La diferencia entre mirar a la muerte y ejercitarse en la muerte / Maria Filomena Molder

      Ingenui est cui multum debeas,
      et plurimum velle debere.
      Montaigne, «Sur la mort d'un ami»

1
      Sintiendo continuamente (por lo menos desde 1577) en la garganta y en los riñones la mordedura de la muerte, Montaigne considera indiferente morir en la patria o fuera de ella, pero si tuviera que escoger, lo que le gustaría sería morir a caballo «fuera de mi casa y alejado de los míos. Hay más aflicción que consolación despidiéndose de los amigos […] y me olvidaría de buen grado pronunciar ese eterno y gran adiós» (Essais, iii, ix, 956). Por más que la ensayemos, nunca estamos preparados para la despedida final, para ésa no se conoce ejercicio, es, de verdad, la fuente de la aflicción, es en ella que se explica el misterio de la desaparición. Montaigne conoció una despedida que lo obligó a una transformación de vida.

2
      «Es verdad, Monseñor, teniendo yo la memoria corta, y ajada aún con la turbación por la cual mi espíritu debía de pasar, debido a una pérdida harto pesada, y tan sustancial, que es imposible que yo no haya olvidado muchas cosas que querría fuesen sabidas. Pero de aquellas que retuve en el recuerdo, he de enviarlas tan fidedignas cuanto me sea posible». Éstas son las palabras iniciales de la carta que Montaigne escribe el 19 de agosto de 1563 a su padre, relatándole de la muerte de Étienne de la Boétie, ocurrida precisamente en la madrugada del día anterior.
      Se trata de una descripción que sigue, vigila, pierde, malinterpreta, asombrada y contenida, deshecha y lúcida, impotente, los pasos de la agonía de su amigo, y que fue terminada de imprimir siete años después, el 24 de noviembre de 1570.

3
      Cientos de años anterior a las epopeyas griegas, la Epopeya de Gilgamesh es el primer texto literario conocido y, simultáneamente, la primera presentación del reconocerse, que se anuncia al desencadenar el temor por la muerte propia, llevando a Gilgamesh al proyecto de un largo viaje en busca de la inmortalidad (el subtítulo de la traducción francesa de Jean Bottéro reza así: «El gran hombre que no quería morir»), tras haber —y a causa de haber— presenciado la muerte de su amigo íntimo, Enkidú.
      Ese largo viaje es saldado por el fracaso, pero su resolución se traduce por la aceptación del fracaso, movimiento cuya mediación es exclusivamente de tenor literario, es decir, de vuelta del largo viaje a las puertas de su ciudad, el príncipe, que es al mismo personaje y narrador, se sienta a la orilla de su muralla y escribe todo lo que le sucedió durante el viaje, finalizando con una alabanza, con la que, de hecho, se inicia igualmente el poema, de la ciudad amada, Uruk. Las afinidades entre el poema y el proyecto de los Ensayos de Montaigne son notables, en el sentido de que la visión de la muerte ajena marca y altera para siempre la vida y la conciencia de ella. Montaigne escribe no para enseñar sino para relatar, y en ese relatar está puesta la intención de pagar una deuda que quedará siempre por saldada, a no ser por aquella parte suya en que el corazón se obliga a revelarse figurando, contando, pintando, resolución literaria que no anestesia el escándalo de la muerte ajena y el terror de la muerte propia, aunque da forma comunicativa a aquello que sólo se conoce por iniciación, la confrontación con nuestra propia vida.

4
      Prepararse para la muerte forma parte, desde Platón, de los ejercicios propios de la filosofía, si no es que es su ejercicio por excelencia, el cual entre los griegos no puede excluirse de una figura resoluble con la cual la vida se presenta. En ese sentido, el viaje que el alma realiza y es descrita en el Fedón (67e), el viaje que nos conduce a nuestro interior, también es una forma dramática, es una forma de poner en escena aquello a lo que llamamos el «reconocerse», que se realiza al habituarse a la imagen de la muerte. En griego, habituarse se dice meletáw, que también significa «cuidar de», «curar», «ocuparse», «ejercer», «ejercitarse» (en el arco, por ejemplo). Cuidar eso, que también se comprende como combate contra el olvido, lo que quiere decir que el saber en cualquier momento nos puede abandonar (cfr. Banquete 208a).

