«Si yo hubiera sido mudo, habría sido mucho mejor escritor». Una frase que a menudo le oímos decir a Juan José, porque le encantaba hablar, en privado, en público o como fuera.
Es bien sabido que nació y pasó sus primeros años en Zapotlán el Grande, que se llama hoy Ciudad Guzmán —siempre se negó a llamarle así. Le gustaba mucho aquel nombre antiguo, Zapotlán, que quiere decir en náhuatl «lugar de frutas dulces». No es que haya en la región muchos zapotes, pero tal vez el nombre se refería a guayabas, que sí las hay en abundancia.
Fue el cuarto de una familia de catorce. Cuenta que su primer contacto con las historias y los cuentos los tuvo con su hermana Elena, una de las mayores, que durante una enfermedad infantil —varicela o algo así— lo cuidó, porque su mamá, doña Virginia, no podía atenderlo por estar embarazada —como pasó la mayor parte del tiempo. Su papá, don Felipe, además de múltiples negocios, hacía tepache, famoso por ser el mejor tepache de la región.
Elena murió muy joven, pero dejó la siembra del saber en aquel chiquillo al que a los cinco años ya le gustaba declamar y se aprendía poemas de memoria, como «El Cristo de Temaca».
Juan José cursó algunos años de primaria, desde luego no todos, porque aquellos eran tiempos difíciles. Terminada la revolución violenta siguió la Cristiada, con su estela de lutos y rencores. En Zapotlán hubo una escuela secundaria que nunca se cerró, la secundaria para varones. Juan José nunca estudió ahí, pero se hizo muy amigo del director, el profesor Chávez Madrueño. Se enorgullecía de no haber ido a la escuela y haberse hecho, por lo tanto, autodidacta.
En la numerosa familia Arreola —el menor se llamaba Roberto, pero todo mundo lo conocía por el apodo El Catorce— hubo varios talentos. En literatura, Juan José y varias hermanas que escribieron muy bien en prosa y en verso. En la cocina, las hermanas mayores fueron famosas por sus guisos, sus mermeladas, sus cuernitos de crema y sus duraznos prensados, que no tenían igual. La tienda La Primavera todavía es un atractivo turístico para quien pasa por ahí. En la mecánica, los hermanos mayores eran excelentes, no sólo hacían trabajos en el pueblo, sino también en Tuxpan, Zapotiltic y Atenquique, una fábrica de papel fundada y dirigida por don Enrique Aniz, un judío de la Europa Central.
La adolescencia de Juan José fue de trabajo, viajes y aprendizaje. En su libro El último juglar, Orso, su hijo, relata con detalle todas las tareas en las que de muchacho trabajó. Vendió pollos, chancletas y todo lo que pudo. Pero su ilusión entonces no era tanto la literatura como la actuación. Quería ser actor. Era un muchacho flaco, de pelo rizado, muy inquieto.
Claro que les hizo la corte a varias muchachas del pueblo, que lo aceptaban con gusto porque era muy agradable y buen conversador, pero… ¡no sabía bailar! Y es que había dos temporadas: el tiempo ordinario, tranquilo y sin grandes eventos, y la feria de octubre, fiesta religiosa y popular, y entonces se desbordaban la alegría, los bailes y las corridas de toros. Había Reina de la Feria, Reina de los Charros… y las muchachas ¿qué iban a hacer con un novio que no sabía bailar? Era el fin del romance. Las aficiones de Juan José eran el ajedrez y el tenis de mesa, actividades ambas en las que era muy bueno.
A los diecinueve años fue a la Ciudad de México a estudiar actuación con un maestro que se llamaba Seki Sano. Tenía madera, voz, una excelente memoria, y le encantaba actuar. Alguna vez me dijo: «Cuando yo leo un libro, lo puedo reconstruir, por eso leo poco»; esto no era totalmente cierto, porque sí leía mucho.
Después de estudiar actuación volvió a Zapotlán y ahí duró varios años. En ese tiempo se dedicó al teatro. Tenía dos ilusiones: ser actor y aprender francés, pues soñaba ir a París y trabajar en la Comédie Française.
En esos tiempos se hizo muy amigo de mi madre, que hablaba muy bien francés, y de Josefina, una elegante dama del pueblo que también lo sabía. Ellas le prestaban libros que Juan José devoraba sin entender muy bien, pero haciendo un esfuerzo que le valió, si no el dominio, por lo menos la comprensión del idioma.
Mi madre y el padre Sánchez, rector del seminario, organizaron una compañía de teatro con Juan José de director y de actor principal. Esa compañía duró varios años e hizo la felicidad de los participantes, que eran muchachos sin ninguna noción de actuación, pero con la dirección de Juan José se superaban. Se ponían obras sencillas del gusto popular, obras de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Martínez Sierra; obras como Pueblo de las mujeres, El genio alegre, El patio andaluz. Una vez se atrevió con García Lorca, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores.
El Teatro Velasco era muy rudimentario: los asientos eran bancas de iglesia, el telón, dos cortinas que un amable participante del público recorría, y los boletos costaban dos pesos.
Por aquel entonces, Juan José se enamoró de Sarita, una linda muchacha de Tamazula, y después de un accidentado noviazgo se casaron. El viaje de Zapotlán a Tamazula era pintoresco, se iba en tren y luego se cruzaba un río en chalán, tirado por cuerdas desde el otro lado de la orilla.
Justo en ese año, 1945, se celebraron los cuatrocientos años de la fundación de Guadalajara, con grandes fiestas. Al Teatro Degollado vino nada menos que la compañía de la Comédie Française, dirigida por Louis Jouvet. Por supuesto, Juan José iba diario a las funciones, que eran de gala. Asistíamos con vestido largo de ceremonia, sin entender gran cosa, pero los entreactos eran muy divertidos porque salíamos a encontrarnos con las amistades para tomar champaña.
Claro que Juan José se puso en contacto con Louis Jouvet y le expresó su deseo de trabajar en la Comédie. Jouvet, entre impresionado y divertido por la petición de aquel muchacho con esas aspiraciones, le dio una tarjeta. «Si vous allez à Paris, cherchez moi». Juan José guardó aquella tarjeta como el más preciado tesoro. ¿Cómo se fue a París?… No sé… Pero se fue. Se contactó con Jouvet y le dio un papel en la Comédie. Fue un papel secundario, no podía actuar de protagonista en Ondine o en L’anonnce fait a Marie, pero cumplió su sueño de pisar los escenarios de la Comédie y lucir un poco su francés aprendido en Zapotlán.
Regresó a su país y pronto se trasladó a la Ciudad de México, donde había más oportunidades para un joven escritor. Con Sarita tuvo tres hijos, a los que nombró como grandes músicos o literatos: la mayor, Claudia Berenice, por el gran músico Claude Debussy; luego Orso, en memoria de Ursus, el de las tragedias griegas, y al final Fuensanta, en recuerdo de su admirado López Velarde. Tuvo un hijo con Elena Poniatowska, del que nunca volvió a saber nada.
En la Ciudad de México ya comenzó a escribir sus principales obras, Varia invención, Bestiario, y su obra maestra, La feria.
Lo que sucedió después, su trabajo, sus viajes, sus escritos, sus premios, su vida en general, está muy bien relatado por su hijo Orso. Aquí sólo quisimos hacer un pequeño recuerdo de su juventud en Zapotlán, el pueblo que siempre amó y del que con orgullo decía: «Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande».