La crisis del artista adolescente en la literatura española finisecular / María-Dolores Albiac Blanco
España en el fin de siglo europeo
Cualquier hispanista sabe que una hipotética biblioteca ideal del fin de siglo español incluiría a cuantos nombres significaban algo en la inestable Europa de la franja que va de 1875 a 1918, que no sobrevivirá a los disparos de Sarajevo en 1914. Era la Europa de la llamada Belle époque, si se la reduce a sus carísimas cocottes internacionales, la sicalipsis, la jaranera plutocracia y poco más. La Europa de la bohemia, que abría nuevas embajadas en un intento de evitar la llamada política de las cañoneras, que Roosevelt llamó del big stick (el gran bastón); una Europa internacionalista y viajera en la que Jules Verne puso a Phileas Fogg a dar la vuelta al mundo, a Nemo a subsumirse en los océanos y a vengar sus agravios de indio oprimido contra los imperialistas británicos, o inventaba periplos fascinantes en globo sobre África y magníficos naufragios en islas misteriosas. Fue la Europa de las narraciones de aventuras, de los parajes exóticos de Rudyard Kipling o Stevenson, la del sufragismo y el feminismo. La Europa que en su estudio del universo iniciaba las investigaciones sobre la estructura atómica, la teoría de los quanta, la relatividad, la que privilegiaba la sociología como guía de la historia, de la mano de Emile Durkheim, Max Weber, Wilfredo Pareto, Thorstein Veblen… La Europa del marxismo y de las ciencias sociales con Marx, Engels, Éduard Bernstein, Karl Kaustky, Max Adler, la de la crisis de la filosofía positivista que dio a Nietzsche y a Bergson, la del nuevo psicologismo de Freud, la de la herejía modernista, la del anticlericalismo y, simultáneamente, la del misticismo y el éxtasis como formas de conocimiento pararreligioso. Una Europa que era creadora de utopías terribles de la mano de Wells, o se preocupaba por la educación de sus adolescentes con Herman Hesse, la que reflexionaba sobre la vida y el arte con Thomas Mann y sobre las vías de la moral social con André Gide. Es la Europa del naturalismo y el simbolismo, la del decadentismo, la de la ambición de totalidad y unidad del arte, que en música personificó Wagner, y, asimismo, es la Europa del compromiso de los intelectuales, la de los movimientos obreros, la de los asesinatos anarquistas, la del socialismo de cátedra y las sociedades fabianas. Y es que el modernismo fue un movimiento plural, hijo de muchas iglesias.
Ese decadentismo fue definitivo en las novelas de la tetralogía generacional de Ramón Pérez de Ayala —autor al que he de referirme en este trabajo—: Tinieblas en las cumbres (1907), A. M. D. G. (1910), La pata de la raposa (1912) y Troteras y danzaderas (1913). Un decadentismo que protagonizó la literatura finisecular, creando, casi, un programa estético. Las causas hay que buscarlas en la colectiva y generalizada sensación de que se viven los últimos estertores de un mundo refinado e injusto que ha entrado, irremediablemente, en su fase terminal y ofrece el obsceno espectáculo de su degeneración, como explica Roth en La cripta de los capuchinos. Conviven, en una mezcla de nostalgia, el antiguo esplendor y la ira por los desequilibrios que encerraba. Todo lo cual explica muchas de las actitudes de los artistas cuando expresan sensaciones refinadas —muchas veces basadas en transgresiones a la norma moral— o recrean ideales mundos aristocráticos, mistéricos o místicos. Conviven los descensos a lo abyecto y la piedad hacia los desahuciados de ese exquisito mundo que se escapa y se transforma a ojos vistas. Parte de la simpatía de los intelectuales por las doctrinas anarquistas y por los activistas ácratas nace de estos sentimientos decadentistas que ejemplifica bien Oscar Wilde.
