La eutanasia, ¿un bien o un mal? / Luis Filipe Sarmento

¿Será éticamente legítimo quitar la vida a alguien enfermo que lo solicite porque su esperanza se agotó para la ciencia, siendo el camino hacia la muerte un sufrimiento insoportable?
     ¿Será aceptable que se realice la interrupción del embarazo cuando se verifica la mala formación del feto?
     ¿Es éticamente razonable poner fin a la vida de un recién nacido mal formado y sin ninguna posibilidad de sobrevivir con calidad?
     Un sinnúmero de cuestiones son expuestas a este respecto sin que se llegue a una conclusión aceptada por la mayoría. La necesidad o no de la legalización de la eutanasia no pasa exclusivamente por la medicina, y por todo lo que está científicamente a su alcance en la recuperación efectiva de un enfermo en los cuidados paliativos, sino también por la lectura que cada uno tiene de sus valores éticos, religiosos, políticos, sociales. Para unos, la eutanasia es un bien; para otros, un mal. Para los primeros, porque la eutanasia ayuda a morir sin dolor cuando no hay más que hacer; para los segundos, es un mal porque va contra sus convicciones religiosas, sustentadas o no, por valores políticos y sociales.
     Si la eutanasia es tener una muerte suave, tranquila y sin sufrimiento, ¿quién no quisiera acabar así sus días? Es lo que un ser consciente puede decir frente al sufrimiento provocado por la enfermedad que padece y por su nula solución científicamente aceptada. Y ¿por qué será esto ilegal o un pecado? ¿Por qué razón un ser consciente deberá soportar sufrimientos físicos y psíquicos hasta que la muerte natural acabe con ese padecimiento, si su voluntad, frente a informaciones médicas sustentadas en múltiples opiniones, es tener una muerte asistida sin dolor, promoviendo un fin para una vida sin sentido? Ante la pregunta anterior, y que encierra en sí un argumento, cualquier persona con sentido común no tendría un reparo fuerte que pueda combatir el deseo de un ser consciente de poner término a su vida porque el hecho de tener una enfermedad incurable le provoca dolor y sufrimiento. Pero los valores religiosos de Occidente defienden que la vida es sagrada y que cada uno tendrá que vivir su destino y si su destino es terminar la vida con dolor y sufrimiento es porque ésos fueron los designios de Dios. Hay quien cree piadosamente esto. Son individuos de fe inquebrantable. Y toda y cualquier creencia es legítima. Pero ¿será legítimo que una institución religiosa, con todo su poder de persuasión, condicione a toda una sociedad en nombre de una fe que ni siquiera es seguida por todos? Desde que hay un ser consciente, condicionado por una enfermedad incurable, en posesión de su lucidez y que muestre un deseo inquebrantable de acabar con su vida, no habrá designio alguno que le pueda impedir hacerlo, solicitar ayuda para que sea asistido en su muerte.
Es ésta la eutanasia voluntaria, pero que muchas veces se confunde con un suicidio asistido. Aunque pueda ser aceptado como tal —de hecho, la eutanasia puede ser validada como un suicidio asistido—, hay normalmente razones que demarcan la frontera de la eutanasia voluntaria, como un acto consciente ante una enfermedad incurable sin que el paciente pueda tener un mínimo de calidad de vida, y el suicidio como un acto demente, de desesperación, de un individuo que en la ausencia de lucidez acaba con su existencia no por causa de una enfermedad incurable que le provoca dolor, sino por cualquier otra razón que, al contrario, no iría a poner en riesgo su vida.
     ¿Qué significa, entonces, eutanasia voluntaria? ¿Ayudar a morir a un enfermo incurable, que así lo desea, para acabar de una vez con el dolor y el sufrimiento? ¿Detener los tratamientos, a pedido del enfermo, que sólo provocan más sufrimiento y que se vuelven inútiles? ¿O un acto deliberado de acabar con la vida para acabar con un padecimiento?
     Ahondar sobre la eutanasia muestra que se vuelve evidente que sólo se puede estar a su favor si eso quiere decir el fin del dolor o el fin de una terapia que no lleva a ningún lado, provocando aún más sufrimiento; pero si es vista como un acto destinado a abreviar la vida, y éste es su significado real, eso va a provocar grandes reservas entre un vasto sector de la población y, en algunos casos, una reacción incuestionable.
     Hay algunos casos en que «las personas que pretenden poner fin a su vida pueden no ser capaces de suicidarse», de ahí que soliciten que alguien lo haga por ellos, un médico o un enfermero, hasta que se verifique a través de varias opiniones competentes que la pretensión del enfermo es aceptable. Pero, en otros casos —porque la eutanasia, sea voluntaria o no, es legalmente prohibida—, se recurre a otros expedientes, como la suspensión del tratamiento o la administración de sedativos en el sentido de aliviar, aunque con eso se abrevie la vida. Pero esta actuación puede no ser considerada eutanasia, corriendo el riesgo de ser esta distinción una hipocresía.
