(Ciudad de México, 1967). Es editor de publicaciones de la Universidad Veracruzana.
Hace tiempo que no la veía, pensé que se había extraviado en alguna antigua mudanza. Me había resistido por meses a vaciar las últimas cajas que Ana me entregó del departamento que compartíamos. Luego de nuestra separación definitiva, no tenía el menor deseo de ver objetos que me recordaran nuestros tiempos mejores, pero requería encontrar una antigua antología de poesía mexicana para tratar de terminar ese ensayo que tenía apalabrado para la revista de la universidad. Así que me armé de valor y fui vaciando caja por caja: revistas, libros, fotos, postales, dibujos infantiles de mi querida niña, Mariana, souvenirs de viajes, cuadernos de notas, plumas que ya no servían, los restos de mi colección de gatitos con la que jugó decenas de veces Mariana, y en el fondo de la penúltima caja, apareció la fotografía del abuelo.
Estaba descolorida, el barniz algo maltratado, ya no recordaba que me la había llevado de la casa de mis padres hace ya tanto tiempo. Él se llamaba Cayetano García. Creo que la fotografía original se la tomó uno de sus hijos (¿mi tío Roberto o mi tío Luis?) con una cámara instantánea Polaroid. Mis primos, mis hermanos y yo estábamos fascinados con ese aparato que podía generar al momento fotos a todo color. Cada vez que mis tíos de Los Ángeles visitaban a mis abuelos (solían hacerlo sobre todo a fines de año) siempre traían consigo alguna novedad tecnológica que despertaba nuestra curiosidad.
Muy joven, cuando empecé a trabajar como profesor, mandé a sacar esta reproducción y a que la montarán en el cuadro. Durante alguna temporada la mantuve colgada en la recámara donde dormía en la casa de mis padres. Me gustaba observarla y en no pocas ocasiones le hablaba a mi abuelo para pedirle consejo, guía o simplemente protección. Cuando quería conquistar a alguna chica le preguntaba si era la correcta, si creía que me haría caso, si mis deseos por ella serían satisfechos (cuando me enamoré de Ana, varios años después de la partida del abuelo, lamentaba que no la hubiera conocido, pensaba que él hubiera aprobado su belleza, las suaves maneras de ella, su inteligencia). El escenario es el patio de su casa en el pueblo de Numarán, Michoacán, cercano a La Piedad. Luego de la muerte de mi abuelo, la casa estuvo semiabandonada hasta que mi madre la adquirió, no sin antes enfrentar y resolver el intestado que dejara la terquedad y la displicencia de Cayetano y que la llevara a ella a negociar con sus diez hermanos (bueno, en realidad con nueve, aunque siempre decidió incluir en las negociaciones a la familia de mi tío Miguel, quien era el menor de la familia y se dedicó a ser conductor de autobuses; tristemente murió en un terrible accidente en las carreteras del norte del país, unos meses antes que mi abuelo).
Durante mi infancia y mi primera juventud esa casa de Numarán fue un lugar de veraneo para mi familia, un refugio de la imparable y ruidosa vida urbana de la Ciudad de México y para mí un espacio para el juego, la ensoñación y, más tarde, para la lectura incesante. En ese patio había un guayabo y un naranjo (aún recuerdo el aroma de sus flores y de sus frutos, cuyo sabor era intenso, más agridulce que el de los ofrecidos en mercados o centros comerciales) y muchas veces bajo sus sombras me entregué a la lectura de Altamirano, Goytortúa Santos, Carlos Fuentes, Pacheco, Rulfo, Martín Luis Guzmán, Sabato, Vargas Llosa, García Márquez, Borges, Arreola, Rosario Castellanos, Ibargüengoitia, Gabriela Mistral, Lorca, Neruda, Sabines, Huerta, Cardenal, Paz, Vallejo, Poe, Verne, Tolstoi, Dostoievski, Kafka, Zweig y varios más. En más de una ocasión mis abuelos me decían «muchacho, no te cansas de leer», «ya deja ese libro y vete a despabilar a la calle». A pesar de que no comprendían mi obsesión por la lectura, me parece que el abuelo se sentía orgulloso de mi papel de estudiante destacado y de alguna manera asoció tal desempeño a mi gusto por leer. Ya en sus últimos años, aunque se preocupaba de mi participación en las grillas sindicales del magisterio nacional o en las manifestaciones de diversos movimientos sociales (era latente el miedo a la represión policiaca), apreciaba mi interés por la política e intuía que también eso se lo debía a mis interminables lecturas.
Desde muy pequeño tuve una fuerte inclinación a estar con mis abuelos. Cuenta mi madre que escasamente alcanzaba los tres años cuando, al momento de que partían de regreso a su pueblo luego de visitarnos en México, me aferré a la idea de irme con ellos y, aunque mi madre no quería dejarme ir, la actitud intransigente de mi abuelo finalmente la doblegó y ella accedió a dejarme partir. El resultado no fue muy placentero, mis pobres abuelos, quienes tenían ya más de una década y media que habían dejado de criar niños pequeños, no supieron atenderme y me medio enfermé, lo que los obligó de forma intempestiva a regresarme con mis padres. Al estar en Numarán me gustaba observar las labores de mis abuelos en su casa. Siempre admiré que desde muy temprano (¿a las siete de la mañana?) mi abuela, Soledad, iniciaba sus actividades barriendo la acera afuera de su casa. A esa misma hora, mi abuelo salía a comprar leche al establo. Algunas ocasiones traía además pan, fruta, huevos o cualquier otra cosa que se le antojara desayunar. Él era muy estricto para cumplir con los horarios de su jornada: desayunar, trabajar en su taller de carpintería, comer, hacer la siesta, salir a pasear a la plaza del pueblo, visitar a sus hermanos, cenar, ver la televisión y dormir. Algunos días acudía a misa también. Cuando salía me gustaba contemplar cómo se ponía su sombrero, cruzaba el umbral de la puerta (que muchas ocasiones se mantenía abierta) y se alejaba con su paso apacible pero firme, me sentaba en el límite entre la acera y el pasillo de entrada de la casa asomando sólo la cabeza para verlo; la propiedad del abuelo estaba casi al final de la calle, así que sentía que era muy larga, abarcaba desde donde miraba hasta llegar al entronque con la avenida principal que daba acceso al pueblo y donde se perdía la efigie de Cayetano.
La severidad y la intolerancia del abuelo eran proverbiales, tal vez muy a tono con ese ambiente del catolicismo del Bajío, pero conmigo y con varios de sus nietos fue algo distinto, más suave, un poco más obsequioso, nos daba dulces, nos contaba historias, mostraba interés por lo que hacíamos, manifestaba su alegría cuando lo visitábamos, por eso a varios nos gustaba estar en su casa.
A través de mis ojos infantiles, el ambiente de Numarán siempre me pareció idílico: la gente dedicada a sus actividades agrícolas, ganaderas o comerciales. Los campos, particularmente en el verano que es cuando empieza la temporada más intensa de lluvias, eran verdes o con colores dorados que ondeaban al brotar las espigas de trigo, maíz o sorgo; el ruido intenso de aves, perros, vacas, burros y cerdos; la cercanía del río Lerma, en cuyas orillas había grandes árboles, me parece que pirules, ahuehuetes o hayas; pero la verdad es que la vida no era nada sencilla. La prueba más fehaciente de ello era la constante migración de la gente. Los jóvenes sólo esperaban la oportunidad para salir, su objetivo principal era irse «pal Norte». Una generación antes, ya habían emigrado las personas que lo pudieron hacer a Guadalajara, Morelia, Uruapan, León, la Ciudad de México; mi propio abuelo fue pionero de esos procesos migratorios, pues se integró al programa Bracero varias décadas atrás (cuando Estados Unidos, por la carencia de mano de obra debida a la Segunda Guerra Mundial, acordó con el Gobierno de México la incorporación al trabajo agrícola de miles de migrantes, sobre todo de poblaciones rurales), pero él sólo estuvo unos años y se regresó al pueblo. Mis recuerdos de la infancia contrastan mucho con la opinión del escritor Jesús R. Guerrero[1] (sí, casi un homónimo mío), quien decía de Numarán, según su hija Morelia, que «era un pueblo terregoso y triste, muy terregoso y muy triste… le quedó chico y se fue a marcar senderos y a abrir caminos. Nunca regresó al lugar aquél, ¿a qué?».
