La gran salida

Abril Posas

Guadalajara, Jalisco, 1982. Su libro más reciente es Esto no es una canción de amor (Paraíso Perdido, 2020).

Baby, baby, ain’t it true 
I’m immortal when I’m with you

PJ Harvey

A Mariadaniela le amanecían los lunes mientras iba en el camión hacia el jale. Para ella, la salida del sol era un espectáculo mediocre porque a esa hora comenzaba a asentarse la nata del smog a las afueras de la ciudad, no importaba si era verano o invierno, y no había señal alguna de nubes mágicas, con formas divertidas o poéticas, ni colores imposibles en el cielo, sólo el beige uniforme que no permitiría discernir entre la neblina o la mugre que respiramos sin darnos cuenta. Nada más había un ligero cambio entre el beige más claro, tocado por la luz de la mañana, y el beige más oscuro, allá donde todavía seguía siendo de noche.

Los lunes debía salir más temprano de su casa para ir a lo que llamaban Tianguis de lo Ajeno —el nombre no era oficial, aunque sí aceptado por todos los que vivían en la ciudad—, un mercado improvisado en el centro donde se venden los botines de los atracos del fin de semana para quienes buscan artículos de segunda mano más baratos que en las tiendas donde sí pagan impuestos: celulares, computadoras, radiocomunicadores, lámparas, bolsas de marca y de imitación, lentes de diseñador, ropa, taladros. Una vez llevaron un auto robado, pero el gremio de las partes robadas de la 5 de Febrero se puso bravo, porque el acuerdo era que no se metieran con la chamba de ellos, que ya contaban con reputación por ser especialistas en conseguir refacciones de automóviles para quienes se preocupan más por reparar el coche que por la integridad de las piezas. 

Mariadaniela se encargaba de encontrar los electrónicos que pudieran venderse más rápido en la esquina de Alcalde y La Paz, ahí cerca del emepé, para que su bandita pudiera llegar al fin de semana y empezar el ciclo de nuevo. A veces encontraban trabajitos en alguna mudanza, en la obra de un edificio que le urgía terminar porque no contaba con el permiso adecuado para construir, repartiendo lonches de la tiendita o apartando lugares en las zonas más bulliciosas para los conductores que nada más necesitaban cinco minutos —dos horas— en el banco. Eso no alcanzaba para nada. Tampoco es que ganaran la millonada con los celulares robados, que muchas veces tenían la pantalla estrellada después de la lucha entre las manos de la persona que pagó diez veces por lo que Mariadaniela obtendría en la esquina de siempre. Pero así es esto, gruñía cada semana.

El acta de nacimiento que alguna vez llevó a la secundaria cuando la inscribieron dice que Mariadaniela tiene veintidós años, pero el cuerpo dice otra cosa. Una vez fue a una de esas oficinas donde trabajan universitarios recién graduados que se pasan el día acomodando letras y fotos en carteles para vender uno de esos teléfonos que nunca podrá comprar. Estaban remodelando el primer piso del edificio y le pagaron por recoger el escombro que salió de quitar las losetas del suelo para verter puro concreto. Es que son minimalistas, explicó el arquitecto de obra. Ah, órale, asentó la chica tratando de calcular qué tan minimalistas serían los precios de los tenis, los lentes y las bolsas de la gente que pasaba el día entero frente a las computadoras. ¿Cuántos años tienes, le preguntó uno de los jefes que la vio en la cocina tirando el empaque del Lonchibón que acababa de comer. Veintidós, le dijo con la boca todavía llena. Una diseñadora, que pasó por ahí y escuchó la interacción, se detuvo un instante para darle un buen vistazo. Seguro las dos pensaron lo mismo, pero desde puntos contrarios: Mariadaniela se veía más ruca; la diseñadora debía ser unos ocho años más vieja que ella, y sin el acta de nacimiento de por medio, nadie iba a creerle que la treintona era otra. Lástima que el documento estaba ya perdido en la burocracia de la escuela a la que nunca volvió, ni cómo argumentar ante el cabello fino y alborotado, lleno de cal en ese momento. Se confundía con canas. O las patas de gallo y las marcas junto a su boca, de tanto sol y nada de tratamientos faciales de media hora todas las mañanas y antes de dormir. Flaca, pero sin curvas; manos un poco callosas, aunque se pintaba las uñas de muchos colores. De todas formas el esmalte le duraba poquito, porque se mordía las uñas cuando hacía cuentas en la mente para calcular el costo adecuado de sus ventas o eso de juntar escombro le arruinaba el manicure casero. Las manos de la diseñadora eran perfectas, desde el color verde pastel de las uñas, hasta la evidente suavidad del dorso: los raspones no habían ocurrido ahí jamás.

