La espera

Patricia Colchado

(Chimbote, 1981). Está por aparecer su nuevo poemario, Ningunlado (Hipatia, 2021).

No se imaginaba que ésa sería la última imagen que guardaría de su padre. Eduardo podía verlo agitando sus brazos, a punto de subir las escaleras del avión. Él entre lágrimas se despedía, así como muchas personas, mirando a los viajeros detrás de las ventanas del segundo piso del aeropuerto. Se agarraba muy fuerte de la falda de su madre y su mirada podía distinguir la figura de su progenitor, quien ya subía los peldaños lentamente hasta entrar a la máquina con alas metálicas, a esa máquina que lo transportaría a un país lejano del Asia. Su madre tenía el rostro humedecido. Es por el bien de ustedes, Adela, la consolaban sus padres, Ya verás que Lalo y tú pronto estarán junto a él por esas tierras. Al poco tiempo, el avión despegó.

Era a comienzos de los noventa cuando Japón abrió sus puertas y empezó a recibir a muchos extranjeros para trabajar en sus fábricas, en su industria, en los diversos sectores de su economía. Andrés, el padre de Eduardo, se resolvió a viajar a ese país. Él vendía abarrotes en un puesto de mercado, pero no era suficiente para mantener a su familia. Su hijo empezaría pronto el primer grado de primaria y Andrés era consciente de que vendrían muchos gastos más debido a la educación de su hijo. Se resolvió a vender el puesto que tenía en el mercado y con eso se compró su pasaje aéreo. Adela le rogó una y otra vez que no viajara. Saldremos adelante como sea, más importante es estar juntos, ¿cómo serán los japoneses?, ¿cómo te tratarán?, le insistía. Mas el hombre estaba decidido. Dos de sus vecinos lo habían convencido. Vamos, compadre, ya han capturado al mandamás de los terroristas, así que nuestra gente podrá hacer una vida normal, sin miedos. Pero la situación económica en nuestro Perú seguirá jodida, había argumentado uno de ellos. ¡Jodidaza!, en cambio allá haremos platita para sacar adelante a nuestras familias, había aseverado el otro.

Los primeros dos años Andrés enviaba —con regularidad— una buena parte del salario que recibía como obrero para Adela y Eduardo. Hasta que conoció a una compatriota suya que, así como él, había emigrado buscando mejores oportunidades laborales, y con ella tuvo más hijos. Se desentendió del todo de la familia que había formado en Perú. No les volvió a escribir. Tampoco estaba en sus planes abandonar el territorio japonés.

Y ahí estaba Eduardo, insultando a su madre sin importarle que hubiera más pasajeros en el colectivo (un Ford casi destartalado), aún estacionado junto a otros vehículos que salían hacia Chosica. En el asiento del copiloto estaba sentada una muchacha joven, quien se daba aire con un abanico de papel de estilo japonés. Esto hizo que el niño se acordara de su padre con mucha más nostalgia de la que solía hacerlo. Supo reconocer el estilo del abanico, la forma redonda y los símbolos. Su madre también tenía uno así, lo había recibido de su padre, en uno de los primeros paquetes que éste les envió desde Tokio. El chofer del colectivo tomaba su caldo de gallina en el local del costado, pero estaba atento al aviso del «jalador». Los jaladores trataban de ganar pasajeros para los autos o custers, los cuales una vez llenos recién partían. Era un día bastante bochornoso, el calor era sofocante, mucha gente transitaba por el jirón Chota. Por fin, el chofer terminó de almorzar rápidamente y se acomodó en su asiento. ¡Falta uno, uno más!, gritó el jalador. Mas el chofer respondió: Yo ya arranco, compadre, me voy con uno menos, no me importa. Me estoy sancochando. El muchacho que animaba a la gente a subir al colectivo dejó de gritar. Miró al chofer con una mueca de resignación. Cincuenta céntimos menos, pensó. Por cada persona que subía recibía esa cantidad. Mas para su suerte vio acercarse a toda prisa a una mujer con lentes oscuros, bastante atractiva, le abrió la puerta del auto y le dijo al conductor, Los dos ganamos, hom. Éste apenas lo miró de reojo y le lanzó una moneda por la ventana antes de arrancar.