España no estuvo ni al margen de sus ritmos ni desconoció el día a día europeo. La ciencia española dio en Santiago Ramón y Cajal un científico de talla, cuyo peso científico, unido a su agnosticismo declarado y al laicismo científico que predicó, ofrece un perfil perfectamente identificable con el de cualquier sabio de cualquier nación moderna. Para 1890 los teatros españoles para minorías, los libres o independientes, representaban a Oscar Wilde, D’Annunzio, Maurice Maeterlinck o Ibsen. En 1900 Nietzsche ha sido traducido al español y no faltaron europeístas empedernidos, como el primer Ramiro de Maeztu, tan dreyfussard y nietzscheano, ni concordancias —que no todo es influencia— con el pensamiento de Sören Kierkegaard, de Renan o de la teología inglesa o alemana, tan patentes en Miguel de Unamuno. Si Valle-Inclán es un exponente claro de la bohemia, del espíritu de aventura, del exotismo, de la atracción por lo prostibulario y canalla, y hasta por lo degenerado e incestuoso, también es el creador de excelsas sensaciones místicas y literarios trances de éxtasis. Con este regeneracionismo modernista está Azorín o ese bohemio trágico y peculiar que fue Alejandro Sawa. La corriente de lo que los alemanes llamaron el Bildungsroman, la novela educacional o de aprendizaje, cuenta con firmas tan preclaras como las de Baroja, Azorín o nuestro novelista, Pérez de Ayala. El prerrafaelismo inglés tiene en España pintores como Triadó, Alexandre de Riquer, Parcerisa, y literatos del calado de los ya citados Valle, Baroja o Pérez de Ayala. La corriente utopista española ha sido convenientemente estudiada y Juan López Morillas fijó las características de la «antiutopía». El propio Pérez de Ayala publicó en 1909, en la colección de El Cuento Semanal, un relato utópico, Sentimental club.
El anticlericalismo decimonónico español se repristina en el estreno de Electra (1901), de Pérez Galdós, del que salían los jóvenes liberales electrizados al grito de «mueran los jesuitas», ante el escándalo virulento de José María Pemán y sus compañeros reaccionarios, que no dudaron en entrar en pelea de calle con sus opositores. Los narradores naturalistas españoles participaron del general espíritu anticlerical y laicizador, patente en libros de memorias como las de Ramón y Cajal. En este movimiento militaban Blasco Ibáñez, Valle, el primer Azorín, Baroja, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala…
Como sucedió en el fin de siglo europeo, los intelectuales españoles «jóvenes» sintieron predilección por los periódicos y revistas, donde publicaron buscando un gran público propio y el pago inmediato, pues deseaban vivir de su literatura. Hubo novelas, como La voluntad, de Azorín, que, antes de aparecer en libro, se publicaron en el periódico por entregas. Y al igual que los modernistas europeos, los nuestros no desdeñaron poner su firma en prensa de partido o claramente comprometida con la izquierda. Así hicieron autores como Unamuno, Azorín, Maeztu, Baroja… En 1903, en El Globo, se publicó el testimonio de un Baroja que gritaba su repugnancia ante la represión y la corrupta política de la Restauración:
A nosotros, los que vivimos modestamente […] lo que sí nos importa es que se atropelle a la gente y se dispare a mansalva sobre la muchedumbre indefensa; lo que nos importa es ver niños muertos a balazos, mujeres atropelladas, jóvenes apaleados.
En 1875 se exigió a los profesores de la Universidad española un juramento de fidelidad a la Iglesia Católica y a la monarquía; la negativa indignada de los profesores más comprometidos con la modernización y el progreso civil fue origen del movimiento educativo y social más importante de la historia contemporánea española: nació la Institución Libre de Enseñanza (la ile), a la que han estado vinculados los mejores científicos, pensadores, intelectuales, creadores y políticos, hasta nuestros días. Pérez de Ayala fue discípulo de los institucionistas en la Universidad de Oviedo y hombre siempre identificado con la ile.
Un canon literario ético
Los escritores modernistas «jóvenes» decidieron escribir obras teatrales para borrar fronteras con el público, mediante ese diálogo directo que es lo teatral y, en un impulso por renovar los géneros y mostrar la compacta unidad de «lo literario», fundieron géneros en una misma obra; así hay novelas dialogadas, escenas teatrales en los libros de relatos, se mezcla verso y prosa. A los «jóvenes» no les preocupa desagradar al tradicional público lector; los «jóvenes» pretenden zaherir la política corrupta, denunciar las injusticias y, también, escribir obras bellas y de calidad para hacer pensar y educar a su público. De la ruptura estética con la etapa anterior y el rechazo moral de la sociedad en la que viven, nace una literatura esencialmente ética, que caracterizó la etapa finisecular en España.
Esta España que Menéndez Pelayo reivindicó unos años antes como martillo de herejes y luz de Trento, afortunadamente sabía hacer cosas muy diferentes e infinitamente más hermosas y útiles que andar a tizonazos con los descarriados y emplumar a sedicentes brujas. Todo lo dicho vamos a encontrarlo en las novelas de Pérez de Ayala, donde la conclusión a la que conduce a su lector es la de que un creador comprometido, donde ve desarrollarse la vida social, con sus contradicciones e injusticias, el mejor observatorio para analizar la corrupción o los aciertos de los políticos y donde puede comunicarse con otros intelectuales y publicar, es Madrid. ¡Precisamente ese Madrid de «Colorín, pingajo y hambre», que atinadamente denuncia Valle-Inclán en Luces de bohemia! Los modernistas regeneracionistas comprueban que Madrid es, por la convivencia de contrarios, la mejor fuente de inspiración para quienes desean hacer obras comprometidas que denuncien la injusticia y planteen propuestas de modernización y de convivencia tolerante y liberal, entendiendo liberal en su aspecto social y civil, no en el económico. Ésta es la conclusión que ofrece la última novela de la Tetralogía Generacional, Troteras y danzaderas, donde concluye el periplo moral y vital de su protagonista, el propio Ramón Pérez de Ayala, literaturizado como Alberto Díaz de Guzmán y cuyos personajes y muchas de las situaciones de la novela tienen su correlato en la vida real, como veremos. En Madrid viven los intelectuales honrados como Antón Tejero (Ortega y Gasset), Alberto del Monte Valdés (Ramón del Valle-Inclán), Halconete (Azorín), Sixto Díaz Torcaz (Benito Pérez Galdós); los políticos corruptos como Sabas Sicilia (Amós Salvador), los buenos escritores junto a «escribidores» y poetastros de cutre imitación como Teófilo Pajares, alter ego de los malos poetas modernistas, el de una Universidad precisada de remoción y el de los científicos entregados… Es la capital de las troteras, pero también la de las buenas bailarinas, las danzaderas, como Pastora Imperio, como la Argentina y la Argentinita…
El proceso mediante el cual Alberto Díaz de Guzmán (alter ego literario de Pérez de Ayala) pasa de ser un jovencito decadente, soñador y, tan obsesionado por la perfección que no se decidía a escribir nada, a convertirse en un escritor trabajador, de humildad casi franciscana, tolerante y comprometido con el progreso moral y material de su patria, se inicia en Tinieblas en las cumbres. Ésta es una crónica, con buenas dosis de sátira, de los avatares de un grupo de excursionistas —señoritos provincianos y horteras, ellos, y las pupilas del burdel de Manuela, La Picha— que viajan al puerto para contemplar un eclipse de sol. El episodio, en líneas generales, sucedió en el Principado de Asturias: fue el eclipse de 1905. La novela presenta a Rosina (quizá La Fornarina), la aldeanita embarazada por Fernando, un saltimbanqui de circo, que sólo halló refugio en el burdel de Pilares (Oviedo). Su reaparición en La pata de la raposa y, sobre todo, en Troteras y danzaderas, permite a