Otro aspecto del que de niño no me percaté fue el de los inicios de la violencia criminal ligada a la corrupción policial y al tráfico de drogas. En los años setenta y ochenta se empezaron a dar los primeros enfrentamientos entre fuerzas locales, federales y bandas criminales. Probablemente aquellas primeras refriegas no fueron nada comparadas con lo que vendría en las siguientes décadas en Michoacán, pero fueron los hechos que marcaron un punto sin retorno. Resulta que la familia de mi abuelo estuvo ligada a uno de los primeros sicarios famosos del estado: Rogelio «el Cheyo» Reyes. Este hombre que se hizo célebre por las formas en que se escapó de la cárcel en varias ocasiones, por cómo resolvió las rivalidades de su familia con otra de la región, los Tafoya, a la manera de las mafias eliminando con frialdad a varios de sus miembros, porque practicó una especie de justicia al estilo Robin Hood y generó toda una leyenda de hombre cabal y valiente entre las comunidades, nació también en Numarán y era sobrino del esposo de mi tía Emma, la hermana mayor de mi madre. De niño oía cómo hablaban con sigilo sobre las hazañas más recientes del Cheyo, de las persecuciones de la policía, que se empezó a meter con otros miembros de su familia. En mi inocencia, no alcanzaba a comprender que estas amenazas pudieron ser atroces y fueron muy cercanas. Con el paso del tiempo, comprendí que mi abuelo temía que en cualquier momento las persecuciones judiciales o las venganzas de los Tafoya alcanzaran al esposo o a los hijos de mi tía, algunos de los primos con quienes jugué de niño, pero gracias a Dios eso nunca ocurrió. Después de mil peripecias, al Cheyo lo atraparon mientras visitaba a su joven esposa en un pueblo contiguo al de mi abuelo. Ambos fueron brutalmente asesinados por una especie de guardias blancas que creó la gente de dinero de La Piedad.
Mi abuelo murió a principios de los años noventa en Estados Unidos (mis tíos se lo llevaron allá cuando estaba ya muy enfermo, con la esperanza de que los médicos gringos pudieran hacer algo por él), poco más de dos años después de que se le adelantara mi abuela. Él murió de cáncer en los huesos, ella de una peritonitis. Cuando ella estaba hospitalizada en la Ciudad de México (mi madre la había trasladado de urgencia a la ciudad para atenderla de una supuesta infección intestinal), pude atestiguar una inesperada escena de amor que me conmovió de manera profunda. Mi abuelo, quien una noche antes había llegado a la ciudad para ver a Soledad, aguardaba en el vestíbulo de visitas el pase para poder ingresar a la zona de terapia intensiva. Curiosamente sólo yo lo acompañaba, supongo que mis padres y mis tíos se encontraban ocupados haciendo trámites o averiguaciones sobre el estado de la abuela. De forma repentina, un médico me dijo «Joven, ya pueden ingresar»; me sorprendió que hablara en plural, pues el acceso estaba restringido a una persona a la vez, pero por un gesto del médico comprendí que, por la edad de mi abuelo y quizás por su semblante triste, él se hacía cómplice para que lo acompañara. Caminamos por varios pasillos, habitaciones y camas hasta llegar a donde se encontraba mi abuela. Ella estaba despierta, se le veía agotada, delgada, pero el semblante de su rostro cambió cuando vio que mi abuelo entró al cuarto. Él se apresuró a acercársele, le tomó su mano que estaba llena de sondas, se le escaparon unas lágrimas, aproximó su rostro al de ella y le dio un beso en la boca lleno de ternura: «Ya vine a verte. ¿Cómo estás?». Nunca había visto una muestra de afecto físico entre ellos, siempre se hablaban con respeto, pero con distancia. Soledad fue leal, quizás de más, a Cayetano. Seguramente pasaron por momentos muy difíciles, sobre todo por el carácter duro y tantas veces irracional del abuelo, pero con aquel acto sentí que él le pedía perdón por todo lo que le hubiera hecho durante su historia juntos.