5
      «Nuestros padecimientos han menester de tiempo, el cual es tan corto y tan precipitado en la muerte que es forzoso que ésta sea imperceptible. Son las aproximaciones de la muerte las que debemos temer, y ésas son susceptibles de ser experimentadas». A esta experimentación de las aproximaciones de la muerte, a este poner a prueba nuestros temores, a este ejercicio de dominio del tiempo, como duración de nuestros dolores y anticipación de éstos, llama Montaigne ejercitación. A él consagra la sección sexta del libro ii de los Ensayos.
      Es destacable, por lo tanto, que la ejercitación no nos puede ayudar en la muerte, esto es, no podemos ir a su encuentro y deliberadamente exponernos a las dificultades, en la expectativa de no ser sorprendidos por ella. Una vez idos no volvemos: «sólo la podemos ensayar una vez —cuando llegamos a ella, todos somos aprendices». De aquellos que degustaron y saborearon la muerte ninguno «volvió acá para darnos noticias». La verdad, no se puede sacar enseñanza de la muerte. Y, sin embargo, «me parece […] que existe alguna posibilidad de familiarizarnos con la muerte y de, hasta cierto punto [aucunement] ensayarla». Aucunement significa «hasta cierto punto», es posible experimentar la muerte, esa fortaleza inexpugnable excepto para aquellos que encontraron las puertas abiertas, en la medida en que se consiga vislumbrarla, haciendo el reconocimiento de sus vías.
      En esta imagen montaigniana se libera, vehemente, el resplandor paradojal al que la muerte obliga, resquebrajando cualquier tentativa conceptual que no sea la de aucunement, expresión que es, sin duda, el sello, el contraste propio de este orfebre. Todos los conceptos a determinar en su pensamiento pertenecen a esta especie particular, la de la aproximación a nuestra existencia en todos sus puntos y perspectivas, evitando arruinarla irremediablemente.
      En ese sentido, «hasta cierto punto» apunta para el único cuadro en que nuestra comprensión se revela fértil, al mismo tiempo que invalida el escepticismo nihilista, vinculando entre sí una advertencia severa y un propósito esperanzador.
      Hay una conciencia aguda de que después de esta vida entramos en un «estado eterno», y de que la naturaleza, en su astucia benévola, se encargó a través del sueño de hacernos «acostumbrar a él y de quitarnos el miedo de él», astucia a la que nuestra imaginación, sin embargo, no es afecta, pues por la fuerza de nuestra aprensión duplica «la verdadera esencia de las cosas», de tal modo que se puede llegar a suponer que la preparación para la muerte está incluso consensuada y engastada en esa fuerza, revelándose vanos todos los preparativos para enfrentarla. Montaigne espera llegar a tener esa revelación.
      El recuerdo brutal del accidente, que le dio acceso a la fortaleza de la muerte, se agravó indeleblemente en su alma, pues se representó «el rostro y la imagen de la muerte muy cerca de lo natural» y fuera de la jurisdicción imaginativa, de ahí la posibilidad de reconciliarse con ella.
      Refiriéndose al modo como se sentía, a la languidez que la extrema flaqueza le procuraba, ahondando en una suave anestesia, confiesa que «habría sido una muerte feliz», pero pasadas algunas horas, cuando las funciones del alma resurgieron al mismo ritmo que las del cuerpo, «me cuidé de volver a morir en otra ocasión, pero, esta vez, de una muerte más viva».
      No obstante, aquella reconciliación sólo gana cuerpo verdadero, a partir del momento en que Montaigne puede contar cómo habían pasado las cosas, en que las puede dar a conocer, él, que no conseguía mayor tormento, mayor agonía que «tener el alma viva y afligida pero sin medios para expresarse», de modo que las palabras arrancadas a la fuerza a los enfermos no «constituyen una prueba de que estén vivos, por lo menos, plenamente vivos», son antes gestos oníricos, movidos por el hábito, acciones espectrales, pues los movimientos sólo se revelan nuestros si estamos enteramente empeñados, comprometidos con ellos (y es en eso que se reconoce una auténtica expresión): ésa es la condición de nuestra existencia, mejor, ésa es la condición de la existencia en cuanto nuestra. Contra toda la evidencia, fue ése precisamente el caso de las últimas palabras de La Boétie.

