El Premio Nobel de Literatura 2001, Vidiadhar Surajprasad Naipaul (Trinidad y Tobago, 1932), jamás dejó de intrigarse por la «aterradora vastedad de la India», tierra de sus antepasados. Si bien gozó de una infancia caribeña, una juventud londinense y una plenitud adulta marcada por los viajes a los lugares más recónditos del globo —siempre con regreso a Inglaterra, patria adoptada donde llegó a ser nombrado caballero—, es cierto que dedicó buena parte de su trabajo ensayístico al entendimiento de sus orígenes.
Naipaul no hablaba hindi, pero lo entendía. En vano trató de reconstruir durante su infancia los ecos del país que sus ancestros dejaron atrás. Poco fue lo que sacó en claro. Aquellos migrantes que viajaron de la India a Trinidad y Tobago entre 1880 y 1917 sólo recordaban de su inmenso país, a lo mucho, «una estación de tren». La memoria de su civilización la empacaron en una valija libre de anécdotas: la lengua hindi, el sistema de castas, el calendario, los rituales o la religión.
Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se volvió más sencillo viajar de un continente a otro, los trinitarios que podían costeárselo, entre ellos Naipaul, se enfrentaron con la viva imagen del país asiático sin vagas idealizaciones. El choque para algunos fue demasiado fuerte. En «Mirar y no ver: la manera india», Naipaul relata el viaje que realizó su madre a Mahadeo Dubeka, la aldea de sus ancestros. Sobra decir que no logró adaptarse a las costumbres, le fue imposible mirar y no ver lo que sucedía, tuvo un cortocircuito desde que la invitaron a tomar el té:
Al fin apareció el té, de un color turbio, oscuro, en una tacita de loza blanca. A modo de gran despliegue de cortesía, la señora que se lo servía limpió el borde de la taza con la palma de la mano. Y de repente, alguien de entre aquellos familiares de hacía cien años recordó que había que ofrecer azúcar con el té. Mi madre dijo que no importaba, pero los grisáceos granos de azúcar se presentaron en la palma de una mano y esa mano los deslizó en el té. Y la misma persona, cortés hasta lo indecible, se puso a remover el azúcar con un dedo. Ahí es donde acaba mi madre el diario sobre la visita a la aldea ancestral de su padre. Lo acabó en mitad de una frase, incapaz de aguantar el dedo que removía el azúcar en la taza de té.
No es que la madre de Naipaul se deslindara de su identidad colonizada, sino que adoptó una versión menos compleja en la isla caribeña y, en aras de esta simplificación, se mimetizó sin resistencia con sus colonizadores. Por eso resulta paradójico que fuera un ciudadano británico el que a principios del siglo xx diera con el quid de la cuestión.
En 1925 Aldous Huxley acudió a la conferencia del Congreso Nacional Indio, cuenta Naipaul, y al ver a ese hombre santo vestido con un chal y un dhoti que ya era mundialmente conocido como Mahatma Gandhi, se plantea si no será que en la India se consiente que lo externo sea meramente lo externo. Esto quiere decir, a diferencia de lo que vio la madre de Naipaul, que los indios no reparen en un vínculo entre las condiciones austeras o poco higiénicas del exterior y la riqueza y pulcritud de su interior.
Naipaul admiraba la figura de Gandhi tanto como a Buda, el príncipe que abandona el palacio para descubrir la enfermedad, la vejez y la muerte en las afueras de la ciudad. Sin embargo, el trinitario busca una imagen humanizada del Mahatma, considerando que si se trató de un líder tan importante para la historia fue porque se atrevió a ver a su país directamente a los ojos, mirarlo de verdad, no mediante idealizaciones ni prejuicios. A su vez, el personaje de Gandhi, a los ojos de Naipaul, se individualiza al rastrear las claves de sus costumbres y mecanismos de lucha como aprendizajes empíricos y no como rasgos de una cultura milenaria.
