La lente de Nimrud / Mario Heredia

 

 

Búscame dentro…
Ahí estoy, latiendo en ti.
Baruch de Spinoza

a Francisco Magaña

 

1
Era una tarde azul, fresca y húmeda, eran los inicios del siglo xviii, y aunque ya se habían inventado las gafas, un muchacho aún se dedicaba a fabricar piedras de lectura. En esa época no era frecuente que alguien comprara ese tipo de piedras, en esa época todavía se quemaba a las brujas y el delito de sodomía se condenaba con la pena de muerte. El joven se llamaba Frederick y vivía en Utrecht, acababa de cumplir los veinte años y había descubierto que las cosas se suelen hacer para llenar huecos. Uno llegaba al mundo a llenar un vacío de cualquier manera, con oraciones o con pinturas, con poesía, con descubrimientos científicos, con poder o con la muerte. Él llenaba ese vacío tallando cristales, lupas que agrandaban los signos, que los acercaban al ojo cansado, al ojo enfermo. Construía puentes entre el sentido de la vista y el libro, instrumentos mágicos para encontrar la luz del conocimiento, también construía lentes para los telescopios y microscopios.

2
A las cinco cuarenta y cinco de esa tarde, cuando Frederick se disponía a cerrar su tienda, tocaron a la puerta. Abrió, un hombre alto y rubio lo saludó, vestía de negro, muy elegante, con gorguera alba y bien planchada. Sus ojos eran dos extraños paisajes marinos. Busco una piedra de lectura muy especial para regalar a mi padre y me dijeron que usted aún las fabrica. El hombre de treinta años se llamaba Rudolf Clant y era un rico aristócrata, cercano al estatúder de Orange. Vivía en La Haya y tenía una esposa de cabello largo y rubio, y dos hijos pequeños muy sanos. Frederick lo hizo pasar, abrió un libro sobre la mesa y fue poniendo sobre éste diecinueve piedras de lectura. Conforme las iba sacando surgía un golpe casi imperceptible que venía seguido de infinitos reflejos, en tonos desde el berilo azul, la esmeralda roja, el heliodoro, la morganita, hasta los reflejos divinos e incoloros. Las letras cambiaban de color y parecía que también cambiaba su significado. La piedras de lectura estaban hechas de cristal de roca y berilo y tenían formas de estrellas, de gotas, poliedros, cruces y círculos perfectos. Hubo un silencio muy largo, un diálogo silencioso, una caricia. Quiero todas, dijo por fin Rudolf Clant limpiándose las lágrimas.

3
Rudolf Clant se sentó en una silla de alto respaldo que estaba un poco alejada de la mesa, mientras Frederick empacaba aquellas hermosas joyas. Cuando las levantaba, un rayo de diferente color, efecto del sol que aún, mortecino, golpeaba la ventana, iba a clavarse en diferentes partes del aristocrático cuerpo del cliente, en su rostro, en su cabello, en su entrepierna. Tus manos son hermosas como lo que logran crear, dijo el hombre asaeteado de luz. Frederick sonrió con vergüenza. ¿Quién te enseñó a trabajar así los cristales? El maestro Spinoza. ¿El ateo? Sí, señor. Rudolf Clant se levantó y caminó hacia el joven, tomó su mano derecha con fuerza, se la llevó a la nariz y la olió, luego la estuvo observando, cada uña, cada vello, cada dedo tan fino, hasta que se la llevó a los labios y la besó. Frederick retiró la mano con rapidez. Esa noche, Frederick vio cómo se agrandaban fragmentos del pecho, de los muslos, del abdomen de aquel hombre bajo las piedras de lectura.

4
Rudolf Clant se despertó en la misma cama que Frederick, se vistió y regresó muy temprano a La Haya. Aún no amanecía cuando se escucharon las ruedas del carruaje. Frederick comenzó la mañana como cualquier día, tenía que terminar el pedido de lentes que un astrónomo de Colonia le había solicitado. De pronto fue a la gaveta y sacó la única piedra de lectura que no había querido mostrar a Rudolf Clant. Su forma era muy especial, cualquiera hubiera dicho que no tenía forma, pero era tan hermosa. La estuvo observando por un rato, recordó el olor de ese cuerpo, recordó lo húmedos y fríos que eran sus labios, recordó el quejido largo y ronco. Puso la piedra sobre el libro de su maestro y leyó: «Si no puedes leerme en un amanecer, en un paisaje, en la mirada de tus amigos, en los ojos de tu hijito, no me encontrarás en ningún libro». Entonces acercó el cristal a la ventana y trató de vislumbrar el camino por el que había llegado aquel viajero.

5
Frederick se casó al año siguiente. Su mujer no era muy hermosa, pero era callada y limpia. Además resultó buena madre, porque a los tres meses de casados ya estaba embarazada y logró parir un hermoso niño sin dificultad, y así seguiría pariendo hasta llegar a los ocho. Frederick seguía trabajando con el berilo y el cristal de roca, vivían sin lujos pero tampoco pasaban hambre. Fue una tarde azul y húmeda cuando tocaron la puerta. Su mujer fue a abrir, Rudolf Clant apareció sonriente, unas canas le habían aparecido en las sienes y se veía más guapo. La mujer desapareció por la escalera. ¿Aún trabaja las piedras de lectura?, preguntó a Frederick después de estrechar su mano con fuerza y cariño. El muchacho, nervioso, le dijo que sólo tenía una, pero que era una pieza extraña. Rudolf Clant quedó extasiado con ella, luego habló de Dios y del destino, dijo cosas tan fuera de lugar como el por qué había tardado tantos años en regresar, habló de su padre muerto y de por qué algunos hombres tienen la manos mágicas y por qué a las mujeres se le agria el carácter con la edad. Frederick lo escuchaba divertido y nervioso. Se besaron. Antes de despedirse, Rudolf Clant lo citó en las ruinas de la catedral. Frederick había escuchado muchas historias de ese lugar, se decía que era un refugio de sodomitas. Rudolf Clant le dijo que a las ocho lo esperaría ahí, pero Frederick no fue.

