Recuerdo el alboroto de los hombres retornando ese atardecer por el camino de la montaña. Aquella misma mañana, mamá se había levantado con dolor de cabeza y nos había dejado a nuestro aire todo el día, en vez de obligarnos a hacer las cartillas de deberes como siempre. Jaime y yo habíamos jugado a dragones y tesoros sobre la explanada de tierra al borde de la rosaleda. Nos preparábamos para el último campeonato, y ya habíamos metido los dedos índice y pulgar dentro de los pétalos acampanados de las flores con forma de dragón, dispuestos a enfrentarles en una batalla campal, cuya victoria iba a ser recompensada con el tesoro de piedritas blancas redondas que habíamos reunido. Mi dragón, amarillo de fondo con manchas marrones y moradas, se llamaba Ajuriel. El de Jaime, rosado con manchas azules, Mostazón. Era Jaime quien les había puesto los nombres. Con los codos apoyados sobre la arena, las muñecas dobladas y los dedos enguantados en las mandíbulas, buscábamos el momento para engarzarles en la lucha.
Entonces, la tonta de Consuelito, la hija pequeña de nuestro vecino, de quien nunca nos podíamos librar, y que, tumbada sobre el camino, observaba embobada los preparativos de la justa, levantó la cabeza y gritó:
—¡Mirar! Vuelven los cazadores y traen algo.
Su grito hizo estallar la burbuja de nuestro mundo épico de dragones, y nos volvimos a mirar hacia el camino. El grupo de hombres marchaba con rapidez hacia nosotros. De sus hombros cubiertos por camisas pardas, raídas, colgaban fusiles, y sus botas polvorientas abrían surcos en la grava.
—¡Quitaros de ahí, chicos, que aquí llega el buitre!
Era Porfirio, el guarda de la finca. Había salido a cazar al monte por la mañana, con sus hijos y su sobrino. Venían en fila india, y sobre los hombros cargaban una extraña camilla hecha de palos, donde yacía una masa de plumas marrones y grises. Jaime y yo nos levantamos de un salto, abandonando dragones y tesoros blancos, mientras nos apartábamos para dejarles pasar. Caminaban con paso apresurado, y traían las caras sudorosas bajo las boinas, los ojos brillantes, los labios resecos. Ramón, el hijo menor de Porfirio, venía con ellos. Tenía once años y a veces jugaba con nosotros. Nos llevaba al río, nos enseñaba a tirar piedras y a coger ranas. Ésta era la primera vez que había salido a cazar con los mayores. Su padre y sus hermanos iban a cazar a menudo al monte, pero casi nunca traían más de un par de conejos, o una ristra de gorriones ensartados en una cuerda colgada del cinturón.
Ramón se adelantó al grupo y corrió hacia nosotros gritando:
—¡Hemos cazado un buitre!
Llegaron al recinto central de la finca, alrededor del cual se encontraban las casas con fachadas blancas de cal salpicadas de piedras de granito. Eran las casas que alquilaban las familias veraneantes, como nosotros. La gente mayor había empezado a asomarse a las puertas. Mamá y la tía Úrsula se asomaron también a la ventana. El padre y el tío de Consuelito se acercaron al centro del recinto. Porfirio y Juan, su hijo mayor, bajaron la camilla a la tierra. Los tres niños nos acercamos a ellos. Sobre los palos burdamente atados con cuerdas, yacía el gran pájaro muerto. De su cuerpo tumbado boca abajo salía hacia el lado un cuello largo, pelado, acabado en una cabeza pequeña con un gran pico curvo. Por primera vez sentí el olor dulzón y nauseabundo de la sangre.
—¡Tú, muchacho, trae dos maderos y el martillo del granero! —le dijo Porfirio a Ramón.
Ramón salió trotando y volvió al punto. Enseguida, Porfirio y Juan clavaron los maderos en la tierra; y después levantando al buitre, lo pusieron de pie, y extendiendo sus alas, las clavetearon sobre los maderos.
—Debe de medir al menos tres metros —le oí decir al tío de Consuelito.
—Pues pesará unos seis o siete kilos —dijo el padre.
Ahora todo el mundo rodeaba al buitre y Porfirio contaba cómo lo habían cazado.
—Allá a media sierra, estaba entre las piedras con el carnero que se le escapó el otro día al Marcelo. Juan le disparó y le dio a la primera.