     ¿Por qué razón no debiera ser considerada un bien la eutanasia voluntaria ante una enfermedad incurable y dolorosa? ¿Qué razones éticas podrán llevar a que se defienda la continuación de una vida que en la realidad ya no existe? ¿Peligro de abusos? ¿Homicidios en masa protegidos por una ley de muerte asistida? Pero si estas cuestiones existen y son expuestas, también la ley deberá ser rigurosamente pensada en el sentido de evitar o minimizar ese eventual problema. Con opiniones de varios médicos sobre la inevitabilidad de la muerte provocada por una enfermedad dolorosa, con el deseo consciente e inflexible del enfermo de querer acabar con su vida ante tales informaciones médicas, pero también con el control riguroso que cada caso exige para que la eutanasia voluntaria no pueda herir los valores morales de quien la practique.
     ¿Y los cuidados paliativos? ¿Ellos conducirán a una muerte lenta sin dolor? Se vuelve necesaria una validación del estado del enfermo para que la práctica de los cuidados paliativos tenga buenos resultados y, en este aspecto, se presenta la discusión ética que deberá determinar qué solución preside a la prescripción de los medicamentos. La morfina, por ejemplo, alivia el dolor, pero también podrá, en grandes dosis, abreviar la vida de un enfermo terminal cuyo sufrimiento es insoportable para él y para sus familiares. ¿Será un bien, o un mal menor?
     La eutanasia involuntaria conlleva otros problemas. Peter Singer considera que «la eutanasia es involuntaria cuando la persona que se mata es capaz de consentir en su propia muerte, pero no lo hace, ya sea porque no le preguntan, ya sea porque le preguntan y prefiere continuar viviendo». Pero si la persona está consciente y no acepta su muerte por el hecho de que no le preguntaron, aunque lo consintiese, eso ya podría ser considerado un homicidio porque nadie podría asumir la voluntad de morir de otro. ¿Qué razones llevarían a alguien a tomar una decisión de matar a un enfermo terminal consciente sin antes presentarle esa cuestión? ¿Para evitar más sufrimiento insoportable a la persona que se mata? En todo caso, deberá ser consultado al interesado si quiere morir o no. Sólo él podrá decidir, si estuviera consciente. Pero el hecho de colocar la hipótesis de que alguien decida por otro —que esté consciente— su muerte es el que da más fuerza y credibilidad a los que defienden que la eutanasia es éticamente condenable.
     Sólo es moralmente aceptable la decisión sobre la vida o la muerte de una persona cuando ésta no es consciente, no pudiendo realizar la elección entre la vida y la muerte, y sufre de una deficiencia grave genética o de una enfermedad incurable y, en este caso, estamos ante una eutanasia no voluntaria. Se encuentran, en este caso, los recién nacidos con deficiencias irreversibles y que provocarían una vida de sufrimiento al individuo y a sus familiares, los adultos que, estando conscientes, no son conscientes y que nada podrían decidir acerca de su futuro por obvia incapacidad. La eutanasia no voluntaria sólo es éticamente aceptable para todos los seres con vida vegetativa, conectados a máquinas, no conscientes o con deficiencias tales que su sobrevivencia sólo traería más sufrimiento y dolor al individuo y a sus familiares. ¿Quién tendrá sólidos argumentos para contrariar, por ejemplo, la decisión de un padre o de una madre de dejar morir un hijo que nació con graves lesiones cerebrales, sin miembros, ciego, sordo y mudo? La moral no puede ni debe condenar la eutanasia en casos idénticos sólo porque la opción es ajena al enfermo o porque va contra valores morales religiosos, que sólo lo son para los creyentes. Pero, en esos casos, el enfermo no tiene capacidad para decidir y la eutanasia no voluntaria es la única opción.
La eutanasia se debate, hoy, entre lo que es ayudar a morir y lo que es provocar la muerte o abreviar la vida; qué valores morales son esgrimidos por quien la defiende y por quien la condena; acabar con el dolor y el sufrimiento insoportables o aceptar los designios divinos; la defensa de una moral consciente y rigurosa del ser humano o el miedo del abuso de una ley que podría ocultar decisiones a todos los niveles condenables. ¿Qué alternativas habrá para que la eutanasia no sea legalizada?

Traducción del portugués de José Javier Villarreal

Ética prática, de Peter Singer, Gradiva, Lisboa, 2002, 2ª edición, p. 197.

Op. cit., p. 1999.

 

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