(Guadalajara, 1965). Crítico de cine y profesor del iteso, colaborador de la revista Magis.
Alfonso Cuarón estrenó Niños del hombre (Children of Men, 2006) a finales de 2006. La realidad de ese momento ofrecía atisbos sobre el curso de la humanidad, cuyo rumbo la cinta proyecta y concreta dos décadas más adelante (la acción se ubica en 2027, en Inglaterra). El cineasta mexicano esboza un statu quo medianamente apocalíptico: los seres humanos han perdido la capacidad de reproducirse y abundan las agrupaciones políticas y las sectas religiosas, cuyas fronteras son difusas, y los que intentan incidir en la vida pública —desde el poder o desde la oposición— manifiestan rasgos de fanatismo tan notorios y perniciosos como los otros; el gobierno promueve el odio a los extranjeros, que han sido expulsados a campos
de concentración, y mientras son enviados a esos destinos, son colocados en jaulas. El desánimo es generalizado; en pocas palabras, la humanidad así esbozada no tiene futuro.
En este escenario aparece Theo (Clive Owen), un personaje que transita por la vida alcoholizado y es habitado por el escepticismo: lúcido y pesimista (lúcido, ergo pesimista) es indiferente a lo que sucede en su alrededor. Apenas inicia la cinta, descubrimos que acaba de morir el ser humano más joven: «Baby» Diego, un argentino que, según se informa en el noticiario al dar cuenta de su deceso, tenía «dieciocho años, cuatro meses, veinte días, dieciséis horas y ocho minutos de edad». Por ese motivo es perceptible la tristeza en el ambiente; Theo se salva por poco de la explosión de una bomba en un café del que acaba de salir. La sacudida le hace reforzar su apreciación sobre el gobierno y la gente. Pero cuenta con una especie de ángel guardián: su amigo Jasper (Michael Caine), quien tiene una facha al estilo John Lennon y es alegre y mordaz. Éste lo conduce a su casa, que está en las afueras y es un verdadero refugio. Ahí fuman mariguana (que al toser deja un sabor a fresa, ¿apunte que se traduce en un chiste, bastante chilango, dicho sea de paso, pues los «niños fresa», como no están habituados a la cannabis, tosen cuando la prueban?) y dialogan sobre el atentado y la violencia ambiente. Jasper invita a Theo a vivir con él y su esposa. Éste, que considera el hogar de ambos como el último reducto de paz, se niega, entre el sarcasmo y el dolor: «Ya no tendría nada que esperar».
Pero pronto Theo es convocado por Julian (Julianne Moore), su expareja, para conseguir papeles de tránsito para Kee (Clare-Hope Ashitey). Ésta es una refugiada (fugee, les llaman) y él se ve obligado a acompañarla en el viaje. Entonces se involucrará cada vez más. Cuando descubre que ella está embarazada, él deja de ser un sujeto pasivo y comienza a ser un agente: recuerda al activista que alguna vez fue y los motivos que lo movían entonces. Pero, sobre todo, rememora el dolor que le provocó la muerte temprana de su hijo años atrás, lo cual dejó en él una herida muy profunda y explica de buena forma su ánimo actual. A partir de la experiencia de Theo, Cuarón plantea una serie de cuestiones: ¿cuál es el rol que un hombre puede jugar en la creación y en la consecución de una vida? ¿Cuál es el aporte que puede hacer a la vida? ¿Cuál es la función del padre?
El asunto de la cinta está planteado de alguna manera en el título. Ahí, cabría pensar, «hombre» no hace referencia a la especie, sino al varón. Con toda humildad, Cuarón comparte su percepción sobre la vida, que de alguna manera ya está determinada en la biología: las mujeres tienen la capacidad de dar vida, y ésta puede prescindir de los hombres para seguir su curso. (La infertilidad no es, en esencia, sino una metáfora, pues la cinta es realista en todos sus detalles, y hasta donde podemos ver la población humana no está en riesgo de extinción). La vida no tiene sentido (como nos lo ha recordado hasta el cansancio Woody Allen), pero las circunstancias dan a Theo la posibilidad de inventar —de recuperar— el sentido para su vida. Por aquí comienzan a darse las respuestas a las preguntas planteadas.
Cuarón traza, por medio de la ruta de Theo, pero también de Julian, Jasper y Miriam (la doula que acompaña a Kee), el camino a la esperanza. Ésta no proviene de la posibilidad de que la humanidad acabe con la infertilidad (recordemos el papel metafórico de ésta en la cinta), sino del hecho de que existan especímenes de la especie que sean capaces de poner el interés general sobre el propio, de hacer lo necesario para la prosperidad de los otros, de apostar por el altruismo antes que por el egoísmo: de sacrificarse, para ponerlo en un término que tiene resonancias y connotaciones religiosas y espirituales.
Niños del hombre esboza una posibilidad de sentido para aquellos que han perdido la brújula, y tiene la virtud de darle a este paisaje valor y peso —significado— por medio de la emoción. Tal vez la temática no es particularmente profunda ni original, sin embargo, Cuarón consigue imprimir densidad a su propuesta con las herramientas propias del cine. Para empezar, con la cámara. En este renglón el estilo alcanza alturas virtuosas. Con cámara en mano y algunos planosecuencias prodigiosos (largos planos sin cortes, eventos narrados de principio a fin, que ponen al espectador al filo de la butaca), nos involucra de buena forma, y experimentamos la emoción del protagonista en las diversas situaciones de riesgo que vive. La puesta en escena, que se parece bastante a lo que vemos hoy día, da visibilidad al desasosiego, a la desesperanza. El mapa tiende un puente con el documental, pues lo que vemos tiene rasgos que podemos constatar en nuestra experiencia.
Cuarón veía en la humanidad, en 2006, síntomas de una enfermedad grave. La reclusión de los inmigrantes, como hemos visto recientemente, se exacerbó en tiempos de Donald Trump en Estados Unidos, pero también la vemos todos los días (para no ir muy lejos, en México). Los refugiados se multiplican en diversos y distantes rincones del planeta, con guerra o sin ella. Los políticos de todos lados están más preocupados y ocupados por seguir en el poder, por la economía —la suya, para empezar— y por la conservación de privilegios, que por el bien común (el cual sólo tiene vigencia de las fronteras del país hacia adentro). No obstante, como sucede en Niños del hombre —y en Blade Runner 2049 (2017), de Denis Villeneuve—, la esperanza de un futuro diferente —de un futuro a secas— puede residir en los que no tienen residencia legal.