A ojos del lector parecerá fútil comenzar una reseña con el aplauso de un libro por lo que dicho libro no es. Si las inclinaciones de su autor fueran más francesas, Elogio de la belleza atlética bien habría sido una historia de las mentalidades sobre nuestra cambiante fascinación respecto a los deportes; de ser más alemán su tratamiento, el énfasis recaería, probablemente, en un modelo pragmático de la interacción comunicativa entre atletas y espectadores; un poco cargado al academicismo norteamericano y nos habríamos topado ora con la deconstrucción de los mecanismos de dominio de la industria del entretenimiento en su vertiente más aeróbica, ora con uno de esos estudios culturales que narran la biografía de «objetos» cargados de sentido —lo cual, bajo el régimen del exceso de significado en que vivimos, podría ser cualquier cosa. Para nuestra fortuna, Hans Ulrich Gumbrecht no sólo es un buen especialista alemán en literatura francesa (entre otras) y catedrático en la Universidad de Stanford, sino que su libro se aleja con justicia de esos estilos del pensamiento.
Con cierta perspectiva, el profesor Gumbrecht perdería su excentricidad en el mundo de la academia al que estamos acostumbrados, para integrarse a un coloquio de eruditos cuya voz, además de alcanzar audiencias extramuros, nos llega con elegancia y claridad. Y si lo anterior fuera poco, su tono celebratorio lo separa de cuantos pensadores reducen la crítica a una forma autosuficiente de pesimismo. Para utilizar el título de Harry G. Frankfurt (vecino en el catálogo de Katz Editores) el autor tuvo suficiente valía para reflexionar sobre la importancia de lo que nos preocupa aunque se trate de un dominio tan intelectualmente menospreciado como el de los deportes.
Quizá sea por ello que este libro no dirá nada a quienes no gusten perder su tiempo viendo ESPN o asistiendo a los estadios. Quien no sea capaz de reconocer de antemano la belleza de un blitz en el futbol americano o de un súbito passing shot en el tenis, jamás aceptará que se utilicen nociones de Kant para dar cuenta de la experiencia estética que éstos producen. Aunque, por otro lado, quizá a los propios atletas y a sus seguidores más empedernidos, páginas como éstas —repletas de razonamientos delicados, de matices sofisticados—, tampoco. Si bien Sports Illustrated lo incluyó en su lista de mejores libros en 2006, no hay aquí ni los juicios categóricos sobre la superioridad de una u otra disciplina, ni el regodeo anecdótico, ni esa estrategia de legitimación con que se dota de aura artística a fenómenos que en primer lugar no la demandan.
Es difícil pronosticar las reverberaciones de este libro, pues no ofrece ni sistema ni teoría que facilite la labor de quienes deseen seguir su estela. Gumbrecht discurre a la manera de la medicina clínica: de la mano de una complejidad analítica que no pasa por alto la acuciosa observación de los casos individuales. Uno perdería bastantes iluminaciones de sintetizar lo que adelanta en cada página. Y es que su inteligencia posee cierta inasible plasticidad: sus definiciones siguen la noción de aires de familia de Wittgenstein; sus conceptos, antes que categorías, son una «caja de herramientas». Sabemos, por ejemplo, que considera inexistente la supuesta continuidad entre los deportes de la antigua Grecia y los de la era moderna (con la salvedad de aquéllos donde intervienen máquinas, que podrían ser equivalentes funcionales), que podemos observar ya sea como espectadores en modo de análisis o comunión, apolíneos o dionisíacos; deportes de cuyos practicantes nos fascinan sus cuerpos esculpidos, que enfrentan la muerte con entereza, alcanzan los más complejos potenciales del cuerpo; que son capaces de corporeizar determinadas formas reconocibles y que éstas produzcan epifanías. Pero la pertinencia de todas estas distinciones se aprecia en la medida que la historia, es decir, el caso concreto, ocupa el escenario.
Para percibir el justo peso de este Elogio necesitamos leerlo a la luz de las investigaciones que desde la década de los ochenta ha desarrollado Gumbrecht y cuyo programa explicita en Producción de presencia. Lo que el significado no puede transmitir (UIA, 2006). En ese libro desafía la tradición que hace del interpretar la práctica central de las humanidades y de donde se desprende toda una variedad de posturas «metafísicas» que dan más valor al significado de un fenómeno que a su materialidad. Esta fuga del campo hermenéutico y su consecuente cambio epistemológico permitiría a las humanidades alejarse de su enfermiza autorreflexión. Como corolario se tendrían las condiciones para dar cuenta de las tensiones en la historia entre una «cultura del significado» y una «cultura de la presencia». Esta última contrasta con la del significado en varias instancias: las personas se conciben a sí mismas como cuerpos (no mentes) y se sienten parte del mundo de los objetos (no observadores que se involucran con ellas sólo al atribuirles significado); más que intentar cambiar el mundo de los objetos, inscriben sus cuerpos y conductas en las regularidades que les son inherentes (por ello los eventos, antes que incidentes, son reincidencias). La cultura de la presencia, dado que los espacios se ocupan mediante la interposición de cuerpos y contra la resistencia de otros, es esencialmente violenta, y en ella se neutraliza la distinción entre seriedad y juego (o lo real y la ficción).