Mi abuela murió unos días después. Luego de ello, mi abuelo mantuvo una tristeza profunda y, aunque sus hijas trataban de regresarlo a sus rutinas cotidianas y le propiciaban la compañía de nietos y otros familiares cercanos, el dolor por la pérdida de Soledad lo marcó de forma definitiva. Sus hábitos perdieron rigor, empezó a beber de manera furtiva. Luego de la muerte de mi tío Miguel, otro dolor que le partió el corazón, todo tipo de dolencias, particularmente en su espalda y sus piernas, le empezaron a surgir, y con el paso de los días fueron en aumento. Por ello abusó de analgésicos, particularmente de cortisona, con la complicidad de un médico de la familia. Le realizaron diversos estudios, los especialistas daban distintos diagnósticos, pero nadie entendía por completo ni llegaba a una conclusión sobre lo que le ocurría. Empezó a tener problemas para deglutir, su cuerpo se debilitó. Mi madre, contra la voluntad de varios de sus hermanos, se lo llevó a vivir con nosotros. En sus últimos días, mi padre, mis hermanos y yo lo ayudábamos a moverse, bañarse, vestirse, comer, ir al baño. Finalmente, mis tíos de Los Ángeles, particularmente el tío Raúl, vinieron a México y se lo llevaron a Estados Unidos. El último día que vi a mi abuelo con vida lo ayudé a salir en silla de ruedas para subirse al vehículo que lo conduciría al aeropuerto. Nos abrazamos, lloramos, me dio sus bendiciones. Unos días después nos dieron la noticia de su cáncer y en unas semanas nos enteramos de su fallecimiento.
Quizás mi casi tocayo Jesús R. Guerrero tenía algo de razón, Numarán no era un paraíso, sin embargo, ahora advierto que la verdad que nace de mis recuerdos ha marcado para siempre mi existencia. Al ver otra vez la fotografía de Cayetano siento que lo extraño profundamente, pero a su vez rememoro cada momento vivido en aquel pequeño pueblo: los olores, las imágenes, los sonidos, los cielos estrellados, las lluvias tremendas atravesadas por los rayos, los sueños, las ilusiones, los juegos, las travesuras, las alegrías y las tristezas. La nostalgia que luego me ha acompañado en la vida, pero al mismo tiempo la inspiración, lo profundo y especial de mi sensibilidad y, sobre todo, mi anhelo de persistir provienen de aquella época feliz. Rápidamente me limpio unas lágrimas que se me escapan, guardo otra vez la fotografía, abro la última caja y encuentro la antología, la pongo sobre el escritorio y me dirijo a la cocina a beber un poco de agua.
[1] A este escritor lo descubrí por casualidad al toparme con una referencia sobre él. Desde luego que lo primero que atrajo mi atención fue la similitud de nuestros nombres, pero lo que más me sorprendió fue que nació en el mismo pueblo de mi abuelo sólo unos pocos años de diferencia respecto a él.
Le pregunté a varias personas de Numarán, empezando por mi madre, si sabían algo de Jesús R. Guerrero y nadie lo había escuchado nombrar. Además de ser contemporáneo de Mauricio Magdaleno y José Revueltas, profesor del Politécnico Nacional, fue un narrador, autor de varias novelas, entre ellas Los olvidados. Según amigos, familiares y algunos estudiosos de cine y literatura, fue la base del guion de la memorable cinta del mismo nombre de Luis Buñuel, quien obtuviera el premio al mejor director en el Festival de Cannes, cuya película fue nombrada Memoria del Mundo por la Unesco. Más allá de la polémica, personalmente me he deleitado con las circunstancias que hubo en torno a la nominación en Cannes que narra Octavio Paz en varios artículos compilados en sus Obras completas.