El ayuno, por ejemplo, le viene a Gandhi de herencia por los rituales supersticiosos de su madre. «Durante las incesantes lluvias del monzón, [la mamá de Gandhi] podía prometer no comer si no veía el sol. Los pobres niños esperaban a que se rompieran las nubes. Si asomaba el sol, corrían hacia su madre con la buena noticia. Ella salía a comprobarlo, pero entonces a lo mejor se había vuelto a esconder el sol, y decía alegremente: “No importa. Dios no quiere que hoy coma”».
Como buen viajero incansable, Naipaul vincula los ideales de Gandhi con sus fuentes bibliográficas y ciertas decisiones caprichosas que tomó de acuerdo a sus experiencias viajeras en Inglaterra y Sudáfrica: «Gandhi había bebido de muchas fuentes, algunas muy extrañas: no sólo Ruskin, Tolstói y Thoreau, sino las burdas ideas religiosas de su madre, la Asociación Sin Desayuno de Manchester y las normas carcelarias de Sudáfrica».
La India, bajo el tamiz caribeño-oxoniense en los ojos de Naipaul, se reinventa, al igual que todos su libros, con la perspectiva del colonialismo y el entendimiento de la rebelión como uno de los grandes temas de la literatura. El Premio Nobel admiraba tanto a Mahatma Gandhi sencillamente porque se atrevió a hacer las cosas a su manera, sin dejar que le impusieran una visión.
Lo que me lleva indirectamente a mí, un escritor mexicano (país que tampoco se ha deslindando del yugo colonial) a comparar esa perspectiva de la literatura india con el estado actual de la literatura mexicana. A continuación, propongo al lector intercambiar el nombre de la India por el de México para sacar en claro por qué ambas literaturas se encuentran hoy en día atascadas.
Según lo entiende Naipaul, en la literatura de la India falta ese rasgo de rebeldía que perseguía Gandhi al hacer las cosas a su manera. En su mayoría se imitan modelos occidentales que gustarán al ojo victimista que anhelan las industrias editoriales norteamericana y europea cuando se habla de países del tercer mundo. «Hay que plantear la cuestión, porque jamás se ha creado así una literatura nacional, a costa de tal alejamiento, con el que los libros los publica gente de fuera, los juzga gente de fuera y en gran medida los compra gente de fuera».
Si observamos con esta lupa a la literatura mexicana nos daremos cuenta de que nuestros errores son semejantes. Nuestra literatura no se ha afianzado porque la sigue legitimando el ojo foráneo, llámese editoriales españolas, críticos de El País o The New York Times, o premios literarios del Primer Mundo. «¿Y qué hacer?», se pregunta Naipaul, «¿ser irlandeses o alemanes y regodearse en los juegos de palabras? ¿Ser sudamericanos y ver magia por todas partes? ¿Ser como el difunto Raymond Carver y fingir que no saben nada de nada?».
Los escritores —yo digo mexicanos de importación, Naipaul se refiere a los indios en el extranjero— «no es que ardan en deseos de decir nada; nada va a surgir con un estilo propio, y por lo general se limitan a imitar». O, en el caso de México, se limitan a venderle al Primer Mundo una buena dosis de folclor u horror latinoamericano, pero aún no se independizan del yugo porque no han generado su propio sistema de crítica, sus mecanismos de legitimación interna, como ellos (los países con grandes tradiciones literarias: Estados Unidos, Francia, Alemania) sí lo han hecho.
«La India», indica Naipaul (y ruego que el lector vea a la India y a México como sinónimos), «no tiene medios para juzgar. La India es dura y materialista. Lo que mejor conoce sobre los escritores y los libros indios son los adelantos y los premios. Hay poco debate sobre la sustancia de un libro o su calidad literaria o el punto de vista del escritor. En la prensa india se sigue hablando mucho sobre la escritura india como aspecto de un triunfo más amplio del país, pero apenas se conoce la crítica literaria como arte. Las críticas más importantes a un libro indio siguen importándose».
La perspectiva caribeña-oxoniense de V. S. Naipaul sobre la India no es sólo una forma excéntrica y peculiar de entender a la distancia a un país caótico, sino una lección estética y ética de cómo deberían afrontar las literaturas menospreciadas el complejo reto de consolidar su independencia.