6
      Una mudanza sin nombre ni calidad presentida en el rostro de La Boétie, que se acostara vestido, alerta. Montaigne que, respondiendo al llamado de los familiares, acaba de llegar a su casa. Estamos en el día 10 de agosto de 1563, el amigo le pide que se quede. Dos días después va a encontrarlo con el mal empeorando, debilitándose ostensiblemente. Al día siguiente tampoco se quedó con él. El sábado, día 14, La Boétie se presenta extremadamente abatido: «Me dijo que su enfermedad era ligeramente contagiosa, y además, que era desagradable, y melancólica [asociada a la bilis negra]; que él conocía bastante bien mi manera de ser, y me pedía que no estuviera con él sino de tiempo en tiempo, pero cuantas veces pudiera. No lo abandoné más» («Sur la mort d’un ami»).
      El domingo, La Boétie sufre la primera serie de visiones; habiendo vuelto en sí, cuenta que le pareció estar entre una gran confusión, envuelto por una nube espesa y una neblina oscura, donde todo se mezcla sin orden, pero que eso no le era del todo desagradable: «La muerte no tiene nada peor que eso, le dije entonces. Y no tiene nada el que sea tan mala, respondió él» (ibidem).
      Ese mismo día, contrariando la serenidad y casi dulzura de las palabras cambiadas, La Boétie comienza a perder las esperanzas de su cura, además de inquietarse por las flaquezas que mostró. Montaigne lo sosiega, por tratarse de accidentes comunes a aquellas enfermedades. Entre los dos, se inicia el juego entre aquel que teme perder y aquel que, admitiendo haber recorrido ya la mitad del pasaje, no corre para obtener el primer lugar, y si fuera a decidir, aún se quedaría más tiempo entre los suyos, en particular, su tío y su mujer, y sobre todo el amigo dilecto. Montaigne lo advierte de la necesidad de regularizar todos sus asuntos, y La Boétie redacta su testamento: «Mi tío, mi mujer […] habiendo aprendido hace mucho, tanto por larga experiencia como por largo estudio, la escasa seguridad que cabe a la inestabilidad e inconstancia de las cosas humanas e inclusive de nuestra vida, que no es tan cara, y que, todavía no es sino humo y cosa ninguna […]» (ibidem). ¡Cómo son inoperantes estas palabras para dar cuenta del inmenso dolor de los que están viendo partir, y cómo son desgastadas para dar cuenta de la angustia del que da su última despedida!
      Al amigo, La Boétie entrega una deuda por saldar: «Mi hermano, le dice, que amo tan afectuosamente […] os suplico como señal de mi afecto por vos, que aceptéis ser el sucesor de mi biblioteca y de mis libros, que os doy […] Eso será para vos un mnemósynon tui sodalis [un recuerdo de tu compañero]». Aparentemente, La Boétie presentaba señales de mejorías, vigor en la voz y en las palabras, firmeza en el rostro. Pero el latido del pulso, que Montaigne esperanzado vuelve a medir, le oprime el corazón.
      Al día siguiente, otro desacierto confirma la inoperancia de los propósitos serenos y esperanzados, de las palabras medidas y equilibradas —«estoy seguro de que voy a encontrarme a Dios y la morada de los bienaventurados»— que se desvanecen, se sofocan frente al exceso de la desaparición. A la impaciencia de Montaigne en relación con ellas, responde La Boétie con una punzante interrogación: «¿Qué os pasa, hermano mío, me queréis infundir miedo? ¿Y si yo lo tuviese, quién podría quitármelo?» (ibidem). La Boétie naufraga, destrozado entre la voluntad de ceder a la muerte, el deseo de ver cesar sus tormentos, y la desesperación de tener que abandonar aquello a lo que aún no se habituó.
      Al comienzo del martes, día 16, parece reconciliado, repitiendo que puede llegar, que lo encontrará bien dispuesto y con pie firme. Aunque, durante la noche, el rostro comenzaba a ser robado a la vida, pareciendo una sombra y un espectro más que un hombre. Y tiene lugar la segunda serie de visiones, efectos maravillosos de la imaginación que, a pesar de ser muy exigido por Montaigne, él no podrá recobrar, de tal modo son admirables, infinitas e indecibles.
      En medio de estertores punzantes, de las estocadas de la muerte que lo herían, cada vez más certeras y opresivas, La Boétie, entre otras cosas, comienza y recomienza a suplicarle con intensa pasión que le diese un lugar, y como Montaigne, intentando calmarlo, le hiciera dulcemente sentir que no se dejase arrastrar por el mal, que sus palabras no eran las de un hombre entendido, el moribundo se llena de impaciencia por la incomprensión y exclama: «Hermano mío, hermano mío, ¿me niegas, entonces, un lugar?». Montaigne se pone entonces a buscar argumentos sobre la relación entre los cuerpos y el espacio, para convencerlo, a lo que La Boétie concede un «está bien, está bien», y responde con otra argumentación: «ocupo un lugar, pero no es ése el que necesito, y, en pocas palabras, ya no tengo ser». A lo que Montaigne agrega, consolándolo inoportunamente, que Dios le dará en breve uno mejor. Incluso sabiendo que no es eso lo que está en juego, La Boétie acepta, desiste, ya sin tiempo ni fuerza, diciendo que hace tres días que está, él mismo, convenciéndose.
      Muere a las tres de la mañana del miércoles, día 18 de agosto, «después de haber vivido treinta y dos años, nueve meses y diecisiete días». Montaigne no estaba en ese momento junto a él.