Pérez de Ayala contar la biografía coincidente de algunas tonadilleras que, con tropiezos iniciales como Rosina, llegaron a ser admiradas y mantenidas por políticos y escritores de moda. La novela del eclipse se cierra con el protagonista en tal crisis existencial que marcha a una iglesia para renegar de su educación jesuítica, de su vocación de artista y, ya en su estudio, destroza los modelados en yeso para caer redondo, víctima de una descomunal borrachera, que lo deja como muerto. Para explicar al lector por qué los jesuitas son culpables del ultramontanismo de las clases altas españolas y cómo la educación represiva y castrante recibida en el colegio de la Compañía de Jesús (La Inmaculada de Gijón) lo transformó en un enfermo de la sensibilidad y un hipercrítico débil de voluntad e incapaz de llevar a cabo ningún proyecto, por temor a que la obra no fuera perfecta y suscitara críticas, escribe A. M. D. G. (Ad Maiorem Dei Gloriam), la divisa de la Compañía de Jesús. A esta congregación los anticlericales la consideraron la gran culpable de la mala educación de los españoles y de la beatería inculta de sus mujeres. Después de esta vuelta atrás, o paréntesis explicatorio de la infancia de Díaz de Guzmán, la saga retoma la cronología en La pata de la raposa, donde Alberto, que entra en su primera juventud, padece de miedo al ridículo, un cáncer que roe sus posibilidades creativas y lo torna un dilettante, un soñador abúlico, un señorito provinciano, como eran la mayoría de los españolitos tópicos. A partir de esa reflexión sobre la vida en el colegio de jesuitas el personaje adquiere la representatividad necesaria para ser símbolo de su generación. En esta novela se despierta con la resaca propia de los etilismos con que se había cerrado Tinieblas en las cumbres. La pata de la raposa analiza las manifestaciones de su crisis de personalidad en una línea muy acorde con las crisis de los héroes de la literatura española y europea finisecular, porque en esta novela se plantean ya las morales de salvación que en la novela final del ciclo, Troteras y danzaderas, dan la clave de la redención definitiva del intelectual regeneracionista que es Díaz de Guzmán.
Díaz de Guzmán se plantea su futuro y analiza los pros y los contras del campo frente a la ciudad, de la horaciana y controlada vida provinciana frente a la libertad y espontaneísmo de la urbana, del rigor y la angustia que causa el miedo a las críticas frente a la valentía de atreverse a hacer algo con convicción y pensando en los demás. El protagonista saborea el talante decadente de fin de siglo y valora el compromiso liberal; como un péndulo acumula esas experiencias que le permitirán elegir su camino y realizar su vocación. Alberto ha pasado de los castísimos festejos con Fina, su provinciana y virginal novia, a los depravados brazos de una hetaira de burdel que le recita a Voltaire… En su deambular en busca de experiencias se relaciona con el mundo de la sicalipsis y el circo, y va gastando patrimonio hasta que un empleadillo de banco (llamado significativamente Hurtado), pícaro y aspirante a capitalista, lo arruina. Así las cosas, el español Alberto Díaz de Guzmán tiene que trabajar para vivir, y decide que ha de hacerlo sin traicionar su vocación. Ahora asume que el camino redentor y definitivo pasa por ser un escritor regeneracionista y cree que la manera de escribir una literatura comprometida sólo puede nacer en la experiencia:
…es necesario haberse encontrado en trances vividos, muchas veces insignificantes en apariencia, de los cuales se ha podido extraer, como si se creasen por vez primera en la historia, los valores y conceptos fundamentales de la conducta y del universo. Tengo la certidumbre de que éste es mi caso […] Y como, por nefasta influencia de la educación jesuítica, yo había llegado a aniquilar el viejo mundo externo, puede decirse que he creado
un mundo de la nada.
