas.


Volverse madera,

Descansar entre las grietas,

Respirar por la herida.


En torno del poema, de su alta densidad, hay un vacío. Es ése nuestro hogar, nuestro refugio.

Ciudad de México, 6 de marzo de 2022.


[1] Fragmento de mi libro Emilio y el viaje sin tesoro, Fondo de Cultura Económica, México, 2009.

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