Te ofrezco una buena paga. Será sólo los fines de semana, le había dicho el hombre. Era uno de los que solían comprarle algún sándwich o un emoliente. Su nombre era Mario, era contador y trabajaba en la sunat, situada en la avenida Garcilaso de la Vega. Ahí se paraba Adela todas las mañanas con su carrito ambulante a ofrecer desayuno. Se lo había comprado con uno de los últimos envíos de dinero que le había hecho su esposo desde

Tokio. No sólo tenía que mantener a Eduardo, sino también a sus padres. Todos vivían en un piso alquilado de la avenida Bolivia. Una de sus conocidas le había dicho: Se gana bien, aunque no lo creas. Yo todos los días me pongo con mi carrito frente a cesca y los alumnos y profesores de ese instituto me compran mis panes con huevo o palta y ni qué decir de mi emoliente. ¿En serio? Sí, ellos son mi clientes fijos, pero cuánta gente más hay que pasa por ahí y se le antoja comer algo; así que si tienes tus ahorros no dudes en comprarte tu carrito. Yo hasta las diez de la mañana nomás vendo, para poder cocinar antes de que mis hijos lleguen del colegio, y luego tengo toda la tarde para descansar o hacer otras cosas. Hay que madrugar, eso sí, para preparar todo y estar tempranito nomás antes de que empiecen las clases en las academias e institutos o que la gente entre a trabajar. Así como me cuentas, pienso que es una buena idea. Claro, sólo sales a trabajar tres horitas. Mira, por ejemplo allá donde está la sunat aún no he visto a nadie vendiendo desayuno, ése es un buen lugar. Y sin pensarlo mucho, Adela decidió comprarse su carrito, a pesar de que su esposo —antes de viajar— le había dicho: Eso sí, si te envío dinero es para que no trabajes, ah. Debes estar sólo en la casa, cuidando de nuestro Lalo. Ella lo había tomado como un gran gesto de amor. Sin embargo, los víveres y el alquiler habían subido considerablemente de precio. Los libros y los materiales para la escuela que debía comprar para su hijo no estaban al alcance de su bolsillo. Andrés le había advertido que matriculara a Eduardo en un colegio privado. Con lo que yo te voy a enviar sobrado cubrirá todos los gastos; además una parte de lo que me dieron por el puesto del mercado te lo estoy dando, adminístralo bien. Adela leía sus cartas con una sonrisa de oreja a oreja, estaba orgullosa de tener un hombre responsable. Los dos tenían dieciocho años cuando se casaron. Habían sido compañeros de colegio, y a pesar de que sus familias no habían estado de acuerdo en que se comprometieran tan jóvenes, terminaron por aceptar esa unión. Llevaban diez años de casados cuando su esposo le planteó lo de viajar a Japón. A Adela no le gustaba para nada la idea, sobre todo porque Eduardo aún era muy pequeño. Pero su esposo le hizo entender que era Por el bien de nuestra familia.

A buena hora había decidido invertir en la compra de su carrito sanguchero, pensaba. La había destrozado totalmente la desaparición de su esposo, su abandono. Las primeras semanas había llorado, pensando que algo malo le había podido ocurrir. Mas la tranquilizó el hecho de saber por boca de su vecina que sus esposos seguían trabajando juntos en la misma fábrica. Pobre mi Andy, a lo mejor estará haciendo horas extras, pasando penurias para poder enviarnos suficiente dinero. Será mejor que yo también empiece a trabajar para poder apoyarlo, él no puede estar sacrificándose de esa manera. Trabajaré y una parte de lo que gane será para comprarle su pasaje de regreso. Así seguramente es, hija, el pobre se está rompiendo el lomo que ni tiempo tiene de enviar un telegrama, la apoyó su madre.