7
      Muere solo —pieza en un acto con un solo personaje—, hay que prepararnos para eso. Pero no hay modo de prepararnos para la muerte ajena. En relación a la muerte de los otros, en el caso límite supremo en que ese otro es el más amado, sólo se puede asistir, ninguna lección —justo lo que, falso, se destila del poder alabar e imitar la serenidad y la valentía presenciadas. Asistir a la muerte implica una exigencia por cumplirse: explicar la sutura que, habiendo sido apagada por entrega recíproca, se abrió irremediablemente: la deuda por pagar que sustenta todos los pasos de Montaigne, cuya vida «desde el día en que lo perdí» no es sino «humo, una noche oscura y dolorosa. Donne-moi une place ! Es en la vida que se halla el lugar, y no en ese entendimiento de la vida en que aparece como ejercitación, como dominio creciente de las aproximaciones de la muerte —e inclusive sabiendo que no es posible establecer una línea de separación clara, en la medida en que las aguas de una y otra se mezclan—, en la vida,
      en la que se obedece a la voz de alguien: ¡Recuérdame! La biblioteca de La Boétie, recibida como herencia, es el símbolo de eso, mnemósynon le llamó él, al donarla al amigo: «yo, a quien, con amorosa estima, él, con la muerte en los dientes, constituyó, por testamento, heredero de su biblioteca y de sus papeles» (Essais, i, 28).
      «¡Dame un lugar!», pide La Boétie a Montaigne en la última tarde de su vida, ese pedido definitivo, repetido de un modo tan punzante mientras Montaigne, ciego y afligido, no lo consigue descifrar, creyendo que el amigo, al pedirle aquello que aún tiene y ocupa, perdió las reglas de su juicio.
      La Boétie pide cualquier cosa a Montaigne, lo que sabe sólo el amigo, y únicamente él puede dar, pero no consigue obtener ni la más tenue comprensión.