El escritor Díaz de Guzmán en La pata de la raposa había decidido trasladarse de la aldea asturiana a Madrid, donde viven los intelectuales y se desarrolla la vida política y social, para luego, una vez afianzada su obra y con fama, volver al pueblo con Fina, casarse y seguir escribiendo… Pero la vida acaba volviendo del revés sus previsiones iniciales. Y fue una suerte porque le evitó el desastre en que acabó Arsenio Bériz (Federico García Sanchiz), un joven «con sus cinco sentidos muy sagaces y despiertos», al que aconsejó dejar un Madrid que lo estaba llevando por malos pasos y donde «terminarás por corromperte física, moral y artísticamente». Volver al pueblo fue la peor decisión de Bériz: se casó con la hija de un abaniquero, lo pusieron a vender abanicos y lo aplastaron el tedio de la vida provinciana y su empalagosa consorte: «me persiguen los recuerdos de aquellos años de vida madrileña […] comprendo a todos los que han experimentado la sed de lo extraordinario […]. Vivir es exacerbar la sensación de vivir […]. Estoy desesperado. ¡Madrid, mi Madrid fascinador y canallesco. Compadéceme». Lo que Alberto encuentra, conforme transcurre su vida en Troteras y danzaderas, cambia sus primitivos planes de raíz. Madrid está lleno de posibilidades donde un creador puede aprender y elegir. Hay una sociedad literaria borbollante, comprometida con el rigor intelectual y con la denuncia política, escritores serios que se enfrentan a la vacuidad de la bohemia estéril y repetitiva de los poetambres del modernismo trasnochado, que también tienen un público adicto en jovencitas soñadoras y lectores de literatura «rosa» y tan cursi como infladamente tremendista y fúnebre. En Madrid, Pérez de Ayala pone a su doble literario a convivir con personajes de ficción, que también tienen su correlato en la vida real. Se llaman Antón Tejero (Ortega y Gasset), Halconete (Azorín), Mazorral (Ramiro de Maeztu), Sixto Díaz Torcaz (Pérez Galdós), Alberto del Monte Valdés (Valle-Inclán), Muslera (García Morente), Arsenio Bériz (Federico García Sanchiz)… Y en ese Madrid, entre bailarinas, prostitutas, actrices, políticos, y amigos sin un duro, Alberto Díaz de Guzmán conforma su propio credo ético y estético, y desde posturas que nunca abandonan una saludable dosis de distanciado individualismo crítico, se une al grupo regeneracionista para poner, todos juntos, sus conocimientos al servicio de la liberalización democrática de la vida de la patria. Antón Tejero organiza una suerte de sociedad de mítines y conferencias para educar políticamente a los españoles, e invita a sus amigos y correligionarios a colaborar y difundir los valores de la democracia y la tolerancia y a denunciar la corrupción de la monarquía de la Restauración, en sus escritos y creaciones. Ésos deben ser los temas de las novelas, la poesía, los artículos de periódico y revistas, de los dibujos, pinturas y esculturas. Todos están llamados a modernizar España con la excelencia de su actividad laboral y social, y eso incluye a la bailarina, la cantante, los actores, los médicos o los ingenieros.
Los utópicos propósitos horacianos del protagonista de La pata de la raposa se transforman en el Madrid de Troteras y danzaderas en realidades tangibles gracias a su experiencia y al contacto con ese mundo plural que está descubriendo. En la capital de España, donde la política muestra sus posibilidades redentoras y su cinismo más crudo, es donde Alberto puede conocer y elegir. Asume que su obra ha de comprometerse con la denuncia civil y moral, y que eso se logra también haciendo obras hermosas y de calidad, como las que escriben Pérez Galdós o Valle Inclán. Si bien con ciertas distancias cautelares, también se une a la campaña regeneracionista que capitanea Ortega y Gasset. Díaz de Guzmán arrumba la abulia y decide con voluntad (como el título de Azorín) ser un artista liberal y tolerante, convencido de que merece la pena regenerar la patria y curarla de sus males.
Nulla æsthetica sine ethica
Lo que antecede, así de rápidamente contado, es la biografía de un españolito-tipo perteneciente a la burguesía no monopolista finisecular. No es la autobiografía del novelista, pues los datos de ese dandy novelesco son perfectamente intercambiables con cualquiera de sus compañeros de generación que intervinieron en unos empeños cívico-culturales que los mantuvieron unidos hasta 1931, cuando se proclamó la Segunda República Española, y a cuyo advenimiento contribuyeron con sus escritos y firmando el manifiesto «Al servicio de la República» Pérez de Ayala, Azorín, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón… Algunos de ellos, como hemos visto, son personajes de la novela de 1913.