Era 1994 cuando Adela comenzó a vender sus sándwiches y emolientes cerca a la sunat. Dos años habían transcurrido desde la captura del cabecilla número uno de Sendero Luminoso. Las personas se sentían más seguras, transitaban con tranquilidad, se iban a trabajar, salían de compras e incluso empezaron a hacer turismo al interior del país. Tres meses llevaba la joven mujer de vendedora ambulante y hasta ese momento no tenía noticias de su esposo. De cuando en cuando iba a tocarle el timbre a la vecina para enterarse por medio de ésta sobre la situación y el paradero de su esposo. No obstante, las últimas veces se dio cuenta de que la vecina le rehuía. Un día (para su suerte) ambas coincidieron en un puesto de abarrotes del mercado, Adela la encaró y le preguntó: Dígame, señito, dígame la verdad, ¿algo ha pasado con mi Andy? La mujer bajó la mirada, suspiró y le dijo: No soy yo quien le debe dar esta noticia, Adela, pero me da pena verla tan preocupada cuando lo cierto es que su marido ya se hizo de otra mujer, ya buen tiempo viven juntos. A Adela se le cayeron las latas de atún que tenía en las manos, evitó romper en llanto, mas no pudo. Las personas que estaban comprando ahí se volvieron a verla. La vecina la abrazó: No llore, Adela. Usted es una mujer joven, no vale la pena llorar por ese hombre.

No supo cómo había llegado hasta su vivienda. Las piernas, todo el cuerpo le temblaba. Al entrar vio a su padre sentado en la silla balanceadora leyendo un libro. Fue corriendo hacia él y lo abrazó muy fuerte. Le contó entre sollozos lo que la vecina le había dicho. Su padre la consoló, pero sabía que sus palabras no le eran suficientes. Llora, hija, llora todo lo que sea necesario, desfoga toda tu tristeza. No es bueno que te guardes nada. En la noche, cuando ya su hijo dormía, Adela habló con sus padres y les hizo prometer que no le contarían nada a Eduardo. Que seguirían hablando de Andrés como si éste todavía siguiera pendiente de ellos. Así será, hija, le habían prometido. Lo haremos por Lalo y por ti, expresó su madre, pero olvídate de ese hombre. Caray, y yo que lo quería como a un hijo, se quejó su padre.

Desde que empezó a trabajar de forma ambulante cerca a la sunat, Mario era uno de sus más fieles clientes. Llevaba casi un año de conocerlo. Yo te ofrezco una buena paga, Adelita, ¿qué dices?, le insistió. No soy de ésas, señor. Sé que no eres de ésas, si no no estarías parada aquí todas las mañanas, vendiendo desayuno. La verdad es que me gustas mucho y la propuesta que te estoy haciendo es una propuesta sin secretos, así de sencillo. Más de una vez me he preguntado qué hace un mujerón como tú vendiendo sándwiches en este lugar… Tengo una familia a quien mantener, señor. Mario, dime Mario con toda confianza, te lo he pedido muchas veces. Escúchame, yo también tengo una familia, quiero mucho a mi esposa y por eso no deseo involucrarme con nadie más sentimentalmente. Puedo limpiarle su casa y nada más. Por limpiarme la casa y el otro favor que te pido, recibirás más del doble de lo que te pagarían en cualquier otra casa. Adela se le quedó mirando con seriedad, sin embargo, no podía negar que Mario le atraía. Su actitud le pareció descarada, pero a la vez sincera. No venía con engaños, simplemente le gustaba ir al grano. Después de todo, qué puedo perder, pensó. Andrés había desaparecido de su vida hacía mucho tiempo, sus padres envejecían y necesitaban por lo tanto de más cuidados y medicinas. Eduardo crecía y con él crecían también los gastos de su educación. Se resolvió a aceptar la propuesta del contador, de limpiar su casa de campo que tenía en Chaclacayo y de tener intimidad con él.