8
      Hay un momento en nuestra vida —que sólo formalmente podemos anticipar— en que nos reconocemos, en que nos descubrimos como nosotros mismos, nos sorprendemos y somos sorprendidos por el propio ser, sorprendemos a la soledad y anticipamos la muerte solitaria. Reconocerse puede ocurrir al momento en que se ve a la muerte aproximarse a alguien, la muerte ajena y no la nuestra: vemos la muerte sobre el rostro de alguien que amamos y la visión de la propia muerte irrumpe inextinguiblemente.
      Montaigne junta el dar ayuda, el asistir a la muerte ajena, al ejercicio de familiaridad con la muerte, aquello que llama «ejercitación», y que no sólo es la forma suprema del cuidado de sí, porque hay otra que se le adelanta, la de no olvidar, la de dar un lugar a aquel que se despidió eternamente de él.
      Por eso, no se vislumbra en Montaigne cualquier tentación de solipsismo, contenida en la actividad contemplativa, de que el Fedón de Platón, en el cual se describe el ejercitarse en el viaje de la muerte que permite al alma solitaria acceder a su interior, conocerse, es el ejemplo original. Inversamente, en Montaigne el propósito de conocerse a sí mismo se engendró en la experiencia de asistir a la muerte del otro, haber quedado vivo obliga a no ceder al sentirse perdido; la anticipación de la muerte es incesantemente combatida, menos por la ejercitación que por el esfuerzo de no olvidarse, que se alía magnéticamente a la búsqueda de la inmortalidad, a la aceptación de lo irreductible. Y todo eso debe explicarse, contarse, encontrando las figuras protectoras, basándose en palabras ajenas.
      Como escribió en el libro iii, cap. 9, «los lugares embrujados y habitados por personas que nuestra memoria convida, nos conmueven mucho más que escuchar narraciones de sus actos o leer sus escritos». Es también ésa la compañía que le reserva a Étienne de La Boétie.

9
      Se trata de recibir la comunicación de un secreto, en el que se conjugan ver cualquier cosa y hacer cualquier cosa, sobre todo en el sentido de hacer cualquier cosa por sí mismo, ser sometido a cualquier cosa o persona, y guardar eso para sí hasta el momento en que otro recibirá la comunicación de ese secreto. En el caso de Montaigne, esa comunicación es de naturaleza literaria. En verdad, aquel secreto no puede ser compartido en una comunidad, toda vez que se trata del reconocimiento del propio yo como un enigma, sellado por una juntura entre dos, cuya sutura fue enteramente absorbida al perderse en otro, que mantenía íntegros a Michel y Étienne. Presenciamos aquí el gran milagro de la duplicación: el descubrimiento de que el otro no es sino yo. Saber el nombre del amigo fue esencial: «Nos abrazamos por nuestros nombres», habiéndose buscado aún antes de haberse encontrado (Essais, i, 28).
      Este reconocimiento sólo tomó ventaja expresiva en Montaigne, luego de haber pasado por la terrible prueba de aquellos días de agosto, en que se abrió una herida, cuyas cicatrices nunca más se cerraron. Todos los días que le siguieron fueron henchidos por la resolución de investigar sus signos en todas las direcciones posibles.

Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos

            «Es propio de un corazón noble querer deber más a aquel a quien mucho debe » . Palabras que, en su lecho de muerte, La Boétie dirige al tío, después de pedirle que le cubriera los hombros, esto a pesar de la presencia de un criado.

      Debo esta interpretación a Franz Rosenzweig en Der Stern der Erlösung, donde, además de esto, se defiende la tesis de que el acceso al «reconocerse», el descubrimiento del Selbst, del sí mismo, sólo puede ser poética —aparte del Gilgamesh, otro ejemplo es la tragedia griega —y, agrego yo, de matriz dramática, en la medida en que los personajes actuando unos sobre otros nos muestran el modo con que se hace uno cargo de la vida, esto es, el sí mismo escapa al dominio exclusivamente conceptual.

      A quien llama «ma semblance » , como muchas veces sucedía, y que Montaigne dice ciertamente proceder de una antigua alianza entre ellos.

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