Entre la primera novela de la saga, en 1907, y la última, en 1913, la tetralogía del dandy decadente Alberto Díaz de Guzmán demuestra que son muchos los escritores españoles que caminan a la par de los europeos. El intelectual hispano también ha apurado todos los cálices del modernismo finisecular hasta adquirir el compromiso ético de denunciar la intolerancia en su patria e impulsar el liberalismo a través de una estética realista. Díaz de Guzmán cree —contradiciendo a Tejero— que los españoles, más que una educación política, necesitan una educación estética: «¿A qué esforzarnos en dar a España una educación política que no necesita aún ni le sería de provecho?», argumenta Alberto a su amigo Tejero en el capítulo «Verónica y Desdémona». «Lo que hace falta es una educación estética que nadie se curó de darle hasta la fecha». Y prosigue:
Mire […] en nuestra literatura y verá una raza triste y ciega, que ni siquiera puede andar a tientas, porque le falta el sentido del tacto. Labor y empresa nobilísima se nos ofrece, y es la de infundir en este cuerpo acecinado una sensibilidad; despertarle los sentidos y dotarlo de aptitud para la simpatía hacia el mundo externo. […]. Somos una raza con los sentidos romos, a través de los cuales la realidad apenas si se filtra a intervalos, y deformada […]. Un pueblo que no tiene sentidos no puede tener imaginación; […] sin sentidos y sin imaginación, la simpatía falta; y sin pasar por la simpatía no se llega al amor; sin amor
no puede haber comprensión moral, y sin comprensión moral no hay tolerancia. En España todos somos absolutistas.
El título de la novela final de la saga es un guiño a las posibilidades regeneradoras de España y una declaración de patriotismo democrático. El personaje del que se vale Pérez de Ayala para semejante reivindicación es una trotera, la prostituta Verónica, que descubre sus capacidades naturales, nunca aprendidas, para la danza. Sus bailes provocan sentimientos de armonía, de concordia y simpatía, de modo que trasmiten, sin palabras, esa educación estética que reclamaba Alberto en su discusión con Tejero. Verónica, la trotera Verónica, se ha hecho danzadera, con voluntad y entrega a su trabajo, y ahora, desde el escenario, educa al público para la tolerancia infundiéndole sensaciones placenteras y cordiales. Monte-Valdés es el más entusiasta de sus admiradores y recuerda que «no existe belleza sino en lo efímero […]. Por eso la danza, que es el arte más efímero, quizá sea el más bello».
La novela toca a su fin, Alberto ha decidido no volver a la aldea y romper su compromiso con la insuficiente Fina. Su vida de escritor está en Madrid. En una de sus calles se encuentra con Muslera (García Morente), «un joven de la mesnada de Tejero», que ha vuelto de una estancia en Alemania y finge hablar español con acento extranjero. No puede extrañar que al intelectual comprometido con la defensa y progreso de su patria, al casticista Alberto, le desagrade tamaña muestra de despego hacia su propio idioma, pero aun le irrita más que se ponga a criticar a su maestro y a despotricar contra su patria, retomando la papanatería con que Masson de Morvilliers lanzaba en su Encyclopédie Méthodique la insultante interrogación retórica «¿Qué se le debe a España? ¿Qué ha hecho España por Europa desde hace dos, cuatro, seis siglos?». Díaz de Guzmán lo soporta con «sordo fastidio», mientras Muslera insiste: «Nada. ¿Qué es lo que ha producido? Sepámoslo». Alberto Díaz de Guzmán, irritado y dueño de sí, le responde siguiendo el consejo de Unamuno: «Al tonto con la paradoja». Las palabras con que cierra la novela son un homenaje a sus conciudadanos y el mejor elogio a las posibilidades de su país: «—Troteras y Danzaderas, amigo mío; Troteras y Danzaderas».