La hora feliz / Vicente Quirarte

Hora feliz se llama el breve lapso en que se cobra al dos por uno: tiempo al que pocos privilegiados tenemos acceso porque es el laboral, obligado, casi siempre mercenario. No es la hora de los borrachos, sino del borracho solo. La hora de hacerse preguntas que antes formulamos, entonces sin hallar respuesta, ante la mirada en seco del psicoanalista. Por tal motivo, el bar de Sanborns es en ciertas horas el más barato y el mejor para escribir. O simplemente para estar.
     Por una razón que antes no me explicaba, sólo aquí pido la pareja formada por el Herradura blanco y la cerveza Bohemia. Sin embargo, mientras el agua que corta, la espuma y el oro líquido se hacen parte de mi cuerpo y consuman su plenitud sobre derrotas de la semana, recuerdo que las extrañas ocasiones en que mamá bebía, la cerveza Bohemia era su invariable elección. Mamá convertía toda la vida en dos por uno. Mientras sus hijos y su marido nos afanábamos en combatir el tiempo, para que como huésped incómodo se fuera, ella lo expandía, le daba sentido, con una sabiduría que Baudelaire no se atrevió a intuir. Esperaba cada mañana litúrgicamente la hora de Los Beatles y los escuchaba, aunque nunca aprendió inglés, como si fueran cantos gregorianos.
     A lo largo del año escolar 1986, mientras fui profesor visitante en Austin College, me enviaba puntualmente por correo Proceso y La Familia Burrón. En esos tiempos prehistóricos anteriores a la red era su forma de mantenerme en comunicación con México, pero también con la parte más profunda de lo que como familia éramos. Los Burrón eran parte de nosotros, al igual que seres y objetos del barrio de La Lagunilla, donde nacimos y nos criamos: los pisos y muros de piedra irregular de las que antiguamente fueron fastuosas construcciones —éstos fueron palacios—, los patios en que el mundo era ancho y nunca ajeno, las azoteas como quinta fachada y el lugar más próximo al cielo. Las revistas llegaban acompañadas de una carta con la letra grande, fresca y clara de mamá. Se llamaba Luz, pero mis hermanos y yo comenzamos a llamarla Gamucita: su cabello blanco y restirado, sus anteojos y su figura cada día más menuda nos recordaban físicamente a doña Gamucita Botello de Pilongano, madre sufrida y abnegada del poeta Avelino Pilongano, autor, entre otros títulos, de Aquelarre de neuronas y El círculo cuadrado de las amibas.
     Mamá lloró como ninguno de nosotros la muerte de mi padre. Lloraba por él, pero más por ella, por lo que les había faltado, por lo que de su marido nunca tuvo. «Lo mejor del matrimonio es la viudez, aunque uno sea el muerto», predicaba el gran Alí Chumacero. Con la muerte de mi padre, mi madre vivió su nueva juventud: en la plenitud de sus sesenta años, subía ágilmente las escaleras del metro; iba sola a una sala de cine a ver la película The Warriors, rodeada por bandas urbanas en los asientos vecinos; depositaba puntualmente el abono de la Enciclopedia Británica, cuando la convencí de que era la mejor inversión que podíamos hacer para el futuro, antes de que la era cibernética intentara tomar por asalto esa trinchera.
     Una imagen me queda del momento en que, sin derramar una lágrima, mamá lloró verdaderamente a papá. No a ella en él, sino al hombre que amó, despreció, perdonó y volvió a amar. El hombre tan distinto a ella, tan arbitrario e injusto. Tan constante. Varios años después de la
muerte de papá, mamá y yo estamos viendo, sin nadie más en casa, la adaptación al cine de Sostiene Pereira, de Antonio Tabbuchi. Al ver a Marcello Mastroianni en el papel del personaje desilusionado y abúlico de la novela, excedido de peso en cuerpo y alma, melancólico y vencido, descubrimos su asombroso parecido con papá. «¿Llevas dinero?», era la pregunta invariable de la esposa de mi padre. Y esa pregunta se la hizo aquel 13 de marzo de 1980 en que lo vio con vida por última vez. Quería decirle además que regresara, que le iba a planchar el traje, pues se iba a la Universidad con las mismas arrugas del heroico traje de combate que Mastroianni luce en la película, bajo el calor humillante y bochornoso de Lisboa. Mamá hubiera querido planchar el alma a papá, aunque en el fondo sabía que dentro de él ya sólo brillaba un sol oscuro. Cuando en la parte final de la película tomé la mano de mamá, sin decirle nada le decía que la parte sobreviviente del nosotros era como el nuevo Pereira que, libre de kilos y de anteojos, rejuvenecido por el amor al prójimo, era el Martín Quirarte que nos queda: no el enemigo mortal de sí mismo sino el hombre generoso y altruista que se daba a los otros.
     Doña Luz murió de modo imprevisto a sus ochenta y cinco años mientras escuchaba a Wolfgang Amadeus Mozart. Exteriormente en paz, aunque dentro de ella tuvieran lugar catástrofes biológicas que destrozaban de manera definitiva su prolongada, envidiable fortaleza. La primera de nosotros que se iba en su cama y se apagaba en paz. No he podido llorarla porque no me duele, y eso también le debo reprochar. Tuvo siempre la suprema elegancia de estar sin notarse. Ser la última en dormir y la primera en conocer el alba. Enfrentar la desgracia con resolución nacida de un estoicismo natural, sin adjetivos. Aun así, el dolor que no me deja es haber tenido que decirle frente a frente que su hijo mayor ya no existía. Verla quebrarse así.
     El 11 de mayo de 2011, mis hermanos, mis sobrinos y yo nos reunimos en la notaría para ultimar los detalles de la venta de la casa que habitábamos en la Colonia Roma. Ese día se cumplieron trece años del día en que sepultábamos a Ignacio, el mayor de mis hermanos. En la coincidencia leo el término de un ciclo, el cierre de un circuito. Nuestro hermano Ignacio se fue de entre nosotros, a los cuarenta y siete años, el 9 de mayo de 1998. Se suicidó a la edad de Lovecraft, de Pessoa, de Musset. Temprano todavía para irse. Tarde para empezar de nuevo.
     A partir de esta decisión de otro miembro de la tribu nos dimos cuenta de que era imposible bajar la guardia; había que blindarse otra vez contra el enemigo latente, contra la que William Styron llama oscuridad visible en un libro que se convirtió en mi lectura obligatoria y devoro con la avidez de la primera ocasión, como si de una medicina milagrosa se tratara.
     El perro amarillo nace en la calle. Es solitario, estoico y resistente. Siempre hay alguien que le tiende la mano. Por eso la frase «Suerte de perro amarillo» debe mover más a admiración que a lástima. La metáfora describe inmejorablemente a mi hermano Ignacio. Nació con ese sino y creció con una excesiva presión por parte de papá. Una es la persona que nos procrea a un número de hijos, pero cada uno tendrá un padre distinto, lo vivirá a su propia manera. Así sucedió con nosotros. Mi padre concentró en su primogénito todas sus frustraciones —el amor y la cólera— y no hubo jamás comunicación —menos comunión— entre ellos.
     Ignacio. Mi hermano mayor que todo lo sabía: dinosaurios, el funcionamiento de un auto de carreras, la letra en inglés de las nuevas canciones, distancias entre los planetas, el hombre de Tepexpan en el Museo de Historia Natural del Chopo. Cuando me confesaba no tener respuesta a mi pregunta, reacio a admitir su falibilidad, yo insistía: «¿Y calculándole?».
     En la única fotografía infantil donde estamos juntos, a sus cinco años Ignacio es un rocanrolero de avanzada: ultrapeinado con brillantina y un suéter que se afana en mantener su dignidad de nuevo. Yo, de dos años, basto, guandajo, el pelo chino y revuelto, como Silvestre Revueltas crudo y acabado de despertar, en una fotografía que conserva, devoto, Eusebio Ruvalcaba. Ignacio me toma de la mano y sonríe complacido a la cámara. Yo manifiesto la hostilidad y la mala cara de todas mis imágenes infantiles. Al reverso, una mano que no es de mi madre ni mi padre escribió, para dar constancia del hecho: «Chentito y Nachito». ¿En qué momento se rompió el pacto? ¿Cuándo logró el Señor Hyde inocular en su sangre ese filtro incapaz de regresarlo a la luz? ¿Cuándo mi hermano y yo dejamos de tomarnos tangiblemente de la mano, se bifurcaron los senderos y él se dejó vencer por el demonio al que cada uno y en grupo debíamos vencer? Defectos horribles, corregibles, escribía sistemáticamente en un cuaderno, y trataba de resolver los que más lo torturaban.