Juan sonreía con las rudas mejillas resplandecientes bajo el sol, mientras se pasaba el cigarrillo de un lado a otro de la boca. Casi nunca hablaba. Era un hombre joven de cuerpo pequeño y musculoso. Tenía los ojos verdes, y los dientes ennegrecidos por las caries y el tabaco.
Porfirio volvió a mandarle a Ramón:
—¡Eh, tú! Trae la bota de vino.
Ramón volvió en unos minutos, y la bota fue pasando de mano en mano, mientras el chorro rojo oscuro caía sobre los labios de los hombres. La conversación subía de tono entre risas y cuentos de caza. El sol caía aún recio sobre las cabezas. Al fondo, las montañas azuladas flotaban en la neblina que la tierra caliente exhalaba hacia el cielo.
—¿Por qué le habéis matado? —preguntó Jaime, acercándose a Ramón.
—Anda, ¿y por qué no? —respondió Ramón—. ¡Mírale, qué grande y qué feo es! Ven, tócale y verás lo malos que son los buitres.
Consuelito, Jaime y yo nos arrimamos con cautela. Una bala le había atravesado el pecho. El agujero negruzco estaba lleno de moscas. Las alas se extendían enormes y poderosas, cargadas de plumas duras grisáceas. Los ojos vidriosos estaban todavía abiertos.
Jaime empezó a llorar. Ramón se reía, e hincaba la punta de un palo entre las plumas del ala abierta.
—Anda, llorica, que ya no puede hacerte nada. Toma, te presto el palo.
—Eres idiota. Y no sé por qué le teníais que matar. Los buitres no matan a los corderos —dijo Jaime.
—¡Y tú que sabrás, si no sabes ni aplastar un renacuajo! —se burlaba Ramón, mientras se volvía bromeando a pinchar a Jaime con el palo.
De repente un grito estridente cortó el aire cargado de crepúsculo. El grupo de hombres se arremolinó a nuestro alrededor. Gotas de sangre resbalaban por el brazo de Ramón, que había caído al suelo y lloriqueaba. Manos rudas y brazos morenos se abalanzaron para arrancarle a Jaime de encima, que le hundía las uñas en la cara, y no soltaba la mandíbula clavada en su antebrazo. Consuelito empezó también a llorar.
—¡Demonio de chiquillo, no suelta!
Porfirio sudaba bajo la boina mientras intentaba agarrar los miembros resbaladizos de Jaime. Su hijo Juan y el padre de Consuelito también intentaban en vano separarles, entre gritos y reproches.
Vi la cabeza pelirroja de mamá surgir de repente en medio del grupo.
—¡Jaime! —chilló—, ¡ahora mismo vuelves conmigo a casa! —la voz de mamá, en sus momentos de furia, tenía el efecto de congelar cualquier situación. El grupo se abrió, jadeante y silencioso, para dejarla pasar.
Jaime levantó la cara pringada de lágrimas y polvo.
—Lo han matado, y no había hecho nada —dijo, estallando de nuevo en sollozos.
Mamá lo fulminó con la mirada.
—¡A casa ahora mismo! ¡Los dos! —rugió, mientras nos agarraba bruscamente del brazo y nos zarandeaba. Se dio la vuelta y comenzó a dar zancadas hacia la casa, arrastrándonos tras ella.
—Yo sé de dos que van a cobrar bien hoy —dijo Porfirio en tono de sorna, a la vez que levantaba a Ramón del suelo y le sacudía el polvo.
Mamá se paró en seco, y se giró hacia el grupo.
—Y yo sé de otro, señor, que debería estar temblando de vergüenza por haber crucificado a un pobre pájaro delante de unos niños.
Otra vez se dio la vuelta, y seguimos marchando hacia la casa a paso militar. Al llegar, la tía Úrsula se apresuró a abrirnos la puerta.
—¿Pero qué ha pasado? ¡Y este niño, con la cara llena de mugre y de sangre! —dijo la tía—. Y tú, mujer, ¿cómo te pones así, con ese hombre tan bruto? Para qué te alteras tanto, si es sólo un bruto y un ignorante.
Miré a mamá y vi que tenía la cara bañada en lágrimas.
—Sí, sólo un bruto —dijo—, y un ignorante que no sabe lo que hace, pero mientras tanto… lo hace—. Y, arrodillándose junto a Jaime y a mí, nos rodeó con los brazos, estrujándonos muy fuerte contra su cuerpo, mientras yo sentí la sal de sus lágrimas sobre los labios.