Algo pasó entonces, porque después de ese día le costó más esfuerzo hacer lo que siempre hacía.

Tal vez no era que su cuerpo le doliera, sino que ya no era tan sencillo fingir que no le importaba vivir más allá de las afueras, o tener que tomar siempre tres camiones para ir a donde había chamba, agua potable o alumbrado público. A los quince se había prometido que el descanso de la escuela sería mientras ahorraba para rentarse un departamento en el centro y empezar de nuevo. Siete años después, seguía en la casa que había sido de sus padres, con un servicio de agua municipal intermitente, lámparas de halógeno y tres candados para sentirse segura. Hace no tanto un poco de piedra le hubiera ayudado a que no le importara nada, mientras su mente no recordara. Sin embargo, eso de despertar en quién sabe dónde con quién sabe quién dejó de ser su actividad favorita y se decidió por la abrumadora sobriedad, solamente para no aparecer un día en los periódicos por las razones de siempre. 

Necesitaba otra gran salida, pues.

Uno de esos lunes del Tianguis de lo Ajeno, agarró varios teléfonos, pero sólo uno de ellos venía con todo y cargador. Me lo apañé en un bar culero de por allá, le contó el tendero de esa mercancía. Mariadaniela lo vio como oportunidad, porque no estaba visiblemente dañado, podía recargarlo si le salían chambitas en la semana y, quién quita, hasta podía aprender a hacer esas tranzas para robar datos de tarjeta de crédito y se acababan los problemas. Así que se lo quedó. Es mi comisión, le explicó a la bandita en cuanto entregó todos menos ese para la vendimia. Los demás sabían que se lo merecía, porque era la única que se levantaba muy temprano para apañar lo mejor y jamás la acompañaban ni le hacían paro. No hubo discusiones. De inmediato fue a una de las plazas de la tecnología más cercana y le pidió a uno de sus compas que le desbloqueara el aparato y lo reseteara. Ya le urgía tomar fotos, videos, ver series y películas. Escuchar música. Claro. Cuando era más pequeña, tenía un walkman que alimentaba con cassettes pirata, pero lo perdió en uno de los viajes de la ciudad a su casa y el plan de comprar otro estaba al final de sus planes. Era de esas cosas que uno aplaza porque siente que no es tan urgente como todo lo demás, a pesar de que algo en el fondo del estómago se retuerce antes de caer vencida por el sueño. Algo se me olvida, pero no sabes qué. Era eso.

¿Quieres que le borre todo?, le preguntó el compita, sacándola de su gran epifanía. Iba a decirle que no le interesaban las fotos porno de su antiguo dueño, sin embargo no alcanzó porque de inmediato empezó a reproducir un video que tenía en su carrusel. Quien lo grabó estaba sentado en la barra de ese bar culero del que le habló el tendero que se lo vendió. No podía haber más de veinte personas en todo el lugar; la luz era negra: los dientes eran morados, las manchas brillaban como pintura blanca, no se distinguía con claridad el espacio. Pero ahí estaba un escenario diminuto, con un solo foco cenital amarillo, rompiendo la atmósfera de la luz negra. Al centro, el poste de un micrófono, un pequeño amplificador, una guitarra negra eléctrica y un pedal yacían quietos. Mariadaniela se dio cuenta de que no se escuchaba nada; le subió el volumen al video: no había música en el bar en ese momento, y apenas llegaban los ruidos de los pocos comensales que bebían y también esperaban que algo sucediera al frente.

De pronto se escucharon los pasos determinados de un par de botas que llegaban de la parte trasera del escenario. Una mujer, vestida con jeans gastados, botas negras de tacón y una playera blanca casi transparente tomó la guitarra y se la colgó en dos movimientos. Es una Les Paul, dijo el compita de la plaza de la tecnología. A Mariadaniela no le interesaba eso. La guitarrista tenía el rostro un poco empedrado, y la luz cenital empeoraba la textura de su piel. Aun así, a Mariadaniela le llamaron la atención los ojos café penetrantes, enmarcados con un delineador negro que dibujaba un cat-eye impecable y los labios rojos. Encendió el amplificador con una mano. Pensé que era Marshall, dijo decepcionado el compita, y acomodó el pedal de la guitarra con un rápido movimiento del pie. Sonaron los primeros acordes y acercó sus labios al micrófono.

LOOK OUT AHEAD, SEE DANGER COME.

¿Qué es esto?, Mariadaniela abrió mucho los ojos.

I WANT A PISTOL, I WANT A GUN.

La mujer estaba clavada en el suelo del escenario, y quien la grabó en el celular debía tener ya varias copas encima, porque le costaba enfocar o mantener la imagen fija. La gente del bar empezó a ponerle atención a la música desde el principio, pero un ruido la obligó a girar sus cabezas hacia el origen. Era una silla que se recorría con dificultad.

I’M SCARED BABY, I WANT TO RUN.

El celular se dirigió hacia ahí, también. Un poco más hacia el muro frente a la barra, donde estaba solamente una mesa. La figura de una persona lenta de tan agotada se puso de pie y caminó despacio hacia el escenario. Era una señora de cabello largo, gris, casi temblorosa, enfundada en un vestido cuadrado, sin forma, sin mangas. Los mechones de pelo le cubrían el rostro y ocultaban el cuello; los brazos se balanceaban de un lado a otro, cubiertos de manchas y cicatrices, al mismo ritmo de sus pies, que arrastraba en un par de zapatos anchos y brillantes, como los que el monstruo de Frankenstein debió haber usado. Hasta que llegó a unos pasos del escenario, frente a la guitarrista. 

THIS WORLD’S CRAZY, GIVE ME THE GUN.

Y Mariadaniela vio una transformación en cuanto comenzó lo que dedujo era el coro. BABY, BABY, AIN’T IT TRUE, I’M IMMORTAL WHEN I’M WITH YOU. La vieja alzó los brazos con la ligereza de cualquier adolescente, se puso a girar y brincar en ese espacio como una luna que está por abandonar la órbita del planeta al que pertenece. La guitarrista se alimentaba de su entusiasmo: tocaba más fuerte, marcando el ritmo con el tacón de su pierna derecha con furia. Mariadaniela y su compita buscaron en las reacciones de los demás algo de sorpresa, consternación, ¿miedo? Sin embargo se sentía como si ya estuvieran acostumbrados a ese ritual, y quizá era la razón por la que alguien estaba grabándolo en su celular, porque era la atracción de la noche: una vieja que cobraba vida con la canción de esa mujer solitaria. Al acabarse la canción, también sucedía con la danza. Nadie se despedía, no aplausos, y a pesar de que el escenario se vaciaba rápidamente, la vieja apenas avanzaba hacia la mesa oscura de donde había salido.

¿Quién canta esa canción?, preguntó Mariadaniela en voz alta. El compita acercó su teléfono, que ya tenía la aplicación de Shazam activa, para que le diera el nombre al reproducir de nuevo el video. PJ Harvey, le respondió.

El siguiente lunes que regresó con el de los celulares, le pidió la dirección del bar culero del video. Creo que encontré la fuente de la juventud, le dijo cuando le anotó el nombre del lugar. Y eso debió pasar, porque ya ni él, el compita de la plaza de la tecnología ni la bandita la vieron otra vez. Con suerte aparecerá en el video de otro celular robado.

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