     El suicida es un instrumento de precisión, una máquina de matar, su propia, infalible guillotina. La carta dejada por Ignacio se hallaba en su impresora. Ni siquiera la sacó de la máquina. Después de su muerte, ante mis inevitables sentimientos de culpa, el doctor Miguel Matrajt hizo la analogía del suicida con la máquina: una moledora de carne está concebida para llevar a cabo una función, pero igualmente triturará cuanto se le ponga enfrente. Nada hubieran hecho mis visitas, mis buenas intenciones, nuestras carreras por Ciudad Universitaria, donde el movimiento era el inmediato y eficaz remedio contra la melancolía. «Si usted hubiera podido comprarle un departamento en la Quinta Avenida de Nueva York y le hubiera depositado un millón de dólares al mes, ¿lo habría salvado?». Vanidad del que sigue aquí. Si a la muerte de papá la vida se convirtió en sustituto inevitable, a lo que contribuyó considerablemente el sol del nacimiento de Anabel, nuestra primera sobrina, mi ahijada, la partida de mi hermano convirtió todo lo brillante y nutricio en materia de duelo y de dolor.
     Tres veces lo vi muerto. La primera, cuando entré con un cerrajero a su departamento y al darme cuenta de que la vida ya no estaba con él, instintivamente, como en los días de la niñez, le toqué el hombro desnudo y aún caliente. La segunda, al regresar con los agentes judiciales, cuya vulgaridad inevitable se volvió solidaria, aliviaba el dolor paralizante y obligaba a la acción: ayudar a descolgarlo me hizo entender la importancia de que los deudos sean partícipes de la que de otra forma dejaría de ser una ceremonia. La tercera, cuando al final del día más largo de mi vida, ya muy entrada la noche, reconocí su cuerpo. En la sordidez natural del Semefo, en ese lugar que parece subrayar toda la fealdad y miseria de la Ciudad de México, al mirar su cadáver y mover afirmativamente la cabeza dije que sí era él mi hermano, que había sido, aun en ese tiempo presente, inacabable, que enseña a respirar con más respeto. Comprendí las palabras de Raymond Carver en su cuento sobre la muerte de Anton Chéjov. La esposa del escritor solicita quedarse un momento a solas con el cuerpo. Más tarde escribirá: «No había voces humanas, ni sonidos de todos los días. Había sólo belleza, paz, y la grandeza de la muerte».
     Cuando Ignacio decidió quitarse la vida, en el mensaje que nos dejó menciona que creía tener la misma enfermedad que papá. Los sobrevivientes del naufragio queremos, necesitamos que nos digan lo que tiene el de nuestra estirpe, para tratar de entender el comportamiento de esa larva que crece, implacable e invisible, dentro de nosotros, aunque luego significante y significado pierdan sus conexiones. Lo que sí me fue posible atestiguar varias veces es la manera tangible, brutal, definitiva en que golpeó a mi hermano: los Quirarte sabemos reconocer, como los animales ventean a su depredador, el instante en que llega, para posarse en nuestra espalda y no soltarse, la bestia de la abulia y la parálisis. No transcribo íntegramente la carta de mi hermano. La conservo y la he leído innumerables ocasiones, pero, como escribe Marc Etkind, las notas suicidas no deben ser leídas por extraños, a menos que circunstancias especiales las conviertan en documentos públicos. Espigo solamente lo que puede servirnos a los que aún estamos de este lado: tres veces mi hermano dice que no puede con la vida. Tres veces se disculpa por lo que está a punto de hacer. La misma reiteración, desesperadamente lúcida, aparece en la carta que Virginia Woolf dejó a su marido el 28 de marzo de 1941 antes de arrojarse al río, provista de piedras que la ayudaran a garantizar su muerte:

Mi más amado:

Otra vez tengo la certeza de que me estoy volviendo loca. Siento que no podremos pasar por otra de esas temporadas terribles. Y ahora no me voy a recuperar. Empiezo a escuchar voces y no me puedo concentrar. Así que hago lo que me parece que es lo mejor que puedo hacer. Has sido en todos los sentidos más de lo que nadie podía ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices antes de que llegara esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí podrás trabajar. Y sé que lo harás. Ves que ni siquiera puedo escribir esto propiamente. No puedo leer. Lo que quiero decirte es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido completamente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decir esto —todo mundo lo sabe. Si alguien hubiera podido salvarme ese alguien hubiera sido tú. Todo se ha ido de mí excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida. No creo que dos personas hayan podido ser más felices de lo que hemos sido.

En Nueva York, después de la muerte de mi hermano carnal, largas conversaciones con Frédéric-Yves Jeannet, hermano por elección. Unidos por la admiración común a Jean-Arthur Rimbaud y el suicidio de nuestros padres, la nueva herida causada por la decisión de Ignacio nos obligaba, necesariamente, a reinventar la vida, como exigió el maestro. «Yo no puedo pensar en suicidarme, porque a mí ya me lo hicieron antes». Frédéric lo dice plenamente convencido, él que ha resistido embates de la Oscura Señora y ya rebasó la edad de los 37 años que tenía su padre cuando abandonó este mundo.
     Los hijos de suicida vivimos con una espada encima. Nos indican una ruta de salida. Nuestro doble trabajo consiste en explorar otros senderos. En el cuento «Hansel y Gretel», de los hermanos Grimm, los niños perdidos en el bosque logran volver a casa gracias a la previsión de haber señalado el camino con piedras. La segunda vez no pueden reconstruirlo porque los trozos de pan esparcidos para marcar el regreso han sido comidos por los pájaros. Aunque no se lo proponga, el suicida traza para los suyos un camino. Los sobrevivientes lo reconstruyen, acaso también sin proponérselo; al mismo tiempo buscan y propician la llegada de pájaros del alma que borren los indicios del sendero que conduce al encuentro fatal con el espejo: no el que refleja lo que somos, o lo que creemos ser, sino el que pierde la batalla contra la mitad siniestra que acabará con nosotros, ese Señor Hyde embrutecido por el miedo y la impotencia ante una vida que no tiene otro remedio que aniquilar.
     Estamos en el piso 29 de un edificio en la calle 83. Debajo de nosotros se despliega la ciudad. Mi padre se arrojó desde un puente ridículamente bajo. De no haber obtenido la gloria y el alivio de la muerte, lo hubiera esperado una humillante invalidez. Abajo palpita la vida y palpita en nosotros. Somos dos mínimos participantes en la gran representación. No somos imprescindibles para el mundo ni primeras figuras, pero en este momento somos los primeros hombres en el mundo. El suicida descubre que es el último hombre sobre la Tierra, pero también, cuando algo muy dentro de sí le dice que el fin de sus dolores ha llegado, tiene un instante de plenitud que lo hace dios y creador de sí mismo, poderoso y omnipotente. Como el escritor cuando logra vencer ese no sé qué que lo mantiene vivo y al que es necesario matar para otorgar la vida.
     La nevada doblemente extraordinaria que cayó entre el 10 y 11 de enero de 1967 en la Ciudad de México está ligada a Ignacio porque nunca lo admiré como entonces. Mi padre nos había enviado a la biblioteca del Museo de Antropología para transcribir unos microfilmes. Ignacio era el caballero y yo su escudero. Como excelente y pulcro mecanógrafo que era, tecleaba mientras yo leía, en un libro barato e invaluable, A Study in Scarlet. Frente a su máquina del tiempo, mi hermano hacía vivos los trabajos y los días de héroes mexicanos. Afuera, Chapultepec nevado era Londres y salíamos, pubertos Holmes y Watson de Anáhuac, a soportar temperaturas inéditas, a convertirnos en pequeñas locomotoras que invadían el aire con su vaho personal, irrepetible. Creo que entonces conocimos verdaderamente la felicidad.

«Manito», nos decíamos, cuando el cariño no conocía barreras ni convenciones, cuando la palabra hermano aún no nos hacía enemigos ni parientes incómodos. Ya no nos dábamos la mano, como en la fotografía infantil, pero cuando emprendíamos nuestras sistemáticas exploraciones por la ciudad, su mano mayor iba en mi hombro, la mía en el de Javier, mi hermano menor. Manito. Caminábamos dueños de la ciudad, queriéndolo todo, necesitando nada. Invencibles.

 

 

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