Daleysi Moya (La Habana, 1985). Crítica y curadora de artes visuales. En 2015 obtuvo mención en la categoría Reseña del Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros.
Hay una foto mía de entre los quince y los dieciocho que intenta salvarme de mis futuros concretos. Las cosas todas están por suceder —la vida, digo— y el porvenir es una latencia que no va a reventar, gracias a Dios, por ahora. Desparramada en el pasillo central de la vocacional, con la cabeza apoyada en los muslos de alguien que no alcanzo a ver, mis botas empujando la jardinera sin flores, el frío del suelo colándose a través de la saya del uniforme, contemplo a mis amigos ser todo lo rabiosamente jóvenes que serán jamás. La foto de la permanencia tiene ya unos quince años. Yo sigo en ella, naturalmente, paralizando el surtidor de instantes futuros, los que importan y los que no.
Cuando aquello, terminaba mi décimo u onceno grado y en el mundo sólo cabían la escuela y los amigos y el sexo. Y también, claro, las primeras lecturas electrizantes que me hacían hundirme en la silla mientras la noche se tragaba los campos de mandarinas que rodeaban la preparatoria. Ese hundimiento tiene un papel determinante en el milagro que fueron el tiempo del internado y la fotografía de aquel tiempo. Los libros de hoy no han hecho sino copiar a los de antaño, y cuando hablo de los libros en realidad me estoy refiriendo a lo demás: la propensión a la praxis del melodrama, el gusto por la poesía —sí, sí, la poesía, mi incapacidad para escribirla—, la conversación inacabable sobre cualquier asunto menor, el hambre, el voleibol, la soledad de las aulas los días de pase y algunas más que nunca se fueron. No hay otro momento tan esencialmente mío, tan yo de la forma correcta e irrefutable.
Desconozco si tiene sentido que una fotografía sea no ya un trozo de realidad, sino la realidad misma, de inicio a fin todo lo que el universo contiene. He visto al ejercicio fotográfico tornarse demasiadas cosas. Verdad y fábula, documento, información, fragmento, constructo, ilustración, enunciado. Decía Thomas Bernhard que la verdad no es en absoluto comunicable («describimos algo verídicamente, pero lo descrito es algo distinto de la verdad»). A lo más que podremos aspirar, en cualquier caso, será a la ficción en algunas de sus variantes. Pues la mía está incrustada en una foto de juventud, y los que yacemos en el suelo frío de ese internado en La Habana sabemos que la superficie, una pausa en lo que acontece, es la entrada a otras cosas que se salen de encuadre.
Cada vez que he vuelto a la tarde aquella me golpea con fuerza la constatación inesperada de la lejanía. Eso y la inconsciencia de los quince o dieciocho años manifiesta en nuestros rostros. La idea de estar viviendo fuera del tiempo, o de que éste semejase una anotación aleatoria al margen de la vida misma, impide que abandonemos el espacio mental de la escuela preparatoria. Quién va a imaginar que existe algo como una linealidad de la historia, un antes y un después, una noción de consecutividad, cuando afuera, si es noche de recreación, los muchachos apenas se esconden en la oscuridad del verano para hacer el amor, y si es noche de autoestudio, esos mismos muchachos se largan a las aulas de sus amigos a jugar cartas y ser jodidamente felices.
Nadie puede suponer que la felicidad esté obligada a detenerse a cierta hora en la que se ha determinado que debe abrirse el futuro.
A la derecha de la fotografía, con los ojos entrecerrados a causa de la luz vespertina, dormita mi amiga Ana. Luego del pre se vino a México, se casó con un mexicano y tuvo una hija hermosísima. Atrás están Carlos y Nathy, que también se largaron de Cuba antes de que fuera demasiado tarde para hacerse cargo de la madurez de forma debida, ya saben, comprarse una casa y un carro en Miami. Dale, musitaba Ana cuando el profesor de guardia ya había apagado el albergue y el silencio con todo su peso caía sobre la primera oscuridad contundente de la jornada, ¿tú crees que sigamos siendo amigas después de acabar la vocacional? Según mi mamá, las amistades de la prepa son para siempre y eso le respondía, le decía, Ana, las amistades del pre no se olvidan nunca, según mi mamá, aunque no estoy segura de si eso es una reverenda tontería o la verdad más honda. No le decía que a lo mejor ella se iba a México a vivir, y que tal vez yo me iba también, aunque allá —aquí— no nos hablásemos más que en los cumpleaños. Tendidas en medio de un pasillo, o de una litera destartalada, esas cosas son un absurdo. Claro que seguiremos siendo amigas. Ahí está la foto que lo demuestra una y otra vez. Yo apoyo mis botas en la jardinera descascarada y Ana esquiva la luz del sol con gesto lánguido.
La despreocupación de la foto nuestra resulta tan definitiva que a veces me pregunto si lo que vino después, ahora sí la vida, tirando por el vertedero los arbustos de mandarinas, los libros entendidos a medias —como descubrimos más tarde que debían entenderse los libros—, los primeros orgasmos sorpresivos, la liviandad del estado de escasez, no ha sido sino un sueño. Lo irreal bien puede quedar de la fotografía para afuera, al contrario de lo que asumimos. La fotografía posee un lenguaje propio, su forma de narrar; suponer que lo que se explicita es cuánto puede ofrecernos nos pierde en la trampa de su nominalismo. Un fragmento no es tan poca cosa, ni es menos relevante que la fantasía de totalidad que nos obsesiona. Han pasado muchos días desde el inicio de los tiempos felices. En la cápsula magnífica que ocupan la escuela con su pasillo y sus campos y sus chicos recién estrenados y espléndidos, sobrevuela una posibilidad de salvación: que la irrefrenable consecución de los años, y lo que ocurre dentro de esa consecución maldita y arrolladora, no se lleve por delante a los muchachos. Que se salven ellos, que queden intactos luego de tanto trasiego con el futuro que les toca encarar. Con quince o dieciocho años, tienen que creerme, eso aún es posible