6
A los pocos meses Frederick abrió la puerta de su casa y dejó el saco de piedras sobre la mesa. Su mujer le dijo que el señor Rudolf Clant se había presentado para encargar cinco piedras de lectura, que regresaría por ellas en un mes. Frederick, tembloroso, abrió el saco. Ahí estaba ese berilo como un trozo de mar. Colocó el cristal en el bastidor del torno, rectificó los bordes con una tira de latón cargada de abrasivo, calculó que coincidiera el centro óptico con el centro físico, para que cualquier rayo luminoso no sufriera desviación cuando traspasase el lente. Todo con gran dedicación, como se lo había enseñado su maestro. Fueron seis de tono aguamarina, los trabajó como seis perfiles. Dos eran de Rudolf Clant, otro era el de él y otros tres de seres imaginarios. Fueron las piedras de lectura más extrañas que se hubieran visto, además de que ya nadie las usaba. Recordó aquellas palabras del dios de su maestro: «Lo que quiero que hagas es que salgas al mundo a disfrutar de tu vida. Quiero que goces, que cantes, que te diviertas y que disfrutes de todo lo que he hecho por ti. Los ríos, los lagos, las playas. Ahí es donde vivo y ahí expreso mi amor por ti». Cuando regresó Rudolf Clant por las cinco piedras de lectura Frederick no estaba. Las pagó y se fue muy conmovido. Ese mismo día mataron a un soldado de veintidós años por el delito de sodomía. Lo ahorcaron y luego lo quemaron en la plaza de la ciudad.

7
Hubo epidemias de ganado en todos los Países Bajos, hubo inundaciones y en 1731 los diques se hundieron por causa de la broma, un molusco en forma de gusano. Hubo detenciones de sodomitas en Ámsterdam, La Haya, Róterdam, Harlem y Leiden. Dios estaba enojado. Algunos lograron huir, sobre todo los hombres ricos que fueron avisados a tiempo, pero otros muchos fueron ahorcados y quemados. Frederick se dedicó a hacer gafas y nunca más piedras de lectura. Sólo conservó la del perfil de Rudolf Clant. En ciertas tardes de un azul especial, cuando estaba solo, sacaba aquel cristal y miraba a través suyo por la ventana. Los años corrían cada vez más rápido, sus hijos se casaban, su esposa se enfermó y murió, él iba perdiendo la vista.

8
A las seis cuarenta y cinco de un día cualquiera tocaron a la puerta, Frederick abrió. Un viento helado lo hizo tiritar. Reconoció a Rudolf Clant sólo por sus ojos, el cielo de un azul muy fuerte. Nunca le agradecí las hermosas piedras de lectura, dijo con la voz quebrada, esos perfiles. Lo hizo pasar y se sentaron uno frente a otro. Pasaron un tiempo largo sin hablar. Frederick sirvió dos vasos de vino caliente y brindaron. Aristófanes hablaba de la piedra preciosa, transparente, con la cual se encienden fuegos, dijo Rudolf Clant para luego dar un trago largo de vino, Frederick asintió sin entender. Estuve fuera muchos años, pero ahora me han perdonado. Suspiró y Frederick le tomó la mano. ¿Es un pecado? Frederick negó con la cabeza y el anciano llevó esa mano a sus labios. A las diez de la noche se despidieron en silencio.

9
Frederick era un hombre viejo, se había ido a vivir con una de sus hijas y pasaba el tiempo sentado en un pequeño jardín donde tomaba el sol y, de vez en cuando, sacaba su piedra de lectura y leía algunos pequeños fragmentos de la obra de su maestro. Las letras parecían flotar en el mar y eso a él lo llenaba de libertad. No se arrepentía de nada, su vida había sido buena. Había creado una familia que cada vez crecía más, su mujer había muerto tranquila y bien alimentada. La persecución de las brujas y de los sodomitas continuaba y el rostro de Rudolf Clant se le aparecía de pronto en sus sueños, sólo un perfil frío y luminoso que hacía que apareciera en su rostro una sonrisa. «Te he hecho absolutamente libre, no hay premios ni castigos, no hay pecados ni virtudes, nadie lleva un marcador, nadie lleva un registro. Eres absolutamente libre para crear en tu vida un cielo o un infierno».

10
Frederick murió en una época llena de terror y de injusticias, pero todo indica que murió tranquilo, rodeado de sus hijos y sus nietos. Pidió que lo enterraran con su traje negro y su gorguera almidonada, su sombrero con pluma blanca y su espadín. También pidió que lo enterraran con el libro de su maestro sobre el pecho y con la piedra de lectura sobre el libro.

11
Un hombre muy anciano y elegante llegó a la puerta del taller de Frederick. Ayudado por dos sirvientes se acercó a la puerta y tocó. Nadie abrió, preguntó por el muchacho que hacía lentes y piedras de lectura. Los vecinos le dijeron que ese joven había muerto de viejo en casa de una de sus hijas, que si necesitaba alguna información podían llevarlo allá. El anciano tembloroso negó con la cabeza y apretó algo que llevaba en la bolsa de su saco largo y negro. Luego pidió que lo subieran de nuevo a la carroza y regresó a La Haya.

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