Desde la perspectiva de la presencia, los deportes son un modo específico de performance. La performance atlética se distingue de otras no tanto por su carácter competitivo, sino porque subsume la competición a la lucha por la excelencia con que se intenta llevarla a sus límites. Eso permite explicar cómo incluso tras la derrota de nuestro equipo predilecto podemos regresar a casa o apagar la radio satisfechos con su actuación, o cómo un boxeador es capaz de provocar admiración cuando cae a manos de su contrincante. Más aún, con ello también explicamos cómo a pesar de un alto marcador en un partido de basquetbol, podemos quedar descontentos y decir que algo faltó.
A partir de las nociones de presencia y performance atlética es que podemos comprender que lo que más le gusta a Gumbrecht del kendo sea que «nadie podrá confundirlo jamás con la expresión de significado alguno». De hecho, cada uno de los aspectos de la cultura de la presencia encuentra su manifestación en los deportes: un partido de futbol no es sólo un juego; quienes participan en él nunca se preguntan qué significa una pelota o qué se supone que deben hacer con ella: la tocan o la acarician; sus más altas estrellas no cambiaron sus reglas o, mejor dicho, si lo decimos se debe a que traspasaron aquello que creíamos posible dentro de su marco; finalmente, sin la violencia no podría existir. La idea de elegancia, como cuando celebramos el regateo de Zidane, se refiere al estilo con que la violencia de otros se elude.
Llegados a este punto, cualquiera pudiera preguntarse dónde comienza el elogio de Gumbrecht. Desde el inicio, el autor advierte que el origen de su libro viene de la gratitud hacia todos aquellos atletas que lo han hecho vivir momentos de intensidad, epifanías que al ocurrir nos alejan de lo cotidiano y provocan un sentimiento de pérdida de control. El secreto de su elogio está en llamar nuestra atención sobre ciertos fenómenos y nombrar aquello que disfrutamos. Pensamos en el piropo, quizá el género más popular y breve de discurso elogioso: algo lo es no por la función que cumple sino por su efecto, la capacidad de traer a cuadro una cualidad.
Podemos imaginar las sensaciones de Gumbrecht como espectador cuando justifica ampliar el canon de los objetos de la experiencia estética para dar cuenta de las epifanías que produce la belleza atlética. Nos dice: «Ver que ocurre ocasionalmente aquello que no tenemos derecho a esperar, bien podría ser eso a lo que estamos abiertos cuando, perdidos en la intensidad de concentración, estamos mirando deportes». Aunque a primera vista podría parecer una reformulación del imperativo expect the unexpected, hay razones para considerarlas su exacto contrario: para Nike lo imposible es una precondición del espectáculo; en él sólo caben las constelaciones de estrellas y no los dioses caídos.
Resulta, entonces, sintomático que Gumbrecht terminara su elogio con una colección de vidas mayúsculas donde hace la crónica de su paulatina disminución, de la vida corriente que sigue a la vida heroica cuando nuestros atletas se retiran. La gratitud de Gumbrecht, que no llegará a oídos de sus ídolos, esa gratitud tan sin objeto como privada, es necesaria porque así lo exige la gloria pasada, presente y futura de tantos atletas; al mirar deportes «podemos disfrutar, en nuestra imaginación, de ciertas vidas que no tenemos ni el talento ni el tiempo de vivir».
Estoy particularmente agradecido de que ése fuera el caso para el profesor Gumbrecht, pues sólo así ha llegado este discretamente agudo libro hasta nuestras manos. Sólo cuestiono una pequeñez. Gumbrecht rechaza que mirar deportes sea una forma proustiana de placer, de rememorar los buenos viejos tiempos. Sí, nos comenta, hay recuerdos que tenemos grabados en las mentes y los cuerpos. Tales recuerdos intensificarán los eventos que veamos en determinado presente y, a su vez, dichos eventos recargarán nuestros recuerdos; aun así, éstos no dejan de ser algo secundario en los deportes. Lo importante es estar cuando las cosas ocurren. No obstante, creo que al adquirir nuestros boletos o contratar una transmisión por satélite estamos comprando en realidad una opción de futuro. Porque entre tantos y tantos minutos muertos perfectamente olvidables, tanto gasto innecesario, nos motiva un solo anhelo: presenciar ese «momento repentino que al ocurrir comienza de manera irreversible a desaparecer», un momento de intensidad que nosotros querremos conservar para hacer más llevadera la larga espera por delante.