Era la segunda vez que Eduardo la acompañaba a la casa de Mario. No tenía otra alternativa, por lo general sus padres se reunían los sábados con los fieles de la iglesia a la que asistían, y su hijo se aburría, no quería ir con ellos. La primera vez que Eduardo la acompañó fue por voluntad propia. Adela le había dicho que empezaría a trabajar cada quince días de empleada doméstica en un lugar conocido por sus parques recreacionales. ¿Y después podemos ir a uno de esos parques a montar caballos?, le había preguntado a su madre. Si te portas bien y no haces travesuras, te lo prometo. Con esa ilusión había realizado el tremendo viaje junto a su madre desde el centro de Lima hasta Chaclacayo. Cuando llegaron a la casa, un hombre alto, de cejas pronunciadas y nariz recta les abrió la puerta con una sonrisa de par en par que no le gustó nada al niño. Disculpe, no le avisé que venía con mi hijo, pues hubo un inconveniente de último momento, explicó Adela. En el fondo, tenía la esperanza de que Mario, al ver al niño, se olvidara de «la otra parte» del trabajo. Éste sonrió y sin preocupación alguna respondió: No hay problema, tu niño estará muy entretenido en el cuarto de juegos de mis hijos. ¿Jugaré con ellos?, inquirió Eduardo. Mario le lanzó una mirada fugaz a Adela. No, no están aquí. Tienen un campeonato deportivo en su colegio. La verdad es que esta casa es nuestra casa de relajo. Venimos sólo algunos fines de semana o durante las vacaciones escolares. Adela lanzó una mirada a su hijo, como indicándole que no hiciera preguntas. ¿Quieres que te enseñe el cuarto de juegos?, preguntó el hombre. Eduardo asintió con la cabeza. Mario lo llevó hasta ahí y luego regresó a la sala, en donde estaba Adela. Le enseñó todos los ambientes de la casa y le indicó dónde se encontraban los útiles de limpieza. Él se retiró a la biblioteca de la casa y la dejó ocuparse de los quehaceres. Después de cierto tiempo, Eduardo buscó a su madre y le dijo que ya estaba aburrido. Espérate, Lalo, todavía no he terminado de trabajar. ¿Qué puedo hacer? ¿Jugaste con todos los juguetes? Sí, y también los ordené. Mario, al escucharlo, salió de la biblioteca y le preguntó al niño si conocía Street Fighter. No, ¿qué es eso? Es un juego que está de moda. Puedes jugarlo en el televisor, le comentó. Eduardo miró a su madre y su madre se quedó sin saber qué decir. Ni ella ni su hijo tenían idea alguna de qué se trataba ese juego. Mario prendió el televisor, insertó el videojuego y le alcanzó al niño «el control». Le explicó cómo tenía que jugar. Eduardo estaba emocionado, era la primera vez que jugaba algo así. El hombre salió de la casa diciendo que iría a la piscina. Adela empezó a buscar periódicos, a pesar de que Mario le había dado una escobilla de goma para limpiar las ventanas. Vio que cerca del basurero del patio había una pila de papeles y periódicos. Ella prefería limpiar a su manera, remojó los periódicos en un balde de agua con detergente, mientras limpiaba aprovechaba para preguntarle algunas cosas a su hijo, mas éste no siempre le respondía, ya que estaba muy concentrado jugando el novedoso videojuego. Cuando Adela hubo terminado de limpiar las ventanas de la sala, subió al segundo piso para hacer lo mismo con las ventanas de los dormitorios. Al poco rato regresó Mario y le preguntó a Eduardo si había ganado alguna partida. Sí, ya dos veces. El contador, al ver el embelesamiento del niño, decidió aprovechar el momento. Entró a uno de los dormitorios y vio allí a la joven mujer, parada sobre una silla, limpiando las ventanas entre silbidos. Descubrió sus hermosas, gruesas y bien torneadas piernas, sus caderas anchas, sobre las cuales caían sus frondosos cabellos. Ella volvió el rostro hacia Mario y lo miró tímidamente. Él se acercó a Adela y le quitó los periódicos remojados de sus manos. Empezó a acariciar sus cabellos. Ella no hizo ningún movimiento. Mario la lanzó a la cama y ambos empezaron a besarse. El agua con detergente chorreaba de las ventanas. La cama comenzó a chirriar y pronto los gemidos de ambos se hicieron más intensos. A Adela se le escapó un grito. Fue en ese momento que Eduardo subió presuroso las escaleras, pensando que su mamá se había resbalado o caído, entonces los vio. Vio el enorme cuerpo del hombre agitándose sobre el de su madre. Su rabia le impidió que pudiera correr hacia ellos y separarlos. Tenía ganas de golpear a ese hombre, tenía ganas de pegarle a su madre. Pero se dio media vuelta y bajó furioso las escaleras, dando fuertes pisotadas. ¿Lalo?, ¡Lalo!, escuchó llamar a su madre.

¿Por qué no te habla, hija? De algo se ha resentido contigo, le preguntó su padre. Seguramente, lo has castigado otra vez porque ha sacado una mala nota, aseveró su madre. No deberías hacerlo, pobre niño, ya es suficiente con que su padre los haya abandonado. Adela picaba el perejil. No le he pegado, mamá. ¿Entonces? Adela destapó la olla con agua que ya empezaba a hervir. El humo se elevaba y parecía un velo que intentaba proteger su rostro. Cubrirla para que sus padres no se dieran cuenta de lo avergonzada que se sentía. Le mortificaba el hecho de que Eduardo la hubiera visto con Mario. No supo qué decir. Echó el perejil a la olla. ¿Se ha portado mal en la escuela?, inquirió su padre. No, papá. Lo que pasa es que se olvidó de hacer algunas tareas y le he resondrado, mintió. Con lisura y todo le habrás gritado, seguro, para que Lalito se haya resentido de esa manera. Le pediré disculpas. Ojalá, hija, agregó su madre.

Aquella tarde, cuando Eduardo y su madre salieron de la casa del contador, ella lo había llevado a pasearse en los caballos tal como se lo había prometido. Mas en todo ese tiempo notó sólo amargura y tristeza en el rostro de su hijo. Y todo el trayecto de regreso a su hogar, el niño permaneció sin decir palabra alguna. «Por tu culpa ha ocurrido todo esto, por tu culpa», se decía Adela, «¿cómo pudiste abandonarnos?».

Con razón siempre tardas, mujer. Mira, hay colectivos que salen del centro de Lima hasta allá. Es más caro, sí, pero yo te reconoceré los gastos de transporte también; no te preocupes, le había dicho Mario. Adela tenía bien claro que lo que ocurría entre ellos era sólo parte de un trato, y era mejor así. Estaba convencida de que nadie más que Andrés ocuparía su corazón. Le guardaba mucho rencor, lo recriminaba a diario en su mente, pero eso no significaba que hubiera dejado de amarlo. Era la quinta vez que iría a la casa del contador, y la segunda que llevaría a su hijo con ella, no quería hacerlo, pero no tenía otra opción. No le quería mencionar el lugar adonde irían. Se alistó muy temprano ese sábado y le preguntó a Eduardo: ¿Quieres ir a la iglesia con los abuelos o venir con mamá? Él le respondió que prefería ir con ella. A su hijo el resentimiento le había durado sólo un par de días, pero preguntaba con mayor insistencia cuándo regresaría su padre. El pasaje de avión es muy caro, Lalo. Además tu papá trabaja duro para así poder enviarnos dinero y pagar, entre otros gastos, la mensualidad de tu escuela. Para él es importante que tengas una buena educación. «Felizmente no tenemos teléfono en casa, porque si no hace tiempo me hubiera pedido llamar a su padre», pensó Adela. El abuelo de Eduardo le escribía cartas haciéndose pasar por su progenitor. Cartas que el niño leía con suma alegría. Si algún día se llega a enterar de todo esto, nos odiará, se lamentaba la abuela.

Caminaron algunas cuadras hasta que llegaron al jirón Chota. ¿A dónde vamos?, preguntó Eduardo. Después te digo, respondió su madre. Ahora debemos ver cuál de estos carros tiene asiento libre. ¿No iremos en combi? Estos colectivos llegan más rápido a nuestro destino. ¡Cinco, cinco soles!, gritaba uno de los jaladores. ¡Cinco, seño, cinco! ¿Mi hijo también paga? Todo el que ocupa asiento paga. Adela frunció el ceño, Vamos, Lalo, sube. El niño se la quedó mirando, luego agregó: Mamá, diez soles, ¿tanto cuesta? Sí, cuesta mucho más que si fuéramos en combi, pero como te digo, va más rápido. Qué bueno es papá, gracias a él podemos viajar en este colectivo. Adela bajó la mirada. Su hijo la miró y pensó que tal vez la había hecho sentir mal al no mencionar también el esfuerzo de ella, así que casi de inmediato dijo: Y, por supuesto, gracias a ti, mami. Ella le pasó la mano sobre su cabeza. ¡Dos, faltan dos!, seguía llamando a la gente el jalador, ¡Ya sale, ya sale! Todo estaba bien hasta que Eduardo se percató de que el jalador empezó a vociferar, ¡Chaclacayo, Chosica, ya sale! ¡Chaclacayo, Chosica! Entonces retiró con brusquedad la mano de su madre. ¡Me bajo!, gritó. ¡Yo me bajo! Por favor, Lalo, será la última vez, le pidió su mamá. Yo no quiero ir allá. Pues tendrás que hacerlo. Yo me bajo, me bajo. No puedes bajarte, no ves que el carro ya está en marcha. No me importa, yo me bajo. Ya he pagado tu pasaje. Y a mí qué me importa. Cállate, Eduardo. ¡Cochina! No me hables así. Sí, eso eres, una cochina. Cállate, que te voy a dar duro. Pégame entonces. Pórtate bien, te digo. Yo no quiero ir allá. ¿Y crees que yo quiero llevarte? No quiero ver tus cochinadas. Te voy a dar un lapo. Dame pues, yo voy a llamar a la policía. Llámalos y les diré que eres un contestón, un malcriado. No me importa, le voy a contar a mi papá cuando venga. Adela prefirió quedarse callada. Hacía esto cada vez que Eduardo mencionaba o reclamaba a su padre. La muchacha que iba en el asiento de copiloto dejó de echarse aire, volvió la mirada hacia ellos y compadeció a la madre del niño. En cambio, la mujer que iba sentada atrás con ellos, los observaba irritada. ¡Le voy a contar lo que haces!, continuaba gritándole su hijo. Adela no quería romperle el corazón. No quería decirle la verdad. Quería evitar que Eduardo se llevara una gran desilusión. ¡Si supiera que eres una sucia!, le recriminó nuevamente y empezó a darle manotazos. Ella trató de cogerlo de los brazos para tranquilizarlo, y cuando lo hubo logrado, lo miró fijamente con los ojos llenos lágrimas. Entonces el niño se quedó quieto, se asustó al ver a su madre en ese estado, pensó que sus manotazos le habían causado dolor. La mujer se quedó mirando al otro lado de la ventana. «Aguas claras serán los niños, yo seré padre dichoso. Aguas claras serán los niños, tú serás madre dichosa…», se escuchaba esa canción en la radio, haciendo aun más profunda la tristeza de Adela.

El día anterior, cuando Mario se acercó al carrito sanguchero de Adela, ésta aprovechó para decirle que era muy probable que el sábado llevaría a Eduardo con ella. El contador la tranquilizó diciéndole que no había problema: Mis hijos tienen nuevos videojuegos y autos a control remoto, así que tu hijo tendrá harto para distraerse. Seremos más cuidadosos esta vez.

Le daba pena llevar otra vez a su hijo, sin embargo, estaba bastante preocupada por la salud de su padre, quien le había advertido que no quería que su nieto se enterase de lo que le estaba pasando. Espero que este sábado el pastor me haga el milagro de desaparecerme el tumor. Ése era el motivo por el que a Adela le urgía ir a casa de Mario. Necesitaba dinero, ese dinero ayudaría a cubrir cualquier intervención médica que su padre pudiera necesitar. Para ella los milagros no existían. Desde que su esposo los había abandonado, los milagros y toda esperanza se habían extinguido de su vida. Sólo lo abrazó fuertemente y le dijo: Así será, papito.

Tras dos horas de viaje, Adela anunció al conductor que bajaban en la siguiente parada y le alcanzó un billete de diez soles. Eduardo despertó de su amargura y miró a su alrededor. Ahí seguían la muchacha del abanico y la mujer de los lentes oscuros. Desde hacía algún tiempo circulaba la noticia en todos los medios de comunicación: Una mujer de la selva, en un ataque de ira, a lo Lorena Bobbitt, le cortó los testículos a su esposo mientras dormía. ¿Qué son los testículos?, le había preguntado el niño a su abuelo. Es el pipilín, pues, Lalito. El niño volvió a recordar la escena, volvió a ver el cuerpo de Mario sobre el de su madre. «Si los veo otra vez así, iré a la cocina, agarraré el cuchillo y le cortaré su pipilín a ese cochino. ¿Y a mamá? No, a mamá no le haré nada, porque si no, cuando papá regrese de Japón, se pondrá triste».

¡Baja, Lalo!, ya llegamos, le dijo su madre y lo tomó de la mano para